Los problemas con los pasaportes han generado un apocalipsis. El río suena, y es porque las piedras que lleva vienen de varias orillas y demasiadas orquestas hacen ruido. El caos no es por carencia de pasaportes sino por la corrupción que navega alegremente sobre las olas de los trámites en línea. Se venden los turnos, ya sea en las filas presenciales o los telemáticamente asignados. Las oficinas no dan abasto y todo esfuerzo para darle solución al problema ha sido en vano.
La nacionalidad es el vínculo que tiene una persona con un determinado país. Se materializa en los documentos de identidad, y el pasaporte es el de identidad internacional. Hay reglas de aceptación universal que son olvidadas o pisoteadas. Así como todos tenemos una madre, todos tenemos una nacionalidad. La carencia de patria, apatridia, está proscrita. La nacionalidad no se impone, y a nadie se le puede negar el derecho a cambiar de nacionalidad. Lo más importante: nadie puede ser privado de su nacionalidad.
Cada país es libre de establecer sus propias normas. Se pueden poseer varias nacionalidades, pero al igual que los sombreros, sobre la testa solo se encasqueta una. En caso de conflicto de nacionalidades prima la efectiva, la dominante, la que ejerce la persona (CIJ, caso Nottebohm, 1955). Pese a ello, en Colombia tenemos afición a oponer nacionalidades extranjeras a problemas nacionales. Es recurrente el caso de los criollos que de la noche a la mañana mutan de nacionalidad; y lo preocupante es que sin reato alguno se acepta que aparezcan gobiernos extranjeros involucrados en la supuesta protección de sus nacionales.
Se ha dicho que Colombia es un país de contrastes y sin duda lo somos en todo este tipo de asuntos. Saltamos como con garrocha de un principio radical a otro absolutamente disoluto. Las reglas sobre nacionalidad eran precisas y se basaban en una combinación de elementos: vínculo de sangre, unido al suelo o al domicilio. Luego todo se volvió un sancocho, y la tapa es la disposición que reza con mucho humor cínico que “únicamente” (subrayo) el presidente puede eximir de los requisitos para la nacionalidad (Ley 43 de 1993, modificada por la Ley 962 de 2005). En román paladino (en palabras simples), puede otorgarle la nacionalidad a quien le venga en gana. Una prerrogativa que no tienen ni los monarcas.
Desde que Bolívar (no el papá de Gustavo sino el Libertador) liberó estas repúblicas tuvo la ilusión de que constituyeran unos Estados unidos suramericanos. Bajo ese ideal las constituciones del Continente incluyen cláusulas que les reconocen a los latinoamericanos por nacimiento el derecho de que se les otorgue la nacionalidad siempre que cumplan unos requisitos. Esto se conoce como privilegio legal. La Carta de 1886 consideraba como nacionales “por origen y vecindad” a “cualquier” hispanoamericano que solicite ser inscrito ante la municipalidad.
Hoy lo único que opera es que los latinoamericanos por nacimiento y “los del Caribe” pueden obtener la nacionalidad colombiana solicitando su inscripción como colombianos. Por arte de birlibirloque lo que era un derecho pasó a ser simple liberalidad, extendida a los paisanos jamaiquinos de Bob Marley. Se les exige menos término de residencia. De resto, toda la diferencia consiste en que se les otorga la nacionalidad por una “resolución de inscripción”; mientras que a los demás extranjeros se les concede por carta de naturaleza.
El único documento de identificación nacional es la cédula, que de acuerdo con la Ley 962 de 2005 constituye plena prueba para todos los efectos. Eso dice la norma, pero la práctica señala lo contrario. Como aparecieron fábricas de cédulas con soportes dudosos, las autoridades optaron por cancelar a mansalva miles de documentos. El principio constitucional de la buena fe y la doctrina de los actos propios impiden que se pueda alegar la propia negligencia, pero eso es lo que está ocurriendo. A quienes portan cédulas que indican que nacieron en el exterior se les exigen documentos que no están contemplados en las normas. No importan la presunción de inocencia, ni la prohibición de discriminación, ni las normas antitrámites. Se piden pruebas de nacionalidad de los padres y se ha llegado al extremo de exigirles a colombianos de hace décadas la resolución de inscripción; o a sugerirles que se presenten a la Registraduría en solicitud de un inexistente registro de nacimiento.
El andamiaje burocrático no tiene otra razón de ser de su existencia que el buen servicio. Parodiando a nuestro presidente, la idea no es expandir por las galaxias el virus del legalismo sino contenerlo con el antivirus de la sensatez. Podemos sentirnos orgullosos por los progresos jurisprudenciales en temas complejos, y estamos pletóricos de derechos plasmados en la Carta, pero la cruel realidad es que por cada derecho nace un cortafuegos; por cada garantía, una pantomima que la anula; y por cada trámite que se suprime nacen dos nuevos. En su vida diaria el ciudadano del común está sometido, además, al crimen callejero y al cibernético, a los abusos de las empresas de servicios y ahora, de ñapa, al terrorismo de la DIAN, que muestra eficiencia alemana para enviarle mensajes de cobro con amenazas veladas a toda la ciudadanía, en Colombia o en el exterior. Puedo afirmar, con total seguridad, que para sus cobros de impuestos los señores de la DIAN no dudan de la nacionalidad de nadie.