Un escritor bogotano que, gracias a su nombre, habría calificado como miembro de Los Danieles, publicó en 1938 un texto de geografía titulado Nuestro lindo país colombiano. Era un tratado para jóvenes que hizo célebre una frase: “Con extensas costas sobre dos océanos, Colombia, nuestro lindo país, es como una casa de esquina”.
Tenía razón: es una casa de esquina. Y, como tal, la atormentan los problemas que sufre toda casa de esquina. Empezando porque las calles del mundo, los océanos que nos permitieron llegar a todos los continentes, ayudaron a convertir al lindo país en exportador de droga y puerto de arribo de terrícolas desventurados que buscan un futuro mejor y utilizan a Colombia como trampolín.
La pobreza y el narcotráfico —imán dorado de las sociedades afluentes que compran droga y exportan sueños— han convertido la casa de esquina en un Bronx plagado de riesgos y de ruina. Así lo refleja el vecindario violento que nos rodea y nos penetra.
Es paradójico que la otrora conflictiva esquina amazónica con el Perú, que hace noventa años fue escenario de una guerra entre los dos países, sea hoy la que menos problemas ofrece, salvo la destrucción de la selva y del medio ambiente, que amenaza a todos. Igual sucede con la esquina suroriental que entrelaza a Leticia y Tabatinga, a Colombia y Brasil.
No puede decirse lo mismo de Venezuela, la más incómoda vecina desde cuando fuimos un solo país. Refugio a veces de colombianos en busca de trabajo, destino en otras ocasiones de venezolanos que emigran perseguidos por la miseria, la frontera nororiental de Colombia ha sido objeto de reclamaciones jurídicas, guarida de guerrillas, escondite de perseguidos políticos, sendero de contrabando y víctima de los caprichos e intereses de los gobernantes de turno. Ahora mismo, con dos millones y medio de venezolanos en territorio de Colombia, no tenemos embajador en Caracas. Del último, Armando Benedetti, flota un bochornoso recuerdo.
Los ecuatorianos, mientras tanto, dejaron de mirarnos como “los colosos del norte” y pocos colombianos sienten ya envidia por esa nación del sur que era un océano de paz habitado por gente adorable. El narcotráfico, la impunidad y la violencia han dinamitado al Ecuador. El reciente estallido de desórdenes públicos fue la tormenta perfecta: una sociedad cándida acosada por agresivas bandas de delincuentes, pobreza, desmantelamiento feroz de la asistencia estatal, odios políticos incancelables, un presidente novato y abusos vecinales. Muchos son responsabilidad de Colombia: aspersiones venenosas de cocales, campamentos de las Farc, bombardeos e incursiones de nuestro ejército.
Una de las primeras reacciones del gobierno inexperto de Quito fue anunciar la deportación de 1.500 presos colombianos, medida que tiene poco de solución, mucho de ingenuidad y algo de ofensa.
En el noroccidente, la esquina caribe colombiana es fuente de dolores de cabeza. Las reclamaciones oceánicas de Nicaragua consiguieron que Colombia perdiera miles de kilómetros, para gloria de una dictadura que aprovecha las leyes internacionales pero pasa a cuchillo los derechos humanos.
Sin embargo, la esquina más inquietante arde en silencio: es una selva intrincada de cinco mil kilómetros cuadrados (la región toda abarca unos veintiséis mil), apenas mayor que Risaralda, cuyo hermetismo e inhospitalidad la volvieron barrera natural que separa a América del Sur del resto del continente. Bien llamado el Tapón del Darién, ha sido obstáculo que estrangula el cinturón americano e impide el paso. Elevadas montañas, bosques tupidos, calores insoportables, ríos iracundos, animales peligrosos, mafias extorsionistas y focos de infección disuadieron secularmente a los caminantes de intentar su recorrido.
Pero lo que no consiguió la sed de aventura lo ha logrado el hambre. En otros tiempos atravesaban la selva apenas cientos de personas. Corrió la voz, sin embargo, de que el Darién era superable, que solo un pequeño porcentaje de atrevidos fracasaba o moría (124 temerarios perecieron entre 2021 y 2023), y a partir de 2022 el barril se reventó. Ese año desfilaron cerca de 250 mil emigrantes paupérrimos rumbo al norte. En 2023 lo hicieron más de 500 mil y se calcula que subirá la cifra. La fatídica trampa atrae a ciudadanos paupérrimos de más de sesenta países: chinos, africanos, haitianos, cubanos y de toda Suramérica. Es una ONU de indigentes donde chapotean padres, hijos y hasta bebés de brazos. Médicos sin Fronteras afirma que se trata de “una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo”.
Esta colección de esquinas calientes exige de Colombia atención y compasión. Nada de ello puede proporcionar un servicio exterior tan deplorable como el nuestro. Al lado de funcionarios capacitados y sacrificados pululan, como siempre, los amiguitos políticos, los familiares de esos amiguitos, los paisanos, los que cobran con una embajada el apoyo a la campaña, los que necesitan un puesto en el exterior para financiarse estudios especializados...
Gustavo Petro prometió acabar con tanta vagabundería y dar prelación a los diplomáticos de carrera. Hasta el momento no lo hemos visto, al menos no en el primer nivel. Y Álvaro Leyva no parece ser el canciller más interesado en sacudir este árbol podrido de nuestro lindo país colombiano.
ESQUIRLA. No sé qué violaciones legales cometió o no Piedad Córdoba, que acaba de fallecer en Medellín. Pero me constan dos hechos. Primero, que, venciendo mil obstáculos oficiales, sacó de la selva con enorme generosidad y valor a numerosos secuestrados de las Farc que hoy quizas estarían muertos de no ser por su ayuda. Segundo, que la derecha, incluidos sus enemigos togados, compartían una consigna: acabar con ella. Hoy estarán de fiesta.