Permítanme centrar toda la atención de la semana en una noticia que por poco cambia mi vida: la de la ciudadana canadiense Sonja Semyonova, de 45 años, que confesó en un medio internacional ser ecosexual: sentir una atracción particular por los árboles ya no a la manera de un boy scout en el campo, o de un abuelo en un vivero, sino, cómo decirlo sin que resulte vulgar, a través de pulsiones eróticas: como suena. Digámoslo a las claras. No nos vayamos por las ramas, como le gusta a la propia Sonja: el ecosexual quiere compenetrarse eróticamente con el árbol, lamerlo a fondo, descubrir sus pistilos: irse a tomar una copa con la copa y entregarse la noche entera al follaje, en todos los sentidos de la expresión.
Como buen adulto contemporáneo, me había costado sudor y lágrimas conocer las nuevas orientaciones sexuales; pero gracias a mis hijas, sangre sin prejuicios de una nueva generación, pude aprender que, además de los heterosexuales, los homosexuales y los bisexuales con los que crecí, ahora existen los antrosexuales —que aman, supongo, los bares de mala muerte—, los pansexuales —que aman el pan, como mi señor padre—, los no binarios —que aman las matemáticas— y los polisexuales —que sienten deseos por los policías—.Pero la existencia del ecosexual me parecía un exceso, algo semejante a las filias que padecen algunos pervertidos, como la zoofilia y su sexo con animales; la necrofilia y su sexo con cadáveres o, para este caso, la clorofilia: la aberración de ser un viejo verde y tener sexo con las plantas, no necesariamente de los pies.
La propia Sonja lo confesaba de esta forma: “estuve paseando por un sendero cercano a un árbol cinco días a la semana durante todo el invierno y noté una conexión con él; me tumbaba contra el árbol: había un erotismo, un subidón de energía erótica, en algo tan grande y tan viejo”, decía, en palabras que lo mismo podía utilizar la esposa de Álvaro Leyva.
El árbol —detallaba el artículo— es un roble: un viejo roble que, a pesar de su edad, y paradójicamente, todavía está como un roble, pero que en unos años, cuando termine convertido en leña (porque los humanos somos así: hacemos leña con el árbol caído) será reemplazado por alguno que esté como un pino. Porque se nota que la amiga Sonja es interesada; que se arrima al árbol que le da más sombra.
En un primer momento supuse que “ecosexual” era aquel individuo que, desde la triste soledad de su casa, sentía pulsaciones eróticas frente a su propio eco; en ese sentido yo mismo me autopercibía ecosexual y me burlaba de la condición de la propia canadiense, porque, si lo miramos de cerca, ¿qué tan seria podía ser su relación con el roble? ¿Se trata de algo pasajero o de verdad quería echar raíces con él? ¿Piensa procrear, dejar frutos? En tal caso, ¿no era mejor buscar un árbol de navidad, que por lo menos tiene bolas? Y algo más: ¿cómo puede ser físicamente el hijo de un ecosexual? ¿Un individuo mitad humano, mitad tronco capaz de jugar en Millonarios?
Imaginaba a Sonja explicándole a su hijo la forma en que fue concebido y me daba risa:
—Tu papá plantó una semilla en tu mamá. Literalmente.
Pero hablaba desde la ignorancia, la ignorancia que es hermana de la burla, porque sucede que, mientras sacaba al perro en el parque, y acaso sugestionado por la misma historia de la mujer ecosexual, comencé a observar de una manera especial una frondosa acacia que daba sombra a los columpios. Al comienzo parecía algo pasajero: la miraba como si fuera parte del paisaje. Pero poco a poco la observé en detalle, la admiré y sentí —digámoslo de una vez— un subidón erótico que me recorría el cuerpo. Y supe entonces que yo también era ecosexual.
Siempre quise tener una relación elástica y a la vez duradera, y en ese sentido habría preferido cultivar un amorío con un caucho, por ejemplo. Pero el amor es así y al final quien se atravesó en mi camino fue esta acacia de la que tuve mucho que aprender: lo importante de salir con un árbol es que te ayuda a crecer como persona, a diferencia —precisamente— del árbol.
En el parque El Virrey he visto hombres y mujeres que en las mañanas toman clases de yoga al aire libre y luego abrazan árboles para recargar energías, porque saben que transmiten energía. Y sin son de navidad, y tienen muchas instalaciones, también la consumen. De hecho, antes de esta aventura el único árbol con el que había sentido una conexión fue, precisamente, el de navidad: una conexión eléctrica.
Pero mi historia con la acacia era diferente y después de algunas visitas, siempre con el pretexto de pasear al perro, me animé a dar el primer paso, en parte porque intuía que el árbol jamás lo iba a hacer; y sin saber exactamente en cuál momento, terminé tomándola de una rama con suavidad, acariciando delicadamente su corteza y susurrándole cosas dulces al oído: que soñaba con tener frutos con ella, que le quería hacer la fotosíntesis.
En algunos foros de internet interactué con otras personas de mi misma condición. Una de ellas dijo haber sostenido una aventura con una mata. Una aventura pequeña: con un bonsái. Una mujer se enredó con una enredadera. Un señor de edad confesó que le había pagado a una planta para que estuviera con él. A una planta eléctrica, en concreto. Durante el apagón. Y una ecosexual de tendencias sadomasoquistas contó detalles de la relación que sostenía con un cactus (y nos dijo que antes salía con un caucho por el látex).
De todas ellas, sin embargo, la historia más seria era la mía, porque no se trataba de una simple aventura. Al cabo de los días había germinado —esa es la palabra— un amor puro, un amor limpio de espinas, y quería armar un hogar con la acacia, una casa, una casa en el árbol si fuera posible: mantener una relación sostenible, en todos los sentidos. Fundir, en fin, nuestros árboles genealógicos, aprovechando que ella es de la familia de las fabáceas, muy respetada en el mundo vegetal.
Un domingo en la tarde me puse de rodillas ante su tallo, le extendí un ramo de flores y le pedí la rama:
—¿Aceptarías ser mi espora? —le pregunté.
Pero nunca obtuve respuesta, con lo cual, unos días después, di por terminada la relación. De golpe la acacia no era antropofílica y el día de la boda me iba a dejar plantado.
No es fácil ser ecosexual. Hay que tener madera. Regresé a mi ordinario matrimonio humano y desde acá compadezco a Sonja Semyonova, aunque confieso que hay noches en que me sorprendo pensando en la acacia. El día en que se seque, prometo que en su memoria plantaré en el jardín a una persona.
¡VUELVE CIRCOMBIA A BOGOTÁ EN MARZO!
BOLETAS ACÁ