Enrique Santos Calderón
25 Septiembre 2022

Enrique Santos Calderón

LA REINA Y EL PLEBEYO

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Confieso que estuve pegado de la tele durante los días de transmisión de las exequias de la reina Isabel II. Era difícil no quedar hipnotizado por el boato de esta imponente y larguísima ceremonia que fue presenciada por millones de personas en el mundo entero. Pocas veces se ha visto algo parecido.

Las marchas y desfiles, los himnos y coros, las campanas y cañonazos, la pompa y protocolo, la perfecta coreografía y precisión militar de todos los detalles fueron tan impactantes como reveladores del espíritu inglés.

Lo que más me impresionó fue la cantidad de gente que acompañó durante una semana los funerales de Isabel II. Decenas de miles de personas alineadas kilómetro tras kilómetro, apretujadas por horas y horas para lograr una mirada fugaz del carruaje real, fue un espectáculo casi inverosímil.

Todo en medio de un protocolo tan estricto que los hombres que caminaban con las manos en los bolsillos eran recriminados por la policía, y a la señora del presidente Biden le tocó cambiar su atuendo gris por uno negro.

Allí, en ese fastuoso y multitudinario sepelio se traslucían los mil doscientos años de historia de la monarquía británica y se demostró el apego que por ella siente la gente, más allá de todos los abusos y tropelías de su pasado imperial. La monarquía es un obvio anacronismo en un mundo donde la democracia y los derechos humanos surgieron tras el derrocamiento o decapitación de reyes y zares. Pero hay países del Viejo Mundo en los que  iertas tradiciones no mueren.

Ahí están los reyes de España, Suecia, Dinamarca y Noruega, por ejemplo. O el emperador de Japón. Figuras decorativas y austeras frente a lo que en Inglaterra representa la Corona como majestuoso (y costoso) elemento de cohesión y orgullo nacional. O de fervor popular: en el país con la más devota fanaticada futbolera del mundo, el entierro de una anciana reina convoca a mucha más gente que un clásico Chelsea-Liverpool.

El reinado de setenta años de Isabel les dio a los británicos en general una sensación de unidad e identidad. “Ella siempre estuvo ahí” comentaba la gente. O como dijo el presidente francés Macron: “por encima de las fluctuaciones y convulsiones de la política, ella representaba un sentido de  eternidad”. “Los ingleses prefieren a su reina sobre sus políticos” sostuvo el historiador y colombianólogo Malcolm Deas.

El entierro real me remontó a mis años en el Colegio Anglo-Colombiano de Bogotá donde terminé bachillerato en 1962 y donde me tocó asimilar las rígidas normas inglesas de conducta y vestimenta. Uniforme de saco verde, corbata a rayas y pantalón de paño gris; formación cuasi militar las mañanas para cantar el monárquico himno británico; profesores de larga toga negra aficionados al reglazo en la mano. No fue fácil para un quinceañero venido de colegio gringo acostumbrado a vestir bluyín y mascar chicle. Pero me adapté rápidamente y acabé cantando "God Save the Queen" con fervor casi patriótico.

Más complicada la adaptación del eterno príncipe Carlos a su nuevo rol como el rey Carlos III. Llenar el vacío que deja su mamá será tarea ingrata y complicada para un personaje de escaso carisma en un clima de malestar laboral y afugias económicas. Su coronación el año entrante será mas frugal y menos concurrida.

Desde la modesta y republicana Bogotá hay que desearle éxitos, pero no quisiera estar en sus zapatos.

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El mismo día en que el ataúd de Isabel II descendió al sepulcro en la capilla de San Jorge, el jefe Estado de Colombia llegó a Nueva York para un evento infinitamente más plebeyo: la instalación de la 77ª Asamblea de las Naciones Unidas, donde hizo su primera aparición internacional. Un debut notable, hay que decirlo, con un discurso de impacto sobre el doble fracaso de la guerra contra las drogas y el cambio climático.

El primer tema ya ha sido planteado en la ONU por varios presidentes pero nunca de manera tan tajante y sobre todo tan acusatoria contra los países desarrollados del Norte y en particular los Estados Unidos. No lo nombró, pero no era necesario y sin duda Washington tomó atenta nota de los puyazos del mandatario colombiano.

Lo que se puede sumar a las preocupaciones de miembros del Congreso de los EE. UU. por su acercamiento con Maduro. Un funcionario de Biden ya hizo saber que no entendía bien el pedido al dictador venezolano para que sea garante de un proceso con el Eln.

El discurso frontal, casi lírico y poco diplomático de Petro interpreta un malestar latinoamericano con la doble moral con la que los países ricos del norte responden a los reclamos y anhelos de los más pobres del sur. La manera como el gran vecino del norte ha promovido durante cincuenta años (no cuarenta) la ruinosa y fracasada guerra contra las drogas es ejemplo insuperable de ese doble rasero.

Dijo grandes verdades sobre las injusticias del “poder mundial”, su adicción al consumo, al dinero y su falta de compromiso real con la transición energética y la causa ecológica. Menos acertadas estuvieron sus analogías sobre la coca, el carbón y el petróleo y la exagerada victimización de países que, como el nuestro, no están exentos de toda suerte de pecados.

En un recinto mundial donde priman los fríos discursos formalistas las palabras de Petro resonaron por su vehemencia y franqueza. Lo proyectarán como un líder regional que le canta la tabla a los poderosos y le habla duro al Tío Sam.

Habrá que ver si producen al agún efecto o si ya se las llevó el viento.

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