Ana Bejarano Ricaurte
28 Agosto 2022

Ana Bejarano Ricaurte

UN NUEVO LOCO

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Cuánta preocupación despiertan los efectos catastróficos de la invasión rusa en Ucrania, del regreso de los talibanes a Afganistán o de la escalada bélica entre Israel y Palestina. Y contrasta con el aplomo con que el mundo enfrenta la peor guerra que se ha librado en la historia moderna de la humanidad, incluso tras más de cincuenta años de estrepitoso fracaso. Se trata de la ofensiva que lanzó el 17 de Junio de 1971 el presidente yanqui Richard Nixon contra el tráfico y consumo de drogas: “el enemigo público No. 1 de América”. 

El fracaso de la guerra contra las drogas ya es un slogan trillado, porque en ello están de acuerdo miles de políticos, científicos, ambientalistas, empresarios, sociólogos: expertos en cualquier cosa. Un tema explicado hasta el cansancio: lo saben los gringos, los europeos y, por supuesto, sí que lo entendemos en América Latina. El problema es que el grito de guerra de Nixon desde Washington retumbó en todos los rincones del planeta; por eso las estrategias para desmantelarlo deben ser globalizadas, como lo son el tráfico y el consumo. Aunque la guerra se gestó desde un solo país, su desarme es casi una quimera que solo puede hacerse realidad con un canto al unísono del concierto internacional.

Pero hay ciertos países con más legitimidad moral para demandar un viraje de estrategia. Colombia es, desde casi todas las formas posibles de medición, la nación más apaleada en la lucha contra las drogas. Ha puesto la mayor cantidad de muertos, la plata sucia de los narcos ha financiado el conflicto armado y ha habilitado la comisión e impunidad de décadas de violaciones de derechos humanos. Y qué soberana injusticia que un solo Estado, o región, pague la mayoría de los platos que rompen los esniferos del primer mundo. 

Por eso tiene razón el presidente Gustavo Petro cuando dijo en su discurso inaugural: “Que nos quieren apoyar en la paz, nos dicen, una y otra vez, en todos los discursos. Pues cambien la política de drogas …. Es hora de una política internacional que acepte que la guerra contra las drogas ha fracasado rotundamente”. Lo dijo también Juan Manuel Santos en su discurso de aceptación del Nobel cuando sentenció que la mirada prohibicionista “es igual o incluso más dañina que todas las guerras juntas que hoy se libran en el mundo”.

Y claro que hace rato viene siendo hora de que los más castigados exijamos una modificación en la condena. Porque el coletazo de esta guerra nos dejó tumbados en la lona, casi desde el momento en que empezó. Un enfrentamiento inútil contra un monstruo invisible cuyo zarpazo destroza todo lo que se le acerque: a las víctimas del conflicto alimentado por los narcos, a los políticos que compra, a las instituciones que infecta, al sector privado dedicado a lavar plata, a cada uno de los eslabones de la cadena desde los papeleros hasta los capos, a los campesinos y ecosistemas sobre quienes llueve glifosato. Todos en descomposición. 

Lo curioso es que aunque aquello que esta guerra insensata toque se pudre, el sistema de la prohibición persiste incólume, como si tuviera vida propia. Tal vez porque la lucha contra las drogas se convirtió en una industria en sí, tanto para quienes se dedican a librarla ciegamente, como para los capos y carteles que entienden que su provechosísimo margen de ganancia depende de que todo lo que hacen siga siendo ilegal. Este absurdo tiene su propio ejército, armado hasta los dientes, listo para disparar. Cada vez se invierten más plata y fuerza en una estrategia miope e ineficiente, pero ahí siguen las drogas y quienes las producen, comercian y consumen.

La guerra de Nixon lo sobrevivió, porque a el lo tumbó el escándalo de Watergate tres años después, el 8 de agosto de 1974. La crisis se apalancó en las investigaciones de dos periodistas del Washington Post, el mismo periódico que esta semana reportó: “Colombia, el proveedor más grande de cocaína a los Estados Unidos, considera la descriminalización”. 

Y era de esperarse que las palabras de Petro alertaran a diplomáticos y periodistas. Fuentes aseguran que la noticia fue sorpresiva y causó molestia a los gringos. Por eso pronto salió el ministro de Justicia, Néstor Osuna, al control de daños: “No se va a legalizar la cocaína en este Gobierno” y sumó que se trataba de un enfoque de persecución a capos y salud pública para consumidores.

Pareciera que Petro lanzó el dardo solo para ver en qué lugar del tablero caía, porque fuentes internas del Gobierno confirman que no se empujará la descriminalización si genera resistencia de los gringos y si no se consolida un apoyo internacional sustancial. Y, a su vez, los visitantes de Washington notificaron que aprecian el frenazo con un tímido chapeau a la decisión de detener la aspersión con glifosato. Todos quietos, por lo pronto. Y entonces nos condenamos a seguir enfrentando a este galimatías gigantesco con discursos y declaraciones ante la ONU y frente a los demás organismos que llevan décadas de advertencia en advertencia sin que nada cambie. 

Mucho se han estudiado las intenciones del ya icónico discurso de Nixon. Son claras sus motivaciones racistas de perseguir a un electorado que protestó sin cesar su absurda intervención en Vietnam: los hippies y los negros. Le sirvió también como una pesada cortina de humo, que muchos mandatarios supieron importar a otras latitudes. Y también hubo algo de improvisación, de arrojo, de grandilocuencia, hasta de salto al vacío. Tal vez necesitamos otro señor delirante que, con el mismo ímpetu de Nixon, ponga fin a su disparate. Y aunque se explica la prudencia de Petro por ahora, en ocasiones sí que le sienta la cara de loco.

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