Tati me escribió aturdida con la noticia, tenía datos que yo no conocía porque trabaja en un gran medio de comunicación, apenas dos días antes me había visitado y habíamos hablado largo rato sobre el Chocó, quizá por eso lo primero que se le ocurrió fue escribirme. Mientras yo leía lo poco que se sabía y veía las escasas imágenes hasta ese momento empecé a temblar, lo primero siempre es el miedo, esa sustancia que, como tantos dicen, lo paraliza o lo moviliza todo. Sentía miedo porque, en esos casos, la mayoría de los chocoanos y en especial habitantes de Quibdó tenemos alguien ahí: un familiar, un amigo. Aquí todos hemos puesto muertos en las carreteras. Tememos que haya entre las víctimas algún hermano, un primo, una tía, el hijo de un gran amigo. Esta vez, por ejemplo, tres familias a las que les tengo mucho afecto perdieron seres queridos.
El miedo no me dejó escribir nada esa noche de viernes. Me acosté con el estómago revuelto, con una tristeza que me venía de los más hondo. Otra vez estábamos en el lugar de víctimas de una tragedia de enormes proporciones que, como todos sabíamos, podía volver a ocurrir y era prevenible.
Al día siguiente tenía que sacar fuerzas y hacer esta columna, escribí la segunda más dolorosa de estos dos años. Tenía poco que decir así que acudí a lo que dedico parte de mi trabajo como investigadora y escritora: a nombrar lo que ha sido históricamente invisibilizado, lo que se olvida deliberadamente o se traspapela entre las muchas páginas de racismo. Escribí uno a uno los nombres que encontré, de quienes perecieron entre el agua, la tierra y la lluvia que tanto amamos, que es nuestro orgullo, nuestra riqueza, y la desidia estatal ha convertido en nuestra condena.
Ya estoy acostumbrada a las respuestas hostiles de muchos lectores, me han escrito cosas horribles en las redes sociales, anónimas y de frente, me han señalado en privado, me han criticado en videos, en otras columnas y se han tomado el trabajo de hacer post para endilgarme posiciones políticas que no tengo. Pero debo admitir que esta vez no esperé todo lo que recibí, confiaba, erróneamente, que la compasión humana ante tantos muertos en un accidente en el que no había bandos que enfrentar, estaba por encima de todas las formas del racismo. Pero no, muchas réplicas a mi columna fueron para culparnos por nuestro destino, señalando literalmente, por ejemplo, que nuestros gobernantes no eran de ojos azules y pieles blancas. Como si eso garantizara buen manejo de los recursos e intervenciones oportunas. Desconociendo la historia de inversiones desde el gobierno nacional, algunas eficientes y otras fallidas, y las evidencias del racismo estructural que expliqué detalladamente en mi columna Las vías de la muerte y el racismo, del 18 de noviembre de 2023, como anticipándome a la tragedia que se ha hecho habitual año tras año. Departamento-estorbo nos llamó uno.
Después del dolor vino la rabia, por las respuestas, por la desidia, por tantas cosas absurdas que tuvimos que leer y recordar, mientras nuestros hermanos esperaban que rescataran sus muertos, lo único importante en esas primeras horas. Pero no, aquí la gente tuvo la osadía de responder con expresiones racistas incluso a las más genuinas condolencias de parte de la vicepresidenta Francia Márquez.
Muy pronto salió a relucir el talante de nuestra gobernadora Nubia Carolina Córdoba, quien se puso al frente del puesto de mando unificado y dio cara al país y al mundo con una dignidad que no conocíamos en nuestros gobernantes departamentales, a su lado, además de su equipo, los alcaldes de Quibdó y El Carmen de Atrato, también a la altura de las circunstancias.
Esperábamos la reacción del presidente Gustavo Petro, que en las primeras reprodujo en sus redes sociales el mensaje de Aurora Vergara, la ministra de Educación. Nada más. Las críticas no se hicieron esperar, el pedido de un viaje, de una visita que debió haber sido casi inmediata. Ésta ocurrió el domingo por la mañana, unas cuarenta horas después de la tragedia. Ya la mayoría de cuerpos habían sido sacados de entre el derrumbe y trasladados a medicina legal en Medellín. Ya sabíamos que eran al menos treinta y seis los que se sumaban a la lista de muertos de las carreteras. Me atreví a señalar la insuficiencia de la visita del presidente y las limitaciones de sus anuncios iniciales, y las críticas que me llovieron son innumerables; muchas, aludiendo una comparación con los gobiernos anteriores, especialmente con el de Iván Duque, pero es que nosotros no esperábamos nada del anterior presidente, y el Chocó no ha respaldado a nadie de manera tan contundente como a Gustavo Petro, quien, en lo que iba de su gobierno hasta el momento de la visita, no había dado la respuesta que anunció al principio, a las necesidades de nuestra región.
Francia Márquez, la vicepresidenta y Aurora Vergara, la ministra de Educación, nos hicieron sentir desde el primer momento que son quienes nos representan en este gobierno, lo ha hecho también desde la insalvable distancia Luis Gilberto Murillo, el embajador en Estados Unidos.
Los rostros de liderazgo, consuelo y búsqueda de soluciones de fondo frente al horror de una tragedia cíclica es el de estas tres mujeres que han estado ahí para lo técnico y para abrazar a las víctimas, escuchar junto a ellas los rezos y los alabaos, y nos han hecho sentir, quizá por primera vez que de verdad no estamos solos.
De ahí sale la esperanza. Y de las acciones del final de la semana que, sin duda, van haciendo asertiva y pertinente la labor del presidente. Nunca he tenido miedo a cambiar mis apreciaciones si los hechos me demuestran que debo tener otro parecer.
El consejo de ministros de los últimos días en Quibdó, quienes acompañaron la primera cumbre de gobernantes locales liderada por la gobernadora, se convirtió en el primer paso contundente para aterrizar de manera práctica y eficiente la declaratoria de emergencia anunciada por el presidente.
Leemos los anuncios y sabemos que habrá cosas que se cumplirán pronto porque ya están en marcha, o porque están en manos de esas tres mujeres que parecen capaces de lograrlo todo. Otras se tardarán y algunas en realidad nunca se harán; pero es innegable la importancia de que antes de la última novena de nuestros muertos, haya llegado el abrazo reconfortante de una conversación seria, amplia y práctica sobre los muchos pendientes que hay con nuestra tierra, esa es, indiscutiblemente, una luz de esperanza.