¡Caminante!
Al pasar por mi tumba no
me llevéis flores,
¡llevadme agua! ¡Agua!
He muerto de sed
de justicia y de amor.
Como epígrafe de mi libro Cuerpos de agua (Fondo de Cultura Económica, 2024), que lanzamos recientemente en la Feria del Libro de Bogotá, elegí este texto que la autora chocoana Teresa Martínez de Varela dejó escrito para que fuera su epitafio. Mi poemario salió formalmente al público la misma semana en la que conmemoramos 22 años de la masacre de Bojayá, el atroz asesinato de 102 personas dentro de una iglesia a orillas del río Atrato; la misma semana en la que el Foro Interétnico Solidaridad Chocó presentó el balance de la crisis humanitaria en nuestro departamento durante los primeros tres meses del año:
Cuatro mil ochocientos ochenta y nueve desplazamientos en 16 comunidades. Cuarenta y siete personas asesinadas. Dos paros armados efectivos y otros dos fueron amenaza. Nueve personas afectadas por tres minas antipersonas. Tres secuestros. Treinta y cinco mil setecientos cincuenta y dos confinados. Cuarenta y un mil doscientos noventa y siete personas afectadas por ochenta y dos hechos de violencia armada. De estos, cincuenta y nueve por ciento son indígenas, cuarenta y un por ciento afros.
Estas líneas podrían ser parte de los poemas en los que me atrevo a jugar con cifras y números: distancias, muertos por desnutrición, alturas sobre el nivel del mar. Pero aquí no son poesía, son datos crudos de tres meses más en un conflicto que no cesa.
Frente a la boca donde el Quito da al Atrato
como caudal después de aguacero,
hasta ciento cuarenta y seis, en un año,
suben los asesinados.
(No es tanto en el país de la muerte).
Plasma que se cuenta en litros por kilo del cuerpo
que se desangra.
Los asesinados en número por cada cien mil
habitantes.
El río se desborda.
En Bojayá el Atrato quedó desbordado para siempre. Ciento dos asesinados con una sola pipeta cargada de explosivos no caben en la fórmula de asesinados por cada cien mil habitantes. Quizá por eso hablamos solo de la masacre.
Hubo varios actos simbólicos este dos de mayo, de autoridades políticas, de lideresas de nuestros procesos étnico-territoriales, de las víctimas sobrevivientes. Nosotros persistimos en nombrar lo que algunos se han empeñado en tergiversar y olvidar.
(…)
Tememos
que los hombres que amamos
zarpen una noche
y se hagan cuerpo
muerto en el cuerpo vivo
que es el mar,
y nadie lo nombre.
Ya no fue noticia la conmemoración de la masacre de Bojayá. Veintidós no es un aniversario que funcione como efeméride. Pero para los chocoanos es diferente.
(…)
Nacer chocoano
es amarlo todo,
y querer cambiarlo también.
Llevar dolor en las aguas
de la sangre.
(…)
Nosotros nos acostumbramos a vivir en resistencia, porque sabemos la piel que habitamos.
(…)
es la piel
de lo remoto,
lo lejano
apartado,
distante
en tiempo,
en ausencia,
en abandono,
en olvido,
en racismo.
La periodista María Fitzgerald, quien me hizo el honor de presentar el libro que recoge cuarenta poemas que ahora pertenecen al mundo, dijo en su intervención que se trataba de poesía de denuncia, y yo dije que me sorprendiera que lo llamara así, que esa no había sido mi intención mientras escribía, pero al volver sobre el epígrafe puedo reconocer que en algún momento del proceso me hice consciente de que intentaba construir con palabras una forma del agua que calme la sed de justicia y de amor. Quizá intuyo, como Fernando Pessoa, que semejante cosa solo la podría lograr la poesía.
(…)
Frente al mar fragmento la Línea recta de Pessoa
para gritar lo que callo:
¡Ojalá pudiese oír la voz humana de alguien
que confesara no un pecado, sino una infamia;
que contara, no una violencia, sino una cobardía!