“Cuando el rancho prende es cuando se ven los morrocoyos”, repetía un dirigente guajiro con el que controvertía en mi época de estudios en la Universidad Libre de Barranquilla. La frase cae como anillo al dedo a los operadores políticos, principalmente del partido “verde”, que de un día para otro abandonaron el rancho en el que medraban alegremente con sus criaturitas. La chispa, originada durante una compra de carrotanques para aliviar la sed en La Guajira, se extendió a la UNGRD (Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres), un rancho dirigido desde su creación por funcionarios que parecieran recortados de Historial delictivo, la escalofriante serie británica.
La corrupción política no es una novedad en Colombia, es una desgracia que recorre transversalmente al sector público y privado del país. Todo comenzó con la élite criolla que reemplazó a la colonial. La pérdida de Panamá fue uno de los más ruinosos “negocios" realizados por la oligarquía colombiana. En adelante los “negocios” se volvieron chanchullos. Grandes, medianos y pequeños. Corrupción oligárquica, arribista y plebeya. Hasta que llegaron los mafiosos con sus alforjas repletas. Política y mafia, uno de los cocteles más letales y cinematográficos. En las cárceles y penitenciarías en las que estuve recluido por más de diez años, topé con personajes que hablaban como políticos pero se comportaban como mafiosos. Y viceversa. Senadores, contralores, procuradores, ministros y un largo etcétera de operadores políticos condenados por una manga de delitos. La mayoría de derecha. Se declaraban víctimas del perverso sistema que ellos mismos habían creado.
Andrés Oppenheimer —autor claramente de derecha— explica en su reciente libro ¡Cómo salir del pozo!, que la felicidad, diferente a la alegría, depende del grado de satisfacción del individuo. En los países con menos corrupción hay más confianza en las instituciones. Los escandinavos pagan religiosamente altos impuestos porque consideran que esto redunda en su bienestar y felicidad. ¿Por qué voy a pagarle impuestos a un gobierno de rateros?, se preguntaba el agonizante Artemio Cruz en la novela de Carlos Fuentes. Lo mismo piensa la mayoría de colombianos. El Estado profundo, independientemente de quién gobierne, está controlado por una mafia público-privada que saquea las arcas de la nación. El presidente Gustavo Petro, con algunos de sus funcionarios más leales y honestos, ha pinchado la piel de esa mafia. El Estado profundo, junto con sus aparatos de agitación y propaganda, ha reaccionado a través de una guerra legal —lawfare—, la estrategia que la extrema derecha mundial utiliza para preservar su hegemonía y obstaculizar las reformas que benefician a la mayoría social.
El objetivo de la guerra legal es la de someter, cooptar o derrocar a los gobiernos elegidos democráticamente. La táctica consiste en formular denuncias infundadas y ruidosas, usar a leguleyos especializados en triquiñuelas e instrumentalizar a jueces o instancias como el llamado Consejo Nacional Electoral de Colombia, una criatura de naturaleza política y obediencia perruna. A esto se le llama “Juristocracia” o “Estado Juristocrático”, un entramado perverso que menoscaba a la democracia, prostituye al equilibrio de poderes y se carga de un plumazo al constituyente primario. Un presidente elegido por millones de ciudadanos resulta derrocado por un funcionario o una instancia de dudosa reputación. Sucedió con Lula en Brasil, Manuel Zelaya en Honduras y Pedro Castillo en Perú. Lo intentaron con Bernardo Arévalo en Guatemala. Lo pretenden con Pedro Sánchez en España y Gustavo Petro en Colombia.
El país se tensa. Transitamos sobre el filo de una navaja. Los que no están acostumbrados a las alturas se lanzan al vacío como los Claudi-cantes del partido “verde”. Los corruptos que se aprovecharon del gobierno del cambio no tienen otra alternativa que encadenarse a su inexorable destino. Gustavo Petro —basta examinar su historial— es un peleador callejero que dispone de alfiles intachables que saben moverse en el tablero de la lucha pero, sobre todo, el presidente cuenta con una base social que no esperará con los brazos cruzados a que la mafia política extermine sus ilusiones.