– Histerectomía total –Dijo el ginecólogo mientras escribía en su computadora.
–¿Qué? ¿Por qué? – Le pregunté.
–Con esa edad, esos miomas tan grandes y ese útero tan deformado, aquí no hay nada más que hacer –Me respondió.
Tres veces repitió esa sentencia durante la cita, y yo salí llorando. No lloraba por la imposibilidad de embarazarme en el futuro, la idea de ser madre biológica la había descartado hacía mucho. Me lastimó el trato, la ausencia de la pregunta sobre mi propio cuerpo y que se abrogara el derecho de decidir sobre mi útero sin siquiera auscultarme. Pensé en lo difícil que podría ser la misma situación para una mujer que deseara tener un embarazo y que, además, no contara con una red de apoyo como la mía.
Al salir de esa cita incómoda llamé a mi esposo y a mi papá –que aún vivía-, ambos sabían que no me interesaba ser madre biológica. Nosotros sabemos hace mucho que esa no es la única forma de la maternidad. Mi papá, por ejemplo, y con sobradas razones, decía que él era papá y mamá de mi hermano y mío. En nuestra familia y entre nuestros amigos más cercamos hemos vivido la fortuna de la adopción, y en el proceso de formar lectores de 4 a 18 años me he acercado mucho al cuidado y la crianza. La escritura y el amor me permitieron, además, vivir emocionalmente lo que significa un embarazo, una espera de diez lunas, cuarenta semanas que se han idealizado, aunque están tan llenas de alegrías como de dolores.
Cuando supe que mi amiga Yijhán estaba en su tercer embarazo, pensé que mi mejor regalo en ese momento de mi vida era escribir para ella, y me embarqué en el viaje arriesgado de ponerme en su lugar, el de una mujer que esperaba. Decidí hacer arrullos, ese canto de cuna muy tradicional en nuestro Pacífico, que se usa para dormir a los bebés o “Al niño”, refiriéndose a Jesús. Estos serían arrullos para un bebé por nacer. Fueron saliendo uno a uno, despacio, sin prisa, como es propio de esa espera. Mi afán no era publicar, era acompañar a mi amiga. Estuvieron totalmente listos cuando Zuny Victoria y Leonardo, porque resultaron mellizos, ya tenían casi tres años. A veces, la escritura que solo tiene como motivación el amor, se toma más tiempo del que una imagina.
Con la licencia de Yijhán compartí los arrullos con otras amigas, y a todas les sacaron lágrimas, porque estaban en la espera o recordaban cuando estuvieron.
Un día estos arrullos encontraron editor y se convirtieron en Diez lunas para una espera (Beascoa, 2024). Juan Pablo Mojica, un editor extraordinario, que me propuso ajustes en la métrica de los versos, el orden de los poemas, los títulos y una que otra palabra, eligió como coautora a Natalia Rojas, una ilustradora que también es excepcional, y que supo captar con precisión el espíritu del libro y su relación con el paisaje del Chocó Biogeográfico. En el recorrido de la edición, especialmente en la construcción de la narración gráfica, fueron emergiendo las múltiples maternidades, no como un acto de corrección política asociado con el género o el sexo, sino como una evidencia de lo que ocurre en la naturaleza. Se ve en este libro, entonces, que materna quien siembra sus semillas, quien construye un moisés para su perro, quien cuida a su gato, el caballito de mar macho que anida en su vientre a sus crías, el abuelo que enseña a pescar o la partera que acompaña los alumbramientos.
Meses después de la desafortunada cita con el primer ginecólogo, salí de una sala de cirugía luego de un procedimiento exitoso, a cargo de otro profesional que, por suerte, se tomó el tiempo para conversar conmigo y darme la posibilidad, incluso, de desistir de la histerectomía total. Un médico humanista que me explicó en detalle los riesgos y escuchó con atención mis intereses y mi proyecto de vida. Jamás me sentí como una víctima por haber elegido mi bienestar físico y emocional sobre la posibilidad de conservar mi útero. Ni un solo día he lamentado no poder gestar y parir físicamente. Ahora comprendo que, el espíritu maternal que me habitó mientras escribía este libro, o el que me habita cuando cuido mis plantas, mis perros, mis gatos, o abrazo a los hijos de otros con un amor genuino, es tan legítimo como el de Yijhán, o el de las muchas otras madres que podrán verse en estas letras, y eso es lo que celebra este libro.