Los conflictos ponen en evidencia el racismo. Los afros lo sabemos bien y siempre ha sido un tema de conversación entre nosotros, casi todos tenemos historias en las que, ante la menor falla o una pequeña diferencia, pasamos de ser la negrita, a ser la negra hijueputa. Los futbolistas negros lo viven en cada partido. Yo lo aprendí a los doce años, en mi colegio de Cali, cuando mis compañeros de clase me gritaron en coro la ofensiva frase.
El racismo ha sido el detonante de muchas guerras, su raíz, su motivación. Los genocidios, que vergonzosamente la humanidad cuenta ya por decenas, son la evidencia ontológica del racismo. Unos creen que son superiores a otros simplemente por lo que son como raza (construcción social, no biológica) y, en consecuencia, como religión, como cultura. Creen además que los otros, los inferiores, contra quienes esgrimen razones de comportamiento e ideológicas; es decir, culturales, deben ser eliminados, sometidos, exterminados.
Hace mucho está estudiado y demostrado que aquello de la cultura no es más que un eufemismo del racismo: “No es que sean del norte de África, es que les cuesta adaptarse”, “No es que sean venezolanos, es que son ladrones”, “No es que sean musulmanes, es que tratan mal a las mujeres”, “No es que sean negros, es que hacen mucha bulla”. Todas son expresiones racistas que intentan justificar la exclusión con un comportamiento convertido en estereotipo, para mantener la idea de que las prácticas de unos son más deseables y adecuadas que las de los otros, es decir, mantener la escala de superioridad e inferioridad.
Las guerras en las que aparentemente el racismo no es génesis, razón de fondo, de todas maneras, lo saca a flote, lo pone en evidencia, de la misma forma que en el conflicto más pequeño. De hecho, los argumentos de superioridad e inferioridad siempre están presentes en las guerras, son indispensables para movilizar tanto en función de aniquilar a otro.
Con el recrudecimiento del conflicto palestino-israelí hemos vuelto al espectáculo aterrador del racismo en las redes sociales. De manera desvergonzada muchos políticos, académicos, periodistas, opinadores, caricaturistas y activistas, han puesto toda clase de expresiones, sustentadas con videos, memes, artículos o nada más que su opinión, asumiendo que la defensa de una postura, o de un grupo, o de quien él o ella considera las auténticas víctimas, disminuye, disimula o justifica su racismo. Habíamos vivido algo parecido en los primeros meses de la guerra en Ucrania.
Es cierto que no todos los argumentos en defensa del pueblo palestino son antisemitismo, pero sí abundan los calificativos y expresiones antisemitas que han justificado una y otra vez el destierro y exterminio del pueblo judío, en una discusión que puede darse sin recurrir a ello. También es cierto que muchos intentan validar las acciones genocidas del Estado de Israel a partir de una supuesta idea de superioridad del pueblo judío, lo que es racista y dañino en la dirección que sea.
Lo más sorprendente del panorama, a mi modo de ver, es que los exponentes de este espectáculo no se dan cuenta, ni por un segundo, del racismo, exhiben, incluso se atreven a defenderlo con argumentos quizá más problemáticos que los iniciales. Ante esto, creo que el camino sigue siendo detenerse, dudar de sí mismo, y aceptar, aunque duela, que el racismo está ahí, así no lo veamos. Y que la única manera de superarlo es enfrentar ese dolor, aceptar que somos resultado de un sistema que nos enseñó a odiar a quienes consideramos diferentes e inferiores, y que, para superarlo, son tan importantes las acciones legales y estructurales, como las individuales.