“Salí del clóset en clase de teología”: historias LGTBIQ+ a propósito del día del orgullo arcoiris
28 Junio 2024 05:06 am

“Salí del clóset en clase de teología”: historias LGTBIQ+ a propósito del día del orgullo arcoiris

Crédito: Fotografía: Pablo David. Montaje: Yamith Mariño

A propósito del 28 de junio, Día Internacional del Orgullo, CAMBIO trae historias de personas de la comunidad que viven en Bogotá, y que refleja cómo cada una experimenta la diversidad a su manera.

Por: Pía Wohlgemuth N.

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Lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales, queer y más, ese es el significado de la sigla LGTBIQ+, que en junio se oye más fuerte y frecuentemente que nunca.

El 28 de este mes se conmemora, anualmente, el día del orgullo, por cuenta de los disturbios de 1969 sucedidos en el Stonewall Inn, un bar neoyorquino en donde nació el movimiento occidental por los derechos de las personas diversas.

Cincuenta y cinco años más tarde, las historias de quienes viven y habitan la diversidad son muy distintas entre sí. Bogotá, por ser la capital que recibe a personas de todo el país, es también el refugio en donde los colores LGBTIQ+ brillan y muestran sus matices. 

CAMBIO conversó con distintas personas de la comunidad para conocer historias sobre su identidad y orientación, que reflejan las experiencias tan distintas que coinciden en una fecha como el 28 de junio.

“Salí del clóset en clase de teología”

ana

(Foto: Pablo David)

Ana María de los Ángeles Rey tiene 29 años y nació en Villavicencio, “en el llano, llano”, explica. Desde muy niña, desde que tuvo uso de razón, siempre supo que le gustaban las mujeres, pero su plan era llevarse el secreto hasta la tumba. Se preguntaba, con desespero, por qué, si había tantas personas en el mundo, justo ella tenía que ser “anormal”. “¿Por qué me tocó a mí?”.

Cuando estaba en el colegio, jugaba fútbol y se la pasaba jugando con los niños. Cumplía con algunos estereotipos de lo que es una mujer lesbiana en la cabeza de muchos. Aun así, solo se enfrentó a ello cuando se enamoró de la niña más linda del colegio, con quien tuvo una relación a escondidas por más de dos años.

Pasó por un periodo convulso en el que la acusaron de convertir en lesbiana a la que era su novia, tuvo que hablar con franqueza con sus papás y, sobre todo, asumir una verdad dolorosa: “Yo simplemente era, pero entendí que el ser como soy tenía unas repercusiones superfuertes en la gente”.

Después de pasar por todo un proceso de aceptación con su familia en la capital del Meta, se mudó a Bogotá para estudiar Diseño Industrial en la Javeriana, en donde su grupo de amigas era totalmente heterosexual. 

Ana María temía contarles su verdad y hasta se inventó que tenía un novio llamado Andrés. No quería afrontar lo que podía significar el ser lesbiana en un grupo que, con frecuencia, hacía comentarios homofóbicos. 

Las coincidencias a veces son providenciales. Ana María tuvo que hacer una investigación y presentación grupal, con sus amigas, sobre un grupo minoritario. Escogieron hablar sobre la comunidad LGTBIQ+. 

Salí del clóset en clase de teología. Fue muy chistoso, porque teníamos un trabajo de campo sobre entender a los grupos minoritarios y justo mi grupo escogió investigar sobre la comunidad LGTBIQ+ –cuenta, sentada en un co-working en Chapinero–. Cuando tuvimos la exposición del tema, mis amigas decidieron tener un tono desde afuera y a mí me pareció despectivo”.

Entonces, en medio de un aula de clase con estudiantes medio adormilados, Ana María interrumpió a una de sus compañeras para gritar: “Yo soy de la comunidad y me parece que esto no es así”. Cuando terminó la hora de clase, salió del aula, respiró y se preguntó “¿Yo qué acabo de hacer?”.

Ese día comenzó un proceso de deconstrucción personal y de sus amistades bogotanas, que la aceptaron y aprendieron con ella. Ana María misma se transformó: “Me di cuenta de que nunca me había sentido parte de la comunidad LGTBIQ+, por prejuicios que yo misma tenía. Fue un proceso muy personal de darme cuenta de que estaba juzgando a las personas cuando era igual a ellas. Dije: ‘Soy igual de machista, soy igual de homofóbica. Tenía estas cosas que realmente necesitaba identificar y trabajar y así lo hice’.”

"Antes, permitirme ser era muy difícil, porque la transición no es solo mía, sino de todos a mi alrededor”

effy

(Foto: Pablo David)

Effy tiene 30 años y es una persona trans no binaria. Prefiere que le llamen como él o elle, esos son sus pronombres. La decisión de presentarse así ante el mundo es reciente. En enero de 2024 tuvo una crisis de disforia, provocada porque su sexo biológico e identidad de género no se correspondían.

“Yo empecé a sentir que no estaba bien lo que estaba sintiendo, me sentía muy solo. Ahí fue cuando dije ‘no más’ y decidí aceptarme así, porque en definitiva me di cuenta de que no me identificaba con absolutamente nada”.

La historia de su navegación por su identidad y orientación sexual comenzó desde muy pequeño, pero muchas veces andaba en la oscuridad: no había referencias de nada queer, nada diferente, de entrada, era raro ver algo relacionado con personas homosexuales.

Effy siempre supo que le gustaban las mujeres y, por mucho tiempo, creyó que era lesbiana. Sin embargo, cuando entró a la universidad comenzó a cuestionarse si quería, en realidad, “transicionar a lo masculino”. Se sentía incómodo, la disforia era una constante. Incluso dedicó su tesis a explorar su identidad desde ese lado masculino. 

Sabe que su círculo de siempre y su familia intentan llamarlo por sus pronombres, aunque no es inusual que en su casa le digan “ella”. Lo entiende y sabe que su mamá, por ejemplo, hace un esfuerzo constante.

“Antes, en mis círculos habituales, de mi trabajo, de mis amigos de siempre, con mi anterior relación, permitirme ser era muy difícil –explica Effy, sentado de piernas cruzadas sobre un sillón–. La transición no es solo mía, sino de todos a mi alrededor”.

Sabe bien que, como él, hay decenas de personas que también luchan por ser reconocidos y por pertenecer, por poder ser en paz.

Por eso, la marcha del orgullo o pride le emociona mucho: “Me siento muy orgulloso de ser una persona trans y de ir a reafirmarme con el resto de la gente”.

“No me cohíbo de decirlo, solo me gusta ser mucho más reservado. Aun así, todos mantenemos el orgullo”

zapis

(Foto: Pablo David)

Juan José Zapata nació en Pereira y tiene 27 años. Vive en Bogotá desde hace diez, pues llegó a la capital a estudiar Administración de Empresas, después de graduarse del colegio. Sentado en una silla del comedor del apartamento en el que vive con su novio, habla sobre su perspectiva del orgullo LGTBIQ+.

Hay personas muy apasionadas en la comunidad, que está superbien, pero hay otros, como yo, que los que saben que soy gay es porque yo les digo –explica Juan José–. Pero yo digo que el orgullo se celebra los 365 días del año, pues si una persona está fuera del clóset es porque tuvo la valentía de salir”.

Su historia, como la de muchos que salen del clóset, es un reflejo de aquella valentía de la que habla. Los primeros 18 años de su vida los pasó en la capital de Risaralda, una ciudad más conservadora y, quizás, cerrada en asuntos relacionados con la identidad de género y la orientación sexual.

En todo ese tiempo, jamás salió con un hombre ni se preguntó nada relacionado el tema. “Yo en Pereira fui la persona más hetero que existía en el planeta, nunca tuve la intención, de pronto porque no era realmente un tema y nunca se me despertó la curiosidad. Hasta tuve novias”, relata.

Cuando ya vivía acá en Bogotá me bajé Tinder –aplicación de citas– y un amigo gay me escribió: “Te vi en Tinder, aquí estoy para lo que necesites”. Eso lo ayudó a sentirse respaldado, apoyado en la capital.

Su mamá lo apoyó desde el comienzo, su papá primero reaccionó como un “fosforito”. Le preocupaba, como a muchos papás de personas LGTBIQ+, que le pasara algo, que la sociedad no fuera buena con él. Incluso, le recomendó disimular, ocultar su orientación por un tiempo, hasta que llegara a la cima de su carrera laboral.

Pero Juan José no tomó su consejo, vivió y vive, desde entonces, como lo que es y como se siente. Y su historia, también es de orgullo.

“Yo no voy a estar con un hombre al que le parezca mal que sea bisexual”

maria paula

(Foto: Pablo David)

María Paula Rodríguez es de Yopal, Casanare. Tiene 27 años. Su familia no es solo del llano, también de Boyacá y del Valle del Cauca. Fue criada con valores tradicionales de los que se sacudió desde que comenzó a vivir sola y se independizó de su familia.

Hace menos de cinco años, María Paula se dio cuenta de que no solo le gustan los hombres, aunque casi todas sus relaciones afectivas han sido con ellos. A pesar de que se considera una persona “deconstruida”, cuando descubrió que le atraían las mujeres, sintió miedo. 

“Un día iba caminando y sencillamente me di cuenta, pues pensé ‘me atraen las mujeres, ¿qué es esto tan raro?’. Traté de experimentar, pero me daba miedo”, explica, caminando por una calle del norte de Bogotá. Un día, en una fiesta, conoció a una mujer que le encantó más allá de lo físico, pensó que podría relacionarse sentimentalmente con ella.

Su proceso de aceptación no fue tortuoso, pero sabía que, en algún momento, tendría que hablar con sus papás y explicarles: “Pensaba ‘qué pereza’, pero sentía mucha empatía al pensar en las personas que saben desde pequeñas que son diversas, porque si a mí a mi edad igual me daba miedo, no me imagino a otros. Igual me daba cosa, es algo que igual me hacía pensar ‘esto va a complicar mi vida’”.

Desde entonces, solo ha tenido un novio, con quien siempre pudo ser abierta sobre su sexualidad. Tiene muy claro algo: “Yo no voy a estar con un hombre al que le parezca mal que sea bisexual, es algo que voy a seguir buscando en mis parejas, que no lo vean como un problema”.

“Mis amigos me salvaron la vida, fueron muy importantes en darme cuenta de que se puede ser diferente”

manu

(Foto: Pablo David)

Manuela Roa es de Bogotá y tiene 31 años. Salió del clóset dos veces: la primera vez ocurrió cuando tenía 17 años, en un mes de diciembre. Abrió la puerta y volvió a cerrarla, asustada, por la reacción violenta de su familia, que la acusó hasta de dañarle la Navidad por la fecha en que escogió para contarles que era lesbiana. “Sí, es una etapa, sí, yo prefiero sobrevivir que enfrentarme a esto”, pensó en su momento.

Esta comunicadora social, dedicada al mundo de la publicidad, estudió en un colegio femenino en donde ser lesbiana no era una opción. Por eso, cuando a los 17 años contó su verdad, no tenía un referente o un respaldo claro que pudiera usar a su favor para mantenerse firme, a pesar de las críticas. Pero cuando entró a la universidad y encontró un grupo de amigos diversos, se dio cuenta de que podía ser diferente sin que la trataran como una paria, que su vida no tenía que mantenerse en la oscuridad.

 “Mis amigos me salvaron la vida, fueron muy importantes en darme cuenta de que se puede ser diferente”, cuenta Manuela. Les guarda un enorme cariño y gratitud.

Eso la motivó a salir del clóset por segunda vez. En esta ocasión, buscó una fecha en la que solo pudiera "afectar" su grado de la universidad, pero ningún otro día importante para los demás. Ya había aprendido de las recriminaciones del pasado y era más fuerte que antes. Como si no bastara con el peso de ser lesbiana en un mundo homofóbico, también sentía el peso de tener que cuidar de los demás.

La reacción inmediata de su mamá fue enviarla a ver a una psiquiatra, quien terminó siendo el soporte principal de Manuela para superar las dificultades de asumir su nueva identidad. Incluso, hizo que cambiara por completo la forma en que su mamá se lo tomó.

“Salir del clóset por segunda vez me dio una valentía enorme, precisamente porque yo digo 'si yo salí del clóset, puedo con esto’ y ‘si lo hice dos veces y me enfrenté a esto y sentí miedo y sentí angustia y me sentí sola, puedo con esto’ –reflexiona, sentada en la silla de un café–. Obviamente, me gustaría tener esa valentía como fruto de otra cosa, que no hubiera sido tan difícil ser valiente”.

 

“No es fácil asumirse políticamente gay, más allá de solo tener un gusto particular”

felipe

(Foto: Pablo David)

Felipe Sánchez tiene 30 años, es roquero y metalero, estudió literatura y no hace mucho tiempo comenzó a participar activamente en el movimiento LGTBIQ+. No se siente del todo cómodo en los espacios más visibles de la comunidad: los bares, las discotecas e incluso, las marchas, pues tiene ideas que lo mantienen, siempre, con un pie afuera.

Si bien reconozco la importancia, los referentes de toda la tradición de activismo, la literatura y el cine gay, y lo consumo, lo conozco y resueno con ello, sí siento que mi manera de habitarlo ha sido distinta”, cuenta.

Incluso, dice que no está de acuerdo con que las empresas utilicen la fecha del orgullo y la identidad LGTBIQ+ para pintarse con la bandera de arcoíris, ni que se convierta en un espacio de mercadeo.

“Se mueven muchas contradicciones en ese mundo. Soy activo políticamente y voy a la marcha, creo que es importante siempre promover los espacios para la disidencia, pero el capitalismo y las marcas pegándose a la marcha, me parece asqueroso”, anota Felipe.

Aun así, cree que todavía quedan muchos espacios por ganar para que las personas disidentes, diversas, que no son heterosexuales o cisgénero –una persona que se identifica con su sexo y género asignado al nacer– puedan tener una vida tranquila y alegre.

Su propia historia lo inspira a apoyar, siempre, la identidad LGTBIQ+ e incluso, a haber tomado un rol más político que en un principio.

Cuando se dio cuenta de que era homosexual, había salido de un colegio masculino y homofóbico. Primero, tuvo que reconocerse a sí mismo como gay y se enfrentó al rechazo y críticas de su mamá, quien hoy apoya las “luchas de las disidencias sexuales y de género”.

Sin la promoción de más espacios inclusivos, más personas permanecerán en la oscuridad, sin tener un referente claro de que pueden ser libres.

 

“Saber que mi papá es un lugar exageradamente seguro es muy lindo”

maria camila

(Foto: Pablo David)

María Camila tiene 26 años, bogotana y pansexual –se puede sentir atraída hacia cualquier individuo, sin importar su género– y está explorando la no binariedad. Prefiere el pronombre elle, porque desde hace años se cuestiona qué significa ser mujer y aún no ha llegado a una conclusión definitiva sobre si se siente como una.

En un país como Colombia, la diversidad sexual puede ser un peligro, como lo revelan varias de las historias plasmadas acá. La familia puede ser el principal obstáculo o el apoyo más importante para poder vivir en libertad.

El papá de María Camila, un hombre de 67 años es la persona que más le entiende y respalda en su proceso de autoconocimiento. Sin embargo, esto no siempre fue así: cuando ella salió del clóset por primera vez como lesbiana a los 14 años, su mamá reaccionó con agresión verbal y su papá le dijo que lo escondiera.

Ya era una persona independiente, no vivía con su familia, y decidió contarle a su papá, una vez más, que no era heterosexual. En ese entonces, se identificaba como una mujer bisexual y su papá reaccionó diferente a la primera vez, con tranquilidad.

Fuimos al psicólogo juntos y yo le dije que me había dolido mucho que no me respaldara la primera vez que salí del clóset –recuerda ella–. Él me contó que había tenido una experiencia de chiquito, que lo habían molestado y dicho marica porque tenía un amigo muy cercano, y él no quería que a mí me pasara eso. Me dijo que eso lo traumatizó mucho”.

Después de hablarlo y de ir juntos a terapia, María Camila empezó a sentirse más cómoda de hablar de estos asuntos con él. A pocos días del pride de 2024, sabe que ya no se identifica como la primera vez está explorando, y su papá es su gran soporte.

“Me dice, ‘a mí no me importa con quién estés, yo solo quiero que estés con alguien que te ame’. Le importa también cómo se identifican mis amigues, me dice que quiere tratarles con respeto”, cuenta María Camila.

 

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