Pactos de élites y conversaciones entre caballeros: una modalidad de la democracia colombiana
10 Noviembre 2024 06:11 am

Pactos de élites y conversaciones entre caballeros: una modalidad de la democracia colombiana

Jorge Orlando Melo muestra cómo, a través de la historia del país, los dirigentes de los principales partidos políticos, con el apoyo de empresarios y propietarios, han hecho acuerdos de conveniencia para mantener el establecimiento.

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El 27 de noviembre de 1900, el general liberal Rafael Uribe Uribe abandonó a Corozal y lo dejó en manos del dirigente conservador, el general Pedro Nel Ospina. Pero antes recomendó a sus gentes: “Tengo la seguridad de que los dejo bajo la protección de un caballero y de un cristiano”, dijo.

Después, en octubre de 1949, rotas las negociaciones entre liberales y conservadores, el jefe liberal Carlos Lleras Restrepo aseguró que no mencionaba más testimonios sobre aquellos últimos, “porque quiero ser leal a la reserva que se convino mantener en una conversación de caballeros”. 

Las dos frases de estos dirigentes muestran cómo, con frecuencia y pese al ambiente de enfrentamiento político y de violencia verbal que a veces se imponía entre los jefes de los dos partidos de Colombia, ellos mantenían entre sí relaciones cordiales: se insultaban en el Congreso, pero se saludaban en la calle y los cafés. O después de amenazarse de muerte en un discurso, en el Parlamento o en la radio o en la prensa, se abrazaban en los comedores de las familias elegantes, o de los clubes sociales como el Jockey, en Bogotá, o el Unión, en Medellín. 

Pese al ambiente de enfrentamiento político y de violencia verbal que a veces se imponía entre los jefes de los dos partidos de Colombia, ellos mantenían entre sí relaciones cordiales: se insultaban en el Congreso y se saludaban en la calle y los cafés

Y prueba cómo –los casos pueden buscarse desde la Independencia en adelante– las elites colombianas convivieron y siguieron entre ellas un trato de buenas maneras a pesar de todos los enfrentamientos políticos y armados y de los conflictos de intereses.

Así, los mineros, comerciantes y agricultores, aunque tenían a veces intereses muy opuestos, mantenían usualmente inversiones en todos los campos, y esto hacía que entendieran la lógica de sus contradictores. Los políticos liberales y conservadores, aunque escribían con violencia y pasión en sus periódicos, o leían con emoción sus discursos en la radio, acababan confiando en que el triunfo electoral de unos no representaría la catástrofe para los dirigentes del partido opuesto, aunque ello pudiera generar violencia, desempleo o falta de protección en las zonas rurales entre los caciques y los agentes de segundo rango. Esta contraposición entre la hostilidad y la paz, entre la convivencia y la violencia, que se expresaba en buena parte en la diferencia entre la política urbana, casi siempre civilizada y calmada –aunque fraudulenta–, y la política rural y popular, marcó la acción proselitista de los líderes que estuvieron siempre dispuestos a pactar entre ellos, al menos en Bogotá y Medellín. 

En 1973, establecido el Frente Nacional, los investigadores norteamericanos, que veían con algo de sorpresa el contraste entre la alianza de Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez y las violencias de grupos guerrilleros liberales y conservadores (los ‘pájaros’), empezaron a destacar esta tradición. Entre los primeros que lo hicieron estuvieron Alexander Wilde, que lo hizo en su texto Conversaciones de caballeros: la quiebra de la democracia en Colombia, leído en una conferencia en Yale en 1973 y publicado en 1988 en la colección –de Juan J. Linz y Alfred Stepan– The Breakdown of Democratic Regimes. Este artículo hizo parte, en 1980, del libro editado por Wilde, Solaún y otros, Politics of Compromise: Coalition Government in Colombia, y finalmente apareció en español en abril de 1982. 

Por su parte, Jonathan Hartlyn, presentó, en 1981, en Columbia, su tesis de doctorado Consociational Politics in Colombia: Confrontation and Accommodation in Comparative Perspective, una síntesis de la cual había publicado en inglés, en 1987, en The politics of Coalition Rule in Colombia (1984). Hartlyn había usado estos argumentos en su análisis de la transición entre el régimen militar y el Frente Nacional (Military governments and the transition to Civilian Rule: the Colombian experience of 1957-58, JIASWA, vol 26, 1984), basado en su tesis de doctorado. Ambos hablaban de “democracia consociacional”, un término puesto de moda por A. Lipjardt en 1968 para referirse a las democracias limitadas por acuerdos entre elites para controlar, a pesar de la existencia de enfrentamientos radicales entre ellas, y de los riesgos de movilizaciones populares. Ambos tenían en cuenta a los políticos colombianos que se habían referido a este “partido de los patriotas”, como lo llamó Lleras Camargo en noviembre de 1949. Wilde mencionó los acuerdos de 1909, pero se concentró en la crisis de 1948 y 1949: en la ‘ruptura’ de la democracia, que atribuía a factores de mecánica política, más que ideológicos o clasistas.

Hartlyn, cuyo libro La Política del Régimen de Coalición fue publicado en Bogotá en 1988 –y tuvo una reseña casi inmediata de Medófilo Medina, en Análisis Político–, se refirió sobre todo a la experiencia del Frente Nacional, en especial entre 1956 y 1958 y hasta 1974. Pero la tradición colombiana tenía muchos casos y ejemplos más, y en este artículo trato de ampliar la mirada señalando momentos de acuerdo como el de los liberales santanderistas y los conservadores legalistas en 1829-31, el de la alianza contra el general Melo en 1854, y el del enfrentamiento de las elites contra Mosquera en 1878. A diferencia de la interpretación usual (aunque Wilde lo menciona en una nota), considero el Pacto de la Regeneración como un intento de acuerdo de elites, encabezado por Rafael Núñez, en el que liberales y conservadores trataron, con dificultades y conflictos armados que sólo se resolvieron hacia 1910, de ponerse de acuerdo. 

Así pues, en varias ocasiones de la historia de Colombia los grupos dirigentes de los dos principales partidos políticos se unieron, con el apoyo de las élites económicas, de empresarios y propietarios, para establecer un acuerdo que evitara los peligros del enfrentamiento radical entre ellos. En general, esto ocurrió cuando había riesgos de violencia y movilización popular, y los sectores dominantes de ambos partidos se preocupaban por la agitación del pueblo. La primera vez fue en 1827 y 1828, cuando Santander y sus amigos frenaron los esfuerzos de Simón Bolívar de establecer un gobierno dictatorial, debilitaron la Convención de Ocaña y llevaron, en 1831, al enfrentamiento entre los ejércitos neogranadinos y los ejércitos de composición más venezolana dirigidos por Rafael Urdaneta, así como al establecimiento de la República de la Nueva Granada en 1832, con el apoyo de liberales neogranadinos como Santander, José Hilario López y José María Obando y de conservadores como Tomás Cipriano de Mosquera o José Ignacio de Márquez.

El pacto contra el general Melo

Desde 1845 existió un consenso que liberales y conservadores, políticos y empresarios promovían bajo la dirección del gran propietario del Cauca Tomás Cipriano de Mosquera, que era presidente. Su gobierno buscaba el progreso del país mediante el impulso al comercio exterior y la reforma de las instituciones coloniales y liberales y conservadores se unieron para promover el libre comercio, el libre cambio, la separación de la Iglesia y el Estado, el registro estatal de matrimonios y nacimientos, la libertad de enseñanza y la emancipación de los esclavos. Sin embargo, los sectores más tradicionalistas y religiosos del conservatismo se oponían a estos proyectos, sobre todo a los que afectaran el poder de la Iglesia en la educación y la fortaleza del régimen social tradicional, y la subordinación del pueblo a la ‘gente bien’ y a los propietarios y educados. La emancipación de los esclavos, en 1851, provocó una breve guerra civil y un aumento de los conflictos armados entre ambos partidos. Los jóvenes liberales impulsaron la organización de ‘sociedades democráticas’ que estimulaban la agitación popular y, en 1853, en el gobierno liberal de José María Obando, se aprobó una nueva Constitución, con voto universal masculino y gran autonomía provincial. Los artesanos, afectados por el libre comercio, apoyados por jóvenes liberales radicales influidos por las movilizaciones populares europeas del momento, trataron de que se estableciera la protección aduanera a su trabajo y lograron que los militares se tomaran el poder, en 1854. El dictador, general José María Melo, aprobó algunas medidas proteccionistas, mientras crecía el clima de enfrentamiento entre el ‘pueblo’ y la ‘gente bien’ (los de ruana y los de casaca), que se daban golpes en las ciudades. 

Los dirigentes de ambos partidos, los ‘civilistas’, con apenas el rechazo de algunos ideólogos jóvenes del liberalismo, se unieron en 1854 para formar una alianza militar, un pacto de élites políticas, económicas y sociales, que en pocos meses derrotó a Melo, acabó con el lenguaje ‘comunista’ de los dirigentes populares e impulsó la reforma constitucional federalista de 1856, que dejó a cada región con el derecho a establecer su propio gobierno. El poder de los de casaca se confirmó. 

Los pactos contra Mosquera y por el federalismo

El nuevo gobierno, entonces, fue dirigido por el conservador Mariano Ospina Rodríguez. Después, el dirigente caucano Tomás Cipriano de Mosquera, perteneciente a una de las familias más poderosas de la región de Popayán, encabezó una revolución que triunfó y confirmó el establecimiento del federalismo en 1863. Este ordenamiento fue consagrado en la Constitución de Rionegro, en la que los dirigentes civilistas, que representaban los sectores más radicales del liberalismo, escribieron una serie de reglas para impedir que el presidente, en quien no confiaban, tuviera mucho poder. Estas reglas definieron el federalismo, entre 1863 y 1880, e hicieron que se alternaran varios momentos de conflicto y de consenso y pactos.

Así, en 1864 triunfó una revolución conservadora en Antioquia, y los radicales liberales la aceptaron, como aceptaron también el dominio conservador en el Tolima. Se creó una alianza fuerte entre conservadores y radicales, los cuales mantuvieron vigente el federalismo y juzgaron a Mosquera en 1867 para frenar sus esfuerzos de ampliar su poder. Finalmente, Mosquera, que cerró el Congreso en abril de ese año, fue derrocado en mayo por el pacto radical-conservador y salió del país, indultado. Este pacto entre conservadores y liberales moderados (los draconianos) se mantuvo vigente en los años siguientes, y sirvió para que, en 1878, después de la guerra civil de las escuelas, se adoptara la candidatura, con apoyo conservador, de Julián Trujillo, el cual llevó a la alianza bipartidista de 1880 que impulsó el gobierno de Núñez y el establecimiento de la Regeneración, a partir de 1886. Ella estaba basada en los acuerdos encabezados por el conservador Miguel Antonio Caro y el liberal Rafael Núñez y en la idea de que había que confirmar un orden social basado en el predominio de los dueños de la tierra y de los comerciantes, guiado por las ideas eternas de la Iglesia. 

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Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria.

Este acuerdo es esencial para entender la política colombiana de fines del siglo XIX. Los sectores empresariales más fuertes de ambos partidos, propietarios de tierra, exportadores y comerciantes, apoyaron la transacción regeneradora y el abandono del radicalismo: un gran pacto político que unió a los conservadores, representados ante todo por Caro, Marroquín y Suárez, y a los liberales, encarnados por Núñez, José María Samper y otros. Esta alianza, en una asamblea elegida desde arriba y conformada en forma paritaria (por un liberal nuñista y un conservador de cada estado), escribió la Constitución de 1886 que rigió en Colombia por más de 100 años, hasta 1991, y que sirvió de marco para guerras civiles y para varios acuerdos entre liberales y conservadores, que aprobaron varias reformas legales entre 1905 y 1910. 

La concordia nacional y la Unión Republicana

En 1905 fue elegido presidente el conservador Rafael Reyes, quien, al llegar al poder, nombró ministros de ambos partidos y trató de establecer un pacto llamado ‘la concordia nacional’. La oposición conservadora más radical, que desde 1887 se había enfrentado a los liberales y a los conservadores ‘históricos’, rechazó este pacto con firmeza y el presidente cerró el Congreso, persiguió a los conservadores más radicales y convocó a una Asamblea Constituyente, bipartidista, que dio respaldo total al presidente. Los problemas para aprobar los tratados con Estados Unidos, en los que se reconocía la independencia de Panamá, llevaron a una nueva crisis que se resolvió en 1909 y 1910, con el establecimiento de la Unión Republicana, el exilio de Reyes y el nombramiento de Carlos E. Restrepo –un conservador transaccional antioqueño partidario del pacto entre las élites– como presidente. 

El nuevo mandatario gobernó con apoyo de liberales y conservadores, y sobre la base de una nueva reforma constitucional, aprobada en 1909 y 1910, que garantizó que en los congresos y cuerpos elegidos habría siempre representación de las minorías, eliminó la pena de muerte, descentralizó el poder político y dio alguna independencia al poder judicial.

Los esfuerzos de usar la Constitución como garantía de un consenso básico llevaron a que los dos partidos aplicaran esas normas, y mantuvieran una estrategia de acuerdo basado en el apoyo al desarrollo económico. Se buscaba promover la economía empresarial, una agricultura de exportación, la protección de la industria nacional, así como la adopción de algunas políticas de ayuda social y avance para obreros y campesinos como la educación universal y el reconocimiento de un mínimo de derechos sindicales y laborales. Eso, siempre dentro de reglas muy severas de control presupuestal, impuestas por consenso desde 1923, al establecerse el Banco de la República, y que llevaron a un manejo prudente de las crisis financieras y presupuestales. 

Estos esfuerzos produjeron una paz básica, de 1910 a 1948, interrumpida por ocasionales conflictos y momentos de violencia regional entre los dos partidos, especialmente en 1930 y 1946, por el cambio de partido en el poder y los riesgos de que se estableciera el predominio de uno solo de ellos. En 1930 y en 1946, los partidos minoritarios, ante la división del que estaba en el poder, ganaron las elecciones tras anunciar que gobernarían de acuerdo con el partido perdedor (la Concentración Nacional y la Unión Nacional fueron los nombres de estos gobiernos) y los perdedores entregaron el poder sin mayores dificultades, lo que fue visto como prueba del triunfo de las instituciones y valores democráticos en el país. 

A pesar de estos acuerdos, liberales y conservadores se enfrentaron entre 1930 y 1946, sobre todo por razones ideológicas, religiosas y educativas, y por la acogida a la movilización popular que los liberales veían con simpatía y los conservadores como una señal del auge de ideas comunistas, masónicas y anticristianas. Pero todos los dirigentes compartían en esencia las líneas del desarrollo económico deseable, así como la conveniencia de brindar servicios mínimos sociales (de salud y educación) a la población. Aunque el enfrentamiento fue violento, y condujo a la ‘cuasiguerra’ entre los partidos de 1948 a 1958, Colombia se desarrolló y se convirtió en una nación con un sector industrial fuerte, organizado en la asociación gremial de la Andi, con una producción cafetera de exportación, coordinada por Fedecafé, y con un comercio internacional creciente, cuyos representantes se agremiaron en Fenalco. En estos años se consolidó la estrategia de usar el ‘estado de sitio’ para enfrentar los momentos de turbulencia: cuando el pueblo se agitaba, los empresarios y dirigentes de ambos partidos aceptaban que el presidente declarara la emergencia y gobernara al país como si estuviera en guerra.
Mientras tanto, los partidos tendían a usar la ‘abstención’ como una amenaza fundamental, la de deslegitimar al enemigo, y esa fue la que se utilizó en 1949, cuando los liberales no participaron en la elección que dio el poder a Gómez y dejaron pasar, por lo que parece, una oportunidad de establecer un pacto de paz como el que finalmente se aprobó siete años después, al crearse el Frente Nacional. 

La dictadura de Rojas

Las dificultades para frenar la violencia en 1950-53, el auge de las movilizaciones populares liberales y del sindicalismo de ambos partidos, y los esfuerzos del dirigente conservador Laureano Gómez para establecer una Constitución de corte falangista, hicieron que en 1953 el general Gustavo Rojas Pinilla diera un golpe militar que pretendió tener el respaldo de ambos partidos, aunque sólo lo tenía entre los conservadores transaccionales opuestos a Gómez, y que ofreció amnistías a los grupos guerrilleros liberales. 

Pero pronto, sus políticas económicas y sociales y la sensación de que buscaba prolongar su poder apoyándose en la movilización popular, hizo que sus soportes conservadores ligados al sector empresarial (el ospinismo) se perdieran: los dirigentes políticos y al mismo tiempo los empresarios lo abandonaron y, en 1956-57, los dos principales dirigentes del liberalismo y el conservatismo, Alberto Lleras y Laureano Gómez, firmaron varios pactos, como el Benidorm de 1956 y el de Sitges de 1957. Al final, el acuerdo de ambos partidos, con el apoyo de los sindicatos obreros y de los dirigentes empresariales de Andi, Fedecafé y Fenalco, llevó a la caída de Rojas Pinilla en 1957. Los pactos entre los dirigentes se llevaron a la Constitución, con un plebiscito en diciembre de ese año aprobado por el 95% de la población: a partir de entonces y hasta 1974, la mitad de los cargos electivos y administrativos iría a cada partido, en un régimen llamado del Frente Nacional, que sólo cesó de verdad cuando, en 1991, la voluntad de los dirigentes de ambos partidos, en el marco de una negociación con las guerrillas y en especial el M-19, llevó a un nuevo pacto: la Constitución de 1991. 

El Frente Nacional fue el acuerdo que hizo ver a los analistas la existencia de una fuerte tendencia en la sociedad colombiana a la alianza de los empresarios, buscando ante todo garantizar una paz más real, en un país en el que desde la Independencia había sido difícil establecer un sistema democrático pacífico, y en el que la competencia política se hiciera, como lo decían las constituciones, por medios electorales. De algún modo, esto había sido incorporado a la vida política y todo cambio de poder debía estar respaldado en resultados en las urnas. Había una conciencia fuerte de que el régimen era una democracia limitada, una democracia oligárquica, pero la mayoría estaban de acuerdo en que era mejor arreglar los problemas usando las normas legales y constitucionales y los resultados electorales. Pero mientras se mantenía un respeto formal muy alto de los procedimientos legales y judiciales, y mientras en las capitales los dirigentes de ambos partidos se trataban con elegancia de caballeros, en los campos y en los pequeños poblados la violencia se desataba con facilidad. Ello, porque el sistema se basaba en el mantenimiento de un orden social represivo, que recibía el apoyo de la población por razones emocionales (la identificación con la historia vivida y sufrida de un partido) y en la existencia de un sistema de distribución de beneficios, empleos y favores que daba el poder a los miembros de las redes políticas de ambos partidos, con vínculos a las familias tradicionales y a las empresas, y acceso al Congreso y al presupuesto público. 

Las relaciones difíciles entre elites y masas y las tensiones internas por el conflicto entre diversas visiones del desarrollo (café o industria, centralismo o descentralización), que habían llevado a un clima de enfrentamiento armado rural, hicieron difíciles los acuerdos, sobre todo por la tentación de los liberales de movilizar a su favor a los sectores populares cada vez más descontentos con el orden económico. Por eso, el pacto de 1957, que trataba de enfrentar una ruptura real de la democracia, y no una simple amenaza de que se iba a desmoronar, como los de 1909, 1930 o 1949, fue radical: durante 16 años, los dos partidos se repartirían en forma exclusiva el poder, y el Congreso y todos los órganos electivos y de gobierno serían paritarios. 

El objetivo de reducir el enfrentamiento de liberales y conservadores, que no representaba, en la visión de Wilde, una ruptura ideológica o un choque de intereses socioeconómicos, se logró. Y el país entró en una nueva fase del conflicto, marcada ante todo por la contraposición entre el modelo de desarrollo capitalista convertido en la meta del gobierno y la falta de apoyo popular a este modelo. Los grupos populares, que perdieron la identificación política basada en la contraposición entre liberales y conservadores, empezaron a abandonar su fidelidad al bipartidismo y apoyaron electoralmente a grupos disidentes como el MRL y la Anapo, mientras que en las regiones campesinas, donde el conflicto entre propietarios y campesinos era fuerte, nuevos grupos armados, influidos por la revolución cubana y la teoría marxista de la revolución, organizaron guerrillas armadas y pretendían tomar el poder, combinando las formas de lucha legales y las armadas. 

Por otra parte, en el sector dominante, empresarial y político, las visiones parciales de las elites (desarrollo económico industrial, políticas apoyadas en mecanismos de planeación definidas en gran parte por el acuerdo entre las nuevas elites de economistas jóvenes, la tecnocracia, y los viejos abogados de los partidos) y la dificultad para coordinar los metas parciales de los grupos dominantes, llevaron a una política cada vez más autónoma. En ella, nuevos grupos de organizadores lograron, mediante el acceso a recursos estatales como los ‘auxilios parlamentarios’, reemplazar la perdida fidelidad ideológica de las masas por una mecánica clientelista y corrupta, que utilizaba los recursos estatales para apoyar pequeñas obras de interés local y trataba de obtener apoyo de los descontentos de toda clase prometiendo eliminar la corrupción y la violencia. 

Para mantener el apoyo popular, los gobiernos intentaron promover algunas políticas sociales como la reforma agraria, que terminó frenada desde 1971 por el acuerdo empresarial que favorecía el desarrollo empresarial del campo y el impulso a la transformación urbana masiva, con base en sistemas de crédito amplios a sectores populares (vivienda de interés social y créditos con dinero de valor constante, UPAC).

En general, el apoyo popular al Frente Nacional, que comenzó siendo casi unánime, se debilitó con rapidez. Así, el país vivió una política que enfrentaba los planteamientos ‘moderados’ y ‘razonables’ de los gobiernos, con la gestión inflacionaria y deficitaria del presupuesto y las propuestas más radicales de los políticos y, sobre todo, de nuevas organizaciones influidas por el ejemplo cubano y por ideologías radicales que atraían a los grupos estudiantiles, que proponían un cambio radical del modelo social y excluidas por las reglas del Frente Nacional de todo acceso al poder buscaban lograrlo con base en la lucha armada de guerrillas. Ya para 1970, cuando se acercaba el fin legal del Frente, la población rechazaba las políticas económicas, pero seguía votando por políticos locales que promovían el desarrollo regional, las vías de comunicación, y la gestión de propuestas de la población local. Ese año, el candidato oficial, Misael Pastrana, casi pierde frente a un aspirante que representaba el rechazo al Frente Nacional, apoyado por el general Gustavo Rojas Pinilla. Pero a pesar de que Pastrana fue visto por algunos días como elegido por el fraude, pronto el país lo trató como si fuera el presidente legítimo, y desde entonces, los gobiernos elegidos por el pacto ‘frentenacionalista’ fueron vistos como legítimos por el país. 
En el contexto poco dinámico de una prolongación de hecho del Frente Nacional, surgieron nuevas alternativas económicas como el auge de la droga, que convirtió a Colombia en uno de los principales proveedores mundiales de coca y cocaína, y permitió el desarrollo de una nueva elite empresarial que, en 1979-80, llevó el país a lo que muchos vieron como el colapso parcial del Estado. Desde 1978, cuando se aprobó un estatuto de seguridad, el dominio de los políticos y de las elites se basó en parte en la represión militar, el auge de los paramilitares y el crecimiento acelerado del clientelismo. Así, las guerrillas crecieron, creció el narcotráfico, y el Estado decidió negociar con los guerrilleros: una nueva manera de poner en acción el pacto de las elites. 

El pacto constitucional de 1991

Un nuevo esfuerzo de pacto se realizó en 1989-90, con base en las negociaciones que desde 1981 se habían desarrollado con los grupos armados: el gobierno liberal de Virgilio Barco (que seguía contando con el apoyo de las elites y de dirigentes empresariales de ambos partidos) firmó la paz con el grupo guerrillero M-19 y convocó, mediante difíciles acuerdos con dirigentes políticos y gremiales, como el pacto de agosto de 1990 entre los principales candidatos a presidentes (un liberal, un conservador radical, un reformista social y un conservador pragmático: César Gaviria, Álvaro Gómez H., Antonio Navarro W. y Rodrigo Lloreda) a una Asamblea Constituyente, que en 1991 expidió una nueva Constitución. Esta trató de superar las dificultades del Frente Nacional y recuperar su apoyo popular al promover el desarrollo de partidos políticos diferentes al liberalismo y al conservatismo (y para estimularlos se estableció una circunscripción nacional en la elección del Senado) y buscar la protección de los derechos políticos de los enemigos del sistema (con una política de derechos humanos amplia, que incluía derechos sociales, con mecanismos de protección como una Defensoría del Pueblo, una Corte Constitucional muy poderosa y el mecanismo de tutela). 

Los gobernantes reconocían que era necesario modificar la democracia, para dar alguna influencia a los grupos populares que el pacto de 1957 había bloqueado. Aunque hicieron concesiones notables, como el reconocimiento del carácter multicultural del país y el de derechos a indígenas y afrocolombianos, así como una fuerte descentralización, que hizo electivos los cargos de gobernador y alcalde, las soluciones no funcionaron. La descentralización administrativa, que permitió girar recursos tributarios y de regalías del gobierno central a los locales, fortaleció el clientelismo. El vínculo emocional entre el votante y su partido se reemplazó por una transacción pragmática entre el elector y los políticos, que actuaban como intermediarios para gestionar recursos y hacer obras de interés local, o pagaban directamente a los votantes por sus votos. 

De este modo, el pacto constitucional de 1991, que reemplazó al pacto de elites de 1957, tampoco resultó eficiente. Poco a poco, el descontento de la población se fue manifestando en el rechazo a los partidos, en la elección de grupos locales empeñados en combatir –sin muchos recursos– la corrupción y en el desarrollo de una política basada en redes de acceso al presupuesto nacional. Esta política respetó muchas de las reglas usuales básicas para el funcionamiento de la democracia, como la separación de poderes, la independencia (relativa) del sistema judicial, y la existencia de derechos democráticos de organización reconocidos legalmente (pero combatidos de hecho por grupos armados). Pero era incapaz de enfrentar los problemas de fondo de desigualdad social y regional, la pérdida de poder de los partidos políticos y la falta de mecanismos para balancear las elites y gremios con organizaciones de poder popular, así como de frenar la extensión masiva de la corrupción, el clientelismo y la violencia como factores de poder político. Así, estos pactos permitieron mantener no sólo un régimen legalista que enfrentó con éxito una guerrilla poderosa, sino una democracia en Colombia que, al contrario, desaparecía en muchos países vecinos. Pero era una democracia cada vez más adjetivada: “incompleta”, “parcial”, “engañosa”, “limitada”, “asediada#, etc. 

La paz con las guerrillas: el nuevo pacto del siglo XXI

A partir de la crisis del proyecto guerrillero, se desarrolló el pacto de paz de 2016. Las Farc abandonaron la idea de llegar al poder por las armas y pactaron con el Estado un proceso de cambios que daría oportunidades para desarrollar el poder popular. Aunque este pacto de 2016 no fue aprobado en el plebiscito popular que se convocó y esto frenó en algo su avance, es evidente que ya no existen en Colombia condiciones políticas ni apoyo para la lucha guerrillera, aunque subsisten la violencia que busca el control de las zonas donde se cultiva y procesa la coca, y donde se financian los grupos ilegales vinculados con esta operación. Ante la crisis de los proyectos guerrilleros, y el rechazo popular a ellos, los grupos radicales buscaron el respaldo electoral y democrático de la población y en 2022 lograron elegir a un exguerrillero, Gustavo Petro, como presidente, con un programa difuso de igualdad social y economía respetuosa del medio ambiente. 

El eje de este programa es el logro de la ‘paz total’, que busca acuerdos con los diferentes grupos armados que sobreviven y modificar las condiciones sociales de la población mediante la extensión a todos los colombianos de los derechos de salud, trabajo, educación y pensión, y el estímulo a la organización y lucha de los grupos minoritarios, afectados por exclusiones étnicas o de género o por su condición laboral. En este contexto, marcado todavía por el deseo de acuerdos entre las elites, el Gobierno actual y sus opositores tratan de definir las condiciones para un nuevo tipo de acuerdo que vaya más lejos que los de la historia del país. Uno en el que no se alíen las elites con los políticos para frenar la movilización popular, sino que las masas, al expresar sus necesidades profundas, logren un acuerdo con las elites y los dirigentes políticos para establecer un nuevo pacto que permita el funcionamiento de la democracia y le dé eficacia para responder los problemas sociales y económicos (pobreza y desigualdad, sobre todo) que enfrenta hoy. 

La idea es, reemplazar el pacto de elites por un pacto nacional, que garantice el mantenimiento de un sistema económico liberal y al mismo tiempo otorgue poder a los sectores populares, que buscarían un orden económico respetuoso del medio ambiente y sometido a obligaciones y compromisos sociales muy fuertes. 

Las posibilidades de pacto en 2024 

Así, el presidente escogido en 2022 ha planteado la conveniencia de un nuevo pacto nacional, pero este no es fácil. Para ello haría falta un cambio del panorama político en el que las opiniones se agrupen en un partido ‘progresista’, de corte social-demócrata, y una alianza tradicional que valore ante todo el mantenimiento de un sistema económico liberal basado en la búsqueda de la ganancia privada y que requiere, sobre todo, mantener la ortodoxia colombiana con su rechazo a impuestos altos y a la gestión directa de las empresas por el Estado, y con un sistema judicial predecible.

Estas dos vertientes podrían formar un pacto en un marco de reglas de juego definidas que pueden dar garantía temporal adecuada para las primeras fases del proyecto reformista si logran frenarse los intentos más convencionales de crear una economía estatal y los esfuerzos por amarrar legalmente a los reformistas, con la detención del presidente y su sanción. 

Esto supondría que, en vez de un pacto de elites tradicional que definiría la forma como se someterá la población a un consenso elitista, haya un pacto nacional que abrirá el camino para el avance popular. Hay aparentemente dos exigencias de fondo para que esto sea viable: que los partidarios del cambio social se mantengan dentro de un proyecto social-demócrata que respete la autonomía de la empresa privada y la esencia del modelo económico liberal, basado en la búsqueda de ganancias por parte de los agentes económicos, y, por otro lado, que los gremios y empresarios acepten un régimen en el que el Estado, sin controlarla ni apropiarse de ella, someta a la empresa privada a un sistema amplio de reglamentaciones y regulaciones, convenidas cuidadosamente entre gremios y Estado. 

Un nuevo estilo de pacto, distinto al del Frente Nacional, que podría funcionar si se cumplen condiciones complejas y difíciles, pues requiere que el partido reformista encabezado por el presidente, y el mundo empresarial que sospecha de sus intenciones, encuentren un campo de acuerdo. Esto requeriría, repito, el respeto a los sistemas judiciales y constitucionales vigentes: mientras el presidente parece empeñado en liberarse de controles legales suponiendo que lo que buscan los que no lo siguen es darle un golpe, sus enemigos se empeñan en usar, contra él, los recursos legales existentes forzando su lógica. 

El nuevo pacto requeriría que los grupos empresariales que han encabezado el clima de desconfianza hacia Gustavo Petro aceptaran su propuesta de un capitalismo muy regulado, lo que parece difícil, dada la poca definición de objetivos y mecanismos financieros y presupuestales en la visión del presidente. Precisar las reglas de esa regulación sin que afecten la capacidad y la iniciativa de las empresas parece algo endiablado. El Gobierno parece poner gran parte de sus esperanzas en el desarrollo de políticas igualitarias basadas en la consolidación y extensión de los tipos de subsidio existentes a los sectores más pobres e informales. En teoría, es posible dar ingresos adicionales a estos grupos, y lograr su movilización y su apoyo, sin desencadenar la inflación, y puede pensarse en mecanismos afines a los que permitieron la modernización de las ciudades de 1970 a 1990 (fondos de origen público orientados a respaldar la inversión campesina, la compra de tierras y el aumento de la producción) así como el estímulo, con formas reguladas de inversión, a líneas de producción respetuosas del medio ambiente y atentas al uso de las tecnologías más innovadoras.

Pero es difícil pensar en cómo financiar esto sin apelar a emisiones monetarias, y cómo se lograría que la demanda creada por la ampliación de los ingresos populares se oriente a la nueva producción. Por eso, aunque un nuevo pacto social parece deseable, es probable que las desconfianzas entre el Pacto Histórico y los gremios llevarán a estrategias contrapuestas, al menos durante unos años, que producirán un electorado que oscilará cada cuatro años entre una estrategia social y medio ambiental y una centrada en la preocupación de los grupos altos por la corrupción y la seguridad urbana y por el mantenimiento del sistema liberal capitalista. 

Sin un nuevo pacto, las elecciones de 2026 serán claves, y en ellas pueden enfrentarse los defensores de la seguridad y el orden orientados por Álvaro Uribe Vélez, con un gobierno que no logrará atraer a los dirigentes políticos de los dos partidos tradicionales ni a la gran masa de votantes, todavía poco organizada. En este caso, la elección de 2026 puede derrotar el proyecto oficial de reducir las desigualdades sociales y encontrar al mismo tiempo un camino de desarrollo industrial respetuoso del medio ambiente. Y esa derrota y la elección de un gobierno autoritario, pueden llevar a nuevas tensiones que hagan difícil conservar el tradicional respeto por las reglas que ha definido la política colombiana. 
 

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