El anuncio de que el Gobierno prepara una nueva reforma tributaria no me dejaba dormir: me despertaba sobresaltado en la madrugada, en medio de sudoraciones, mientras imaginaba lo peor. Que, a pesar de que lo prometía en mármol el ministro Bonillita, al final la reforma incluía el impuesto del 5 x 1.000 por culpa de un infiltrado funcionario del uribismo que colaba incisos de contrabando. O que, contrario a las promesas de campaña, la reforma aumentaba el precio de la gasolina, el diésel y los peajes.
—Es imposible ganarse un peso en este país: todo se lo lleva el Estado —me quejé ante mi esposa.
—¿Puedes subir el volumen? —me dijo con evasivas mientras ponía The Crown, la serie que estamos viendo con la ilusión de que al final aparezca Francia Márquez.
A diferencia de lo que mi propia esposa hace en el lecho nupcial, no he pensado en evadir. De ninguna manera. No es mi estilo. Jamás me observarán cargando fajos de billetes, porque esos hábitos traen sus problemas: lo puede decir Nicolás. Lo puede decir el papá de Nicolás, que empacaba dinero en bolsas de basura. Lo puede decir el mismo Roy Barreras, pobre, que alguna vez olvidó un maletín cargado de efectivo en el Hotel de la Ópera: para que después no digan que en el Gobierno nadie es efectivo.
También lo puede decir Laurita Sarabia: ya me veía a mí mismo metiendo uno a uno el producido de mis negocios dentro de un maletín negro que súbitamente desaparece en la casa. Como toda persona de bien, no tendría más opción que encerrar a la empleada en un sótano y someterla a un polígrafo hasta que la plata apareciera.
Y, sin embargo, comprendo las necesidades financieras con que el Gobierno del Cambio pretende garantizar sus inversiones sociales: conseguir fondos suficientes para la reforma agraria, siquiera para mandar a Classic la guayabera blanca del presidente Berto, con lo que vale una lavada de Classic. Fondos para comprar nuevos carrotanques de agua; para invitar a los duques de Sussex, esta vez a las fiestas de diciembre en Cartagena, bajo la guía de siempre de su anfitriona oficial, la vicepresidenta. Vicepresidenta que, dicho sea de paso, esta semana no presentó el presupuesto ante el Congreso porque le rebotó el correo:
—Dos veces lo mandamos y rebotó, eso ya no es problema mío —dijo, molesta, ante este nuevo golpe blando producido por el técnico de sistemas del ministerio.
Pero, a pesar de mi naturaleza comprensiva y conciliadora, la situación financiera de la casa no resulta sencilla. Dentro de poco mis hijas entrarán a la universidad, y una reforma tributaria hará que nos sintamos como el príncipe Harry después de bailar salsa en Cali: completamente ahogados.
En uno de aquellos desvelos repasé las redes sociales y encontré un luminoso trino de Gustavo Bolívar en el que defendía a los influenciadores petristas, a los que el Gobierno montó en la nómina estatal con tremendos contratos que suman, hasta ahora, 662 millones. No en vano se necesita una reforma tributaria. Para poder financiar a un tal Celso Tete Crespo, a una tal Lalis. A Wally. Y demás activistas digitales.
“Duque contrató bodegas y la prensa callada: ¿por qué todo lo que hacemos es criticable pero cuando la derecha lo ha hecho la prensa guarda silencio?”, escribió, sentido, Bolívar. Y tiene razón: ni que fueran el Gobierno del Cambio. Luego remató con este anuncio: “no tengo ningún influencer contratado, pero pronto lo haré”.
Y por eso escribo esta columna.
Quiero postularme. Necesito devengar. Estoy dispuesto a atacar a Mancuso o a defenderlo, según se me indique; a defender a Roy Barreras (o a atacarlo, si se convierte al vickicismo). Puedo contabilizar masacres o callar masacres, exaltar o denigrar de Thomas Greg & Son; criticar o reivindicar el Frente Nacional: lo que me digan.
Prometo defender la reelección de Petro; decir que Duque era un dictador; que Maduro, un demócrata. Y plegarme a la directriz “pero en el gobierno anterior también lo hacían” para defender pactos con la vieja clase política, contratar influencers o, llegado el caso, elogiar a Petro el día en que él también se conceda a sí mismo una entrevista en inglés. O en suajili.
Domino la estructura argumentativa de “pero al menos no nos robamos 70 mil millones” y la tengo tan interiorizada que una vez la utilicé en el colegio de mis hijas:
—La niña se tiró matemáticas pero al menos no se robó 70 mil millones.
Pretendo aplicarla las veces que haga falta: “Olmedo López se robó 92 mil millones de pesos, pero al menos no se robó 70 mil millones de pesos”.
Y estoy que me acoso: quiero sumarme a la campaña de matoneo digital que se me diga, correr la línea ética para quemar al que me señalen: ¡promover un estallido social si otro gobierno sube la gasolina, o felicitarlo por responsable en caso de que el que lo haga sea el nuestro!
Me considero un hombre propositivo. Mencioné a Benedetti: a modo de prueba laboral, planteo las siguientes “líneas”, para utilizar un término que le resulte familiar:
—Benedetti hace de sastre de su esposa, pero la prensa Mossad dice que le rompió la ropa con un cuchillo.
—Se quejan del nombramiento de Benedetti, pero no dicen nada de la franja de Gaza.
—Petro le dio embajada a Benedetti, pero al menos no se robó 70 mil millones.
Y estoy en capacidad de aplicar la misma técnica de razonamiento para mitigar cualquier escándalo: el del catalán Xavier Vendrell y sus contratos con el Estado (a quien de ñapa defenderé recordando que hace 88 años asesinaron a García Lorca); o el del soborno a congresistas para aprobar las reformas: “Se quejan de la compra de senadores, pero no dicen nada de los 6.402 falsos positivos”.
Me siento listo. Necesito trabajar. Quiero ser Celso Tete Calvo. Debo prepararme para la próxima reforma tributaria: no quiero llegar al extremo de decir en la DIAN que mandé el correo con la declaración de renta, pero me rebotó dos veces, como anunció Francia Márquez en The Crown, en el capítulo en que los duques viajan a Cali.
CIRCOMBIA VUELVE A BOGOTÁ EN SEPTIEMBRE
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