La violencia contra las mujeres en Colombia se perpetúa gracias a la hipocresía de una sociedad que parece comprometida con garantizarla. El problema no es solo colombiano. Desde hace décadas la Organización Mundial de la Salud advierte: una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido o sufrirá violencia machista a lo largo de su vida. En América Latina la cifra es más alta. Se habla de este fenómeno, se suscriben tratados internacionales, se legisla, se litigan casos ejemplarizantes, se hace periodismo investigativo y todo sigue igual, a veces peor.
El caso de Sofía Delgado, la niña secuestrada, abusada y asesinada en Candelaria, Valle del Cauca por unos vecinos es otro ejemplo de la falsedad que habilita esta violencia. La historia es escabrosa, pero las imágenes del depredador persiguiendo a una niña de doce años que camina inocentemente a la casa de su abuela son desgarradoramente comunes.
El Observatorio colombiano de feminicidios registró 671 para septiembre de 2024. La posibilidad de asesinar sistemática e impunemente a las mujeres en razón de su género se apalanca en una brecha de desigualdad que ha sido imposible cerrar. El 51,8% de las mujeres no tiene ingresos propios; tras la pandemia incrementaron estructuralmente las obligaciones del trabajo de cuidado no remunerado para la población femenina; por cada 100 hombres que cuentan con ocupaciones solo hay 67 mujeres. Y así podríamos todo tipo de estadísticas para demostrar que no vivimos tiempos de liberación femenina, que en muchos rincones del Colombia el avance no llegó.
Pero cómo habría de llegar si la igualdad de género es para muchos solo un discurso conveniente. Un sobrevuelo por la marea alta en redes sociales evidencia esa indignación selectiva y politización rastrera de la violencia contra las mujeres. El mismo sector que mira para el otro lado cuando se trata de mantener a Armando Benedetti como embajador de Colombia, pide a gritos la renuncia de César Lorduy del Consejo Nacional Electoral. Los mismos que se autoproclaman feministas, pero justifican el nombramiento de Hollman Morris en RTVC.
Les tiene sin cuidado la violencia machista, es una banderita que manosean y emplean a su antojo. Y lo mismo hace la derecha, que se organiza con eficacia cada tanto para impulsar esfuerzos que permitan desmontar todas las conquistas por la que el feminismo colombiano lucha hace siglos.
El periodismo más acosado y silenciado es aquel que denuncia las violencias basadas en género cometida por hombres poderosos. La justicia permanece inerte ante un fenómeno que le quedó grande. Y mientras en ministerios y organismos de control se reproducen protocolos para reconocer estas injusticias lo cierto es que están lejos de erradicarlas.
Si buscamos por fuera del vecindario el panorama es desolador. Un hombre droga a su mujer para ofrecerla a otros que la violan mientras yace inconsciente en su cama matrimonial. Ese tráfico alcanzó más de 100 siniestros clientes, y muchos otros que rechazaron la oferta sin denunciar ante la policía. La víctima, la legendaria Gisèle Pelicot, pide que se hagan públicos cientos de horas de video en los que sus agresores registraron el horror.
Se descubre otro magnate del entretenimiento en Estados Unidos, el productor Sean Combs, que tenía montado un esquema de explotación sexual de mujeres y menores que duró décadas bajo el ojo de un Hollywood cómplice y silencioso.
En pleno 2024 las mujeres cuentan con menos derechos que los animales en Afganistán. El régimen Talibán arrecia su apartheid de género y prohíbe el acceso a las garantías básicas de la vida para la población femenina. En el medio oriente, como en tantos otros rincones del planeta, el relativismo cultural les sirve para justificar su guerra contra las mujeres.
Los pocos instantes en los que surge la indignación son contados y efímeros, pues sirven para alimentar discursos vacíos, pero pasa muy pronto. Acá en Colombia les fascina pedir la cadena perpetua para agresores de menores, como si ese populismo punitivo solucionara el problema, como si esos mismos congresistas no alimentaran y permitieran redes de tráfico sexual sobre las cuales se estructura mucho del trabajo legislativo en Colombia desde hace décadas.
Y después nos piden que no tengamos rabia, que expliquemos con paciencia por qué el acoso sexual en el trabajo y tantas otras formas de microsometimientos nos dañan la vida. Hipócritas, hipócritas todos. Incluso nosotras que seguimos empeñadas en una causa que no pudo evitar la desaparición de Sofía en lugar de quemarlo todo.
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