Daniel Samper Ospina
9 Junio 2024 03:06 am

Daniel Samper Ospina

SI ESTALLA LA TERCERA GUERRA

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Vladimir Putin dijo esta semana que su país tiene armas nucleares —setenta kilotones de potencia, más del triple de las que arrojó Estados Unidos sobre Hiroshima— y que no dudaría en utilizarlas contra Occidente si se siente amenazado, y la noticia me hizo recordar aquel fatídico 13 de abril en que sobre el cielo de Israel llovieron misiles lanzados desde Irán y los noticieros especulaban con el comienzo de la Tercera Guerra. 

Lo tengo fresco en mi memoria porque, tan pronto como comprendí que el fin del mundo parecía inminente, tuve una violenta reacción de arrepentimiento sobre lo que soy, sobre lo que he sido:

—¡Ha llegado el final! —clamé frente a mi esposa, mientras me postraba en el piso y me aferraba a sus rodillas—. ¡No hemos debido cambiar la alfombra! ¡Fue una bobada iniciar la ortodoncia de las niñas!

Jamás imaginé que el fin del mundo pudiera afectarme de forma tan drástica, pero aquella vez las bengalas iraníes caían también sobre mi estómago. Para más angustias, seguí los pormenores de la guerra a través de la cuenta de Twitter del presidente Berto y me topé de frente con la noticia falsa de que Putin amenazaba a Biden con intervenir en la pelea. Berto la difundía, además, antecedida por un comentario según el cual “el apoyo de los Estados Unidos, en la práctica a un genocidio, ha encendido el mundo”.

El pequeño editorial del presidente nos alineaba en el peor bando de la guerra, con lo cual regresé a donde mi esposa para mostrarle el teléfono:

—¡Y encima de todo Colombia se acaba de meter en la guerra y quedamos en el mismo equipo de Irán! —sollocé mientras la abrazaba.

Imaginaba, pues, el papel protagónico de Circombia en el eje de Rusia, China, Venezuela e Irán, y me estremecía. Entraríamos en conflicto con naciones históricamente aliadas como Estados Unidos o Liberland. El presidente Berto declararía el estado de conmoción para reintegrar, vía decreto, al veterano canciller Leyva, cuya experiencia en las dos primeras guerras mundiales, y en la batalla de Peloponeso y la guerra de los Tártaros, resultaría fundamental. A la vez, ordenaría el traslado de Olmedo López a Tel Aviv para dejar sin agua a Israel; del ministro de Minas para sumirlos en un apagón, y del ministro Chapatín para demoler el sistema de salud del pueblo judío. Y si las tropas del eje neoliberal y capitalista de Occidente en represalia bombardeara lugares estratégicos de Circombia como el Palacio presidencial, se encontrarían con la sorpresa de que el presidente ya habría ordenado su derribo por considerarlo,  según decía por aquel entonces, “una mala copia de la Francia aristocrática”: fea manera de referirse a su vicepresidenta, por más de que ahora se transporte en helicóptero. 

Pero el presidente es un pacifista y no es capaz de ejecutar el presupuesto de la nación: mucho menos un arma. Y además es un visionario: él mismo había profetizado el fin del mundo bajo el anuncio del “Agamenón” y por eso   rebautizó a la Fuerza Aérea como Fuerza Aeroespacial: para salvar a su pueblo en una migración por el cosmos mientras la Tierra se envuelve en llamas. Imagino el momento: con la incipiente pelusita gris que comienza a rodearle el cráneo, como un durazno pálido, el líder nos citará en el aeropuerto de Guaymaral para que abordemos una nave espacial, de energías limpias, semejante al arca de Noe, y podamos esparcir el virus de la vida por las estrellas del universo, como la etnia cósmica que somos, mientras el planeta estalla en la nada nuclear.

Aquella vez el amago de guerra no prosperó pero esta semana sucedió que mi hija me mostró un video de TikTok en que la narración casi infantil de una voz mexicana aseguraba que Nostradamus había pronosticado el inicio de la Tercera Guerra en el 2024, lo mismo que Baba Vanga, una célebre clarividente búlgara conocida mundialmente. A esos pronósticos se sumaba la voz racional de Mira Milosevich, la principal analista de Rusia, que incluso dice que la Tercera Guerra ya comenzó, aunque no nos hayamos dado cuenta. Y a todos ellos los reforzaba Putin con sus setenta kilotones nucleares, equivalentes a más de tres Hiroshimas o a un Petrotón: aquella medida de fuerza de destrucción capaz de acabar con el sistema de salud, el pensional, un proceso de paz y una esperanza de cambio en apenas veinte meses.

Si el mundo se acabara mañana, yo de todos modos plantaría un árbol. Y doña Verónica de todos modos contrataría vestuarista y maquillador, porque ella es así.

Si el mundo se acabara mañana, el presidente habría botado la plata de sus implantes; RCN de todos modos repetiría Betty La Fea y Falcao García en todo caso no jugaría en Millonarios.

No niego que sentiría nostalgia por lo que fuimos, tristeza por lo que no pudimos ver: el crecimiento de los hijos, el estreno del tren elevado. La inauguración de los juegos intercolegiados organizados por el gobierno en reemplazo de los Panamericanos. 

Pero si el mundo se acabara mañana serían muchas más las ventajas. Podríamos dejar gobernar a Germán Vargas Lleras al menos por un ratico: ya nada importa. La fracasada constituyente de Petro tendría una salida digna (“justo cuando el pueblo iba a hacer una constituyente se acabó el mundo: el mundo no dejó hacer el cambio”.) Álvaro Uribe se salvaría de ir a prisión esta vez por la puerta grande, no por vencimientos de términos. Y nos ahorraríamos la presidencia de Vicky Dávila.

Es más lo que ganamos. Al menos no seguiríamos siendo testigos de la uribización de Berto, el presidente de izquierdas que volvió trizas el proceso de la paz y amaga con quedarse en el poder, incluso sin cambiar articulitos; tampoco de una nueva decepción de los hinchas de Bucaramanga. Y seguramente el planeta podrá repoblarse en el futuro próximo con las especies que sobrevivan: coleópteros, algunos anfibios. Y Roy Barreras.

Así se lo dije a mi esposa, pero no me puso atención: estaba revisando el extracto de la tarjeta para saber cuántas cuotas de la alfombra nos faltaban por pagar. 

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