Advertencia: La siguiente columna contiene una imagen gráfica de violencia.
Camila Alfaro es una joven profesional en negocios y mercadeo que, con apenas 24 años, relata una historia de horror y tortura a manos de su expareja, Sebastián Valencia Medina. Alfaro describe más de un año de relación en que sufrió todo tipo de vejámenes y agresiones emocionales, físicas y sexuales. Camila decidió denunciar estos hechos ante la justicia. Lo hizo también en redes sociales, en su cuenta de Instagram, en donde narró —con pruebas— la tortura a la que fue sometida.
El pasado 13 de diciembre la Fiscalía prometió priorizar el caso ante la contundencia de la denuncia, la gravedad del asunto y, primordialmente, el amplio cubrimiento en medios de comunicación. También anunció que, supuestamente, destinaría un “equipo especial de investigadores y fiscales para investigar los hechos”. Y es que tenía que hacerlo, porque el volumen de evidencia que sustenta la denuncia de Camila es irrefutable: grabaciones de las agresiones, mensajes, testimonios de conocidos, terceros e instituciones públicas y privadas; huellas de la violencia por todos lados…
El caso es un paradigmático ejemplo de lo que ahora —con el perdón de Daniel Samper Pizano— han llamado Love Bombing o Bombardeo de Amor. Una forma especial de manipulación y sujeción emocional en la que el agresor baña a su víctima con elogios, regalos y cariño, para después retirarlos repentinamente, sin explicación alguna, pero siempre achacándole la razón de sus retaliaciones a ella. Es un clásico esquema de abuso emocional, ahora con nombre propio. Por esta vía la mujer —porque somos predominantemente las mujeres las víctimas de este fenómeno— ata su autoestima a la atención y cuidado de un asaltante inestable y peligroso. Un transitar tortuoso entre el amor y el asalto; es amar a quien te destruye.
La relación se vuelve tóxica muy pronto, y de esa manera los violentos ganan porque logran aislar al entorno de la víctima; nadie entiende por qué permanece a su lado. Se convierte en una relación escondida: una mujer que se obsesiona con tapar morados y eso únicamente favorece al matón. Ya sola, insegura y dependiente, el victimario tiene en sus manos el control absoluto de la víctima.
Para Camila, el asalto vino en todas las formas y colores. Como lo relató ante medios y autoridades, Valencia ejerció sobre ella varios tipos de agresión: la culpaba si llovía; la invitaba alegremente a quitarse la vida; destruyó su cara, sus relaciones personales y familiares; incluso, impulsado por su familia, la obligó a firmar un absurdo y nulo documento titulado “Compromiso para resolver el conflicto”. En este, asesorada por Pedro Alberto Rodríguez Jaramillo, supuesto coach de disputas, ella renunciaba a sus derechos y a su posibilidad de salir del infierno y obtener justicia. El amor en forma de granada explosiva.
Pero Valencia es un joven poderoso. Aparecen como sus abogadas Margarita Leguizamo, de la oficina De la Espriella Lawyers, y Wendy López; y a pesar de los bombos de la Fiscalía, y de que la primera denuncia fue presentada por el padre de Camila el 18 de noviembre de 2020, hoy por hoy no hay avances significativos. El proceso lo han cambiado dos veces de fiscal, y le asignan ahora una funcionaria que está de vacaciones.
El problema es que este letargo de la Fiscalía pone en peligro a Camila. El viernes 29 de abril se encontró a Valencia en un bar. Impávida, tuvo que enfrentar lo que describió como la mirada intimidante y segura de quien nada teme.
La impunidad es el alimento más nutritivo de este fenómeno. Y la Fiscalía camina a paso de tortuga. Según Camila, los policías que atendieron la primera agresión física en su contra aconsejaron a Valencia que la próxima vez la golpeara en el estómago o con una almohada, pero no en la cara porque resultaba muy escandaloso. Las familias y amigos habilitan a los agresores, los protegen y justifican su brutalidad. Y eso que este es el caso de dos personas privilegiadas con acceso a medios de comunicación; otros explosivos similares detonan en impasible silencio.
Da terror pensar que una hija caiga en las manos de un delincuente impulsivo e iracundo y que existe todo un sistema para protegerlo y normalizarlo. Es esta misma impunidad la que termina justificando el escrache, o acusaciones públicas contra los agresores, porque ¿con qué otras formas de justicia cuentan las víctimas?
Camila conserva una sonrisa honesta, aunque tímida, tras el suplicio que ha enfrentado. Es el guiño de quien ha regresado a sí misma, a quererse y reconocerse el amor que su expareja y el sistema llamado a protegerla le han negado.