La democracia: entre la soberanía popular y las instituciones constitucionales

Crédito: Colprensa

5 Mayo 2024 08:05 am

La democracia: entre la soberanía popular y las instituciones constitucionales

¿En dónde reside la soberanía: en el pueblo o en la Constitución? El jurista Rodrigo Uprimny analiza la paradójica relación entre estas dos fuerzas sobre las que reposan el estado de derecho y la vida política del país.

Por: Rodrigo Uprimny

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La democracia constitucional moderna está atrapada en una inevitable tensión entre el ideal de la soberanía popular y la realidad de las instituciones constitucionales. O, por decirlo con cierto lenguaje teórico que viene desde el abate Sieyes en la Revolución Francesa, pero que ha adquirido una nueva actualidad en Colombia: por la permanente tensión entre el ‘poder constituyente’, que por definición es indomable jurídicamente, y los ‘poderes constituidos’, que también por definición están sometidos a las reglas constitucionales propias del Estado de derecho.

Esta tensión puede ser explicada así: la democracia se funda en el ideal de la soberanía popular, que en su versión más radical supone que el pueblo pueda gobernar todos los asuntos, a todo momento y en la forma en que quiera. Esto es, que el pueblo sea omnipotente (puede hacerlo todo), omnímodo (puede hacerlo de cualquier forma) y omnipresente (puede hacerlo a todo momento). 

No creo que un poder democrático tan extremo sea deseable pues abre el camino al despotismo de las mayorías, que oprimen a las minorías y anulan nuestra libertad individual, como lo temió Stuart-Mill en su clásico texto Sobre la libertad. Pero incluso si fuera deseable, una democracia directa y permanente de ese tipo es imposible, salvo en una pequeña comunidad, pero no en los Estados nacionales modernos formados por millones de ciudadanos muy diversos, como lo reconoció el propio Rousseau, el gran teórico y defensor de la democracia directa. 

Rodrigo Uprimny
Rodrigo Uprimny: abogado, investigador de Dejusticia y columnista.
Foto: Dejusticia.

La democracia de los Estados modernos no ha sido ni puede ser una democracia directa permanente. Ha sido siempre representativa y ha asumido la forma de un Estado de derecho regulado por una constitución, que se entiende como la norma suprema. Algunas de esas democracias representativas reconocen ciertos mecanismos de democracia directa, como los plebiscitos o los referendos, pero se trata de expresiones intermitentes y excepcionales del pueblo, que además están regladas por las constituciones. No son entonces una expresión de un poder constituyente popular soberano, sino formas acotadas y regladas de participación ciudadana directa. 

Estas tensiones entre el poder constituyente y los poderes constituidos generan una ambigüedad en la relación entre el pueblo y la Constitución, entre la soberanía popular y el principio de supremacía constitucional. 

Por un lado, si creemos que, como lo postula la teoría democrática, el pueblo es el soberano, entonces habría que concluir que está por encima de la Constitución y de las instituciones constitucionales por cuanto es el titular del poder constituyente originario. Las formas y normas constitucionales no podrían entonces limitar el accionar del pueblo, puesto que éste es el origen mismo de la Constitución. 

‘Si creemos que el pueblo es el soberano, entonces habría que concluir que está por encima de la Constitución y de las instituciones constitucionales’

Sin embargo, de otro lado, el problema reside en saber cómo se expresa en un determinado momento el pueblo, y cómo se puede garantizar que su voluntad se haya formado de manera libre. La respuesta del constitucionalismo y de gran parte de la filosofía política contemporánea, representada por autores tan diversos como Habermas o Bobbio, ha sido que la única forma en que podemos garantizar una voluntad auténtica del pueblo en Estados nacionales complejos de millones de habitantes es a través de instituciones que permitan que los ciudadanos y ciudadanas, que son quienes conforman realmente al pueblo, puedan expresarse en forma libre y periódica. Una democracia digna de ese nombre sólo existe entonces si se garantizan los derechos fundamentales por cuanto éstos constituyen el presupuesto para que exista un ejercicio genuino de la soberanía popular. ¿O acaso podría haber una verdadera democracia y soberanía popular sin que la libertad de expresión sea respetada? ¿Realmente existe democracia si el gobernante de turno puede detener cuando quiera a sus opositores y sin que exista ningún control judicial efectivo contra esas arbitrariedades? 

‘El problema reside en saber cómo se expresa en un determinado momento el pueblo y cómo se puede garantizar que su voluntad se haya formado de manera libre’

La voluntad popular

El ejercicio genuino de la soberanía popular supone la existencia de un Estado de derecho, con separación de poderes, a fin de que los gobernantes estén sometidos a la legalidad y sean garantizados los derechos fundamentales, que representan en el fondo las reglas constitutivas de la democracia. Las constituciones establecen entonces los procedimientos que permiten la manifestación de la voluntad popular: elecciones, organización de partidos, mecanismos de control jurisdiccional, etc. La integridad y continuidad de la Constitución asegura así el mejor funcionamiento democrático, mientras que la ruptura de sus reglas puede conducir a gobiernos autocráticos. 

La paradoja de la democracia moderna es que la soberanía popular, para ser genuina, debe ser limitada, pues no puede invadir los derechos fundamentales, que son los presupuestos de un ejercicio genuino de esa soberanía. Y, por ello, la democracia supone el respeto del Estado de derecho y de la supremacía constitucional.

‘La paradoja de la democracia moderna es que la soberanía popular, para ser genuina, debe ser limitada’

Esta defensa de la supremacía constitucional también se funda en los riesgos de que la democracia se anule a sí misma –especialmente en periodos de turbulencia política– con líderes autoritarios pero populares. El ejemplo clásico, pero no el único, es Hitler: llegó al poder por medios democráticos en los tempestuosos años treinta europeos, pero luego usó su popularidad para anular las libertades democráticas y establecer un régimen totalitario. Aunque obviamente no son regímenes asimilables, encontramos historias semejantes de destrucción de la democracia por líderes populares con Chávez en Venezuela, Bukele en El Salvador o Erdogan en Turquía.

Es precisamente en estos momentos turbulentos y frente a estos riesgos de líderes autoritarios que las normas constitucionales adquieren su mayor importancia, ya que son el mejor mecanismo para preservar la democracia y tramitar pacíficamente la crisis. Por eso algunos teóricos, como Jon Elster, han dicho que las constituciones se asemejan al mástil al cual Ulises se ató para poder enfrentar la seducción mortal de las sirenas. Las democracias deben atarse a ese mástil, que son las constituciones, para poder navegar en estas aguas turbulentas y resistir a los cantos de sirena del autoritarismo, que puedan acarrear la destrucción de la propia democracia.

La idea del constitucionalismo democrático es entonces que las reglas básicas que regulan el funcionamiento del Estado y la expresión de la soberanía popular sean fijadas en el momento del pacto constituyente, con calma y en abstracto, antes de entrar en las aguas turbulentas de la política. La supremacía constitucional aparece, así, como un elemento esencial para garantizar la soberanía popular, aunque esto parezca paradójico, pues implica que la Constitución le pone ciertos límites a lo ‘decidible’ por el pueblo a fin de que el pueblo, como conjunto de ciudadanos, sea verdaderamente libre.

Es pues necesario entonces distinguir entre el pueblo como soberano, titular del poder constituyente, y el pueblo como comunidad jurídica organizada por las normas constitucionales. El primero es el pueblo, antes y por encima de la Constitución, mientras que el segundo es el pueblo dentro de la Constitución, que ejerce las facultades reguladas por el ordenamiento jurídico. Esta tensión se ve en el texto mismo de nuestra Carta, que señala que la “soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder”, pero luego establece que esa soberanía debe ejercerse “en los términos de la Constitución” y que es deber de los ciudadanos –es decir, del pueblo– “acatar la Constitución y las leyes, y respetar y obedecer a las autoridades” (CP arts. 3 y 4).

Esta tensión entre el pueblo soberano, titular del poder constituyente, y el pueblo súbdito o comunidad jurídicamente organizada –que en el fondo equivale a la vieja distinción de Rousseau entre el ciudadano y el súbdito– plantea dilemas muy difíciles en la dinámica de la democracia constitucional. 

Democracia
Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria. 

Una concepción extrema de la supremacía constitucional es el llamado ‘monismo constitucionalista’ –siguiendo la terminología de Bruce Ackerman–, conforme a la cual una vez el pueblo adopta la Constitución, entonces su poder constituyente desaparece totalmente. Esta visión es problemática, pues erosiona la soberanía popular ya que implica que el pueblo queda totalmente atado a los rituales jurídicos y así, de soberano, se trastoca en un reflejo del ordenamiento jurídico, en un simple elemento subordinado del Estado y de la Constitución. Esta perspectiva puede entonces ahogar la creatividad democrática de los ciudadanos y limitar las salidas democráticas en situaciones de crisis. 

Sin embargo, en el otro extremo, un ‘monismo democrático’, que implique el abandono de todo ritual procedimental con la idea de que el pueblo mantiene en forma permanente su poder constituyente, es también cuestionable: erosiona la supremacía constitucional y el Estado de derecho y es el camino fácil hacia las autocracias plebiscitarias, puesto que un gobernante popular y autoritario puede invocar voluntades populares difusas a través de mecanismos irregulares, para de esa manera legitimar cualquier tipo de decisión que le permita atornillarse en el poder. 

La gran pregunta es entonces cómo conciliar esas tendencias contrarias, inmanentes a la democracia constitucional, entre el carácter potencialmente inorgánico de la voluntad popular y el rigor formal de los procedimientos constitucionales, que a veces se traducen como una tensión entre formas de democracia callejera –expresada en manifestaciones masivas como las vividas en el estallido social de 2021– y las instituciones constitucionales, reguladas jurídicamente. 

Paro Nacional 20 julio
Paro Nacional de 2021.
Foto: Colprensa.

No hay respuestas fáciles a ese interrogante, pero creo que la teoría más apropiada es la siguiente: en una democracia constitucional, el pueblo nunca abandona totalmente su poder constituyente, pero éste entra, una vez adoptada la Constitución, en una cierta hibernación o un estado de latencia. A partir de ese momento, el pueblo sólo debe expresarse conforme a las reglas constitucionales. Sin embargo, es posible admitir la irrupción del poder constituyente por fuera de las formas jurídicas en circunstancias absolutamente excepcionales, en general ligadas a agudas crisis de legitimidad, bloqueos institucionales y movilizaciones ciudadanas intensas. Son los llamados ‘momentos constituyentes’, que son esas coyunturas extraordinarias en las que la ciudadanía no se comporta en forma ordinaria, a través de los canales institucionales y electorales rutinarios, sino que irrumpe como un poder constituyente que reclama un nuevo pacto social. Pero esas irrupciones del poder constituyente tienen riesgos y no siempre fructifican, como lo muestra la reciente experiencia chilena. El estallido social fue para ese país un verdadero momento constituyente, pero, por falta de acuerdos políticos, no condujo a una constitución que fuera aceptada por la inmensa mayoría de los chilenos. 

‘En una democracia constitucional, el pueblo nunca abandona totalmente su poder constituyente, pero éste entra, una vez adoptada la Constitución, en una cierta hibernación o un estado de latencia’

En cambio, un ejemplo exitoso de irrupción del poder constituyente ocurrió en 1990 en nuestro país. Colombia vivía una crisis muy grave y existía un bloqueo político puesto que los mecanismos de reforma constitucional no funcionaban bien. Sectores muy diversos propusieron entonces un proceso que permitiera superar las limitaciones de la Constitución de 1886, cuya legitimidad estaba en entredicho. Luego de complejas discusiones jurídicas, fuertes movilizaciones ciudadanas y el aval de la Corte Suprema, hubo un pronunciamiento popular sobre la propuesta de constituyente en la elección presidencial de mayo de 1990. El apoyo fue masivo: 5.236.863 votos a favor y 230.080 en contra. César Gaviria llegó entonces a la presidencia con el mandato popular de materializar una constituyente y por ello fue posible y legítima la convocatoria de la asamblea constituyente, a pesar de haber sido heterodoxa jurídicamente, por cuanto la Constitución de 1886 no autorizaba ese procedimiento. Y fue entonces adoptada la Constitución de 1991, que no fue fruto de una imposición hegemónica, sino expresión de un pacto de ampliación democrática entre fuerzas diversas que habían estado enfrentadas, algunas de ellas incluso por las armas. Esta Constitución dista de ser perfecta y ha sufrido muchas reformas, no todas ellas muy democráticas, pero es un marco jurídico en que la gran mayoría de los colombianos nos reconocemos, a pesar de nuestras divisiones.

La defensa de la democracia implica que aprendamos a navegar esa tensión entre la soberanía popular y las instituciones constitucionales del Estado de derecho, entre el poder constituyente democrático y los poderes constituidos. El reto es no ahogar la creatividad democrática ciudadana, pero tampoco permitir atajos a los gobernantes autoritarios. 

La defensa de la democracia implica que aprendamos a navegar esa tensión entre la soberanía popular y las instituciones constitucionales del Estado de derecho’

Esto no es fácil pero tampoco imposible: las mejores democracias han logrado una complementariedad dinámica y una retroalimentación positiva entre la soberanía popular y el Estado de derecho: han robustecido y multiplicado los canales de deliberación y participación ciudadana, con lo cual logran una mejor expresión de la voluntad popular; y, al mismo tiempo, han reforzado la protección de los derechos fundamentales y el control de las eventuales arbitrariedades de las autoridades, con lo cual logran Estados de derechos robustos. Repito: no es fácil lograr esas combinaciones, lo cual muestra que la democracia es difícil. 

Pero tal vez en esa dificultad reside también su encanto.

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