Enrique Santos Calderón
10 Abril 2022

Enrique Santos Calderón

CLIMA DE MANO DURA

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Leí hace días un titular que me dejó frío: “La violencia en Colombia aumentó en más de 600%”. ¿Cómo así? ¿A qué horas? ¿Acaso no estamos ya en la etapa de posconflicto, consolidando un proceso de paz?
 
La cifra proviene de la Oficina para Asuntos Humanitarios de la Naciones (OCHA) y se refiere a que en los primeros dos meses de este año más de 270 mil personas fueron afectadas “por dinámicas asociadas a la violencia armada”, lo que representó un aumento de 621% en comparación con el mismo periodo de 2021. Aunque el dato parece sensacionalista y el concepto de “dinámicas asociadas a la violencia” suena gaseoso, varias entidades nacionales y extranjeras han coincidido en señalar un repunte este año de la violencia en distintas zonas del país (Cauca, Chocó, Nariño, Antioquia y Arauca, principalmente).
 
Por otra parte, según la Cruz Roja Internacional (CICR) 218 personas fueron víctimas de minas y artefactos explosivos en el primer trimestre de 2022: la cifra más alta de los últimos cinco años. En regiones del Pacífico y de la frontera con Venezuela la situación humanitaria se ha agravado, mientras que Indepaz califica de “crítica” la situación en materia de homicidios, amenazas y circulación de grupos armados en cerca de 150 municipios. El Gobierno ha desmentido las cifras de la Cruz Roja y asegura que solo hubo 31 víctimas de minas y aquí cabe recordar que hace veinte años Colombia adquirió el compromiso internacional de ser un país libre de minas para 2011. No fue posible. El gobierno habló entonces de una ampliación hasta 2021. Tampoco se cumplió. Ahora se fijó 2025 y nada indica que esto vaya a ser una realidad.  
   
Los temas de violencia no son noticia en Colombia sino parte de nuestra cotidianeidad, desde hace demasiado tiempo. Pero sí llaman la atención estos indicadores en una etapa en la que se presume que hemos superado lo peor del conflicto armado. Y así es (no me cansaré de insistir en que la disolución de las Farc fue un acontecimiento histórico), porque el tipo de violencia que hoy se vive es distinta. Más que los clásicos enfrentamientos ejército-guerrilla o guerrilla-paramilitares con su tinte político-ideológico, se trata de una violencia más social-delincuencial, con nuevos actores y promotores en la forma de grupos criminales muy bien armados, dedicados a controlar corredores de droga y desplazar a comunidades de tierras valiosas; a darse plomo entre ellos, a asesinar lideres sociales por encargo y en las ciudades a robar y matar.
 
Grupos armados que se dicen revolucionarios como el Eln o disidencias de Farc se alimentan del mismo malestar social y de la misma economía ilegal que los narcoparamilitares del Clan del Golfo y ambos se benefician del notable decaimiento en la eficacia e inteligencia de las Fuerzas Armadas. Ejemplo de esto último fue la controvertida operación militar contra las disidencias en el Putumayo que dejó once muertos (presentados como bajas de la guerrilla) y demasiados interrogantes aún por resolver.  La bomba contra el CAI de Ciudad Bolívar que mató a dos niños también suscita más de una pregunta. ¿A quién conviene este acto de terrorismo? ¿Responde a la coyuntura electoral? ¿Fue colocada por las disidencias como han planteado las autoridades?  ¿Quiénes más estarían interesados en producir zozobra y desestabilización?
 
Me llamó la atención la reciente advertencia del presidente Macron de Francia, que está en candente campaña electoral, sobre el peligro de “banalizar a la extrema derecha”. Otro país y otro contexto, pero no sobra tener en cuenta este consejo. Ni hay que olvidar que la llegada al poder de Vladimir Putin hace más de 20 años fue precedida de una racha de bombas y atentados que causaron la muerte de decenas de rusos. En el mundo abundan casos de regímenes autoritarios surgidos de situaciones provocadas de terrorismo y caos. Y cuando se habla de patrocinadores de la guerra no se debe echar en saco roto la denuncia la semana pasada del encargado de Negocios de Venezuela en Colombia sobre el apoyo que da Maduro desde el estado Zulia al jefe del Frente 33 de las disidencias, alias “John Mechas”. 
 
Hay violencias de violencias y aquí no solo las padecemos todas, sino que algunas van en franco aumento. La de pandillas urbanas, por ejemplo, que en Cartagena está desbordada: más de ochenta homicidios este año por peleas entre jóvenes de barriadas. Algo nunca antes visto y que acentúa el vergonzoso contraste de lujo y miseria en la capital turística de Colombia. Otro signo es la creciente atracadera en Bogotá, donde las medidas sobre parrilleros de la alcaldesa Claudia alivian en algo el problema, pero no atacan las estructuras de la delincuencia organizada en la ciudad. A la sensación de inseguridad se sumó el insólito desmadre que armaron los indígenas embera frente al Parque Nacional, bloqueando la séptima, apedreando vehículos, exigiendo dinero y utilizando a niños como escudos. 
 
Por todo lado sentimos, pues, el sombrío panorama de una violencia de muchas caras. Ligada por supuesto a la marginalidad e inequidad pero con rasgos cada vez más profesionales, brutales y desafiantes. Como lo demuestra el creciente asesinato de defensores del medio ambiente (65 en 2020), que ha convertido a Colombia en el país más peligroso del mundo para los protectores de la naturaleza. Increíble pero cierto. Así estamos y así seguiremos, a sabiendas de que sin reformas rurales de fondo y sin inteligencia militar y policial sobre los grupos criminales no vendrán soluciones verdaderas. 
 
Mientras tanto prospera una sensación de falta de autoridad y desgobierno. Y va creciendo un anhelo de mano dura. Mala vaina.

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No soy petrista ni estoy de acuerdo con muchas cosas que dice Francia Márquez, pero me parecieron indignas, irresponsables y cobardes las declaraciones del senador Juan Diego Gómez, sindicándola de proximidad con la guerrilla. Es inaudito que un personaje de este talante sea hoy presidente del Congreso de Colombia.

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