Ana Bejarano Ricaurte
3 Abril 2022

Ana Bejarano Ricaurte

EL LIBRO DE ÍNGRID

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Recuerdo el momento preciso en que Íngrid Betancourt lanzó las memorias sobre su tiempo en cautiverio: No hay silencio que no termine. Era el 2010 y corrí a comprar el libro, pues me había interesado antes en otros relatos similares porque ese crimen de lesa humanidad parecía muy distante en las aulas de la facultad de Derecho, pero cobraba aterradora fuerza en boca de sus víctimas. La historia me estremeció y me pareció una reflexión  aguda sobre la desigualdad social, la condición humana y, por supuesto, el horror y la belleza asociados con el sufrimiento profundo. 

Admiré la inteligencia y talento de su autora; su arrojo y valentía al exponer en público, con semejante lucidez, la tortura que había padecido. Sentí también que era injusta con su compañera de secuestro, Clara Rojas, quien tildó al libro de “infamia”. Me contrariaba, pues Íngrid expuso a Clara y reveló asuntos íntimos de su vida en cautiverio, pero ¿acaso no era esa también su historia? Como lo explicó Betancourt en su bestseller: “obligadas a vivir la una junto a la otra, reducidas a un régimen de hermanas siamesas, sin tener nada en común”. Pero no desaparecía la incomodidad de aproximarse a la experiencia de Clara a través de los ojos de Íngrid.  

Esta campaña electoral ha recordado a Colombia otra faceta de Betancourt: la de la política que busca el caos para brillar en él; para pararse encima de los escombros y ondear la bandera victoriosa. La han acusado de estar perdida; de parecer errática. Y es que ciertos encuentros sí producen un asombro jocoso: “¿Álex Char tiene maquinaria?”. 

Maquinaria, maquinaria, maquinaria. Su campaña ha sido además una colección de frases vacías, propuestas en el aire, sobre todas las cosas y nada al tiempo. La promesa de transformar el país entero sin decir cómo; el ICETEX, el ESMAD, el Congreso. El compromiso abstracto e insulso de acabar la corrupción, como si estuviera repitiendo un anuncio de supermercado en emisora de pueblo.

Indirectamente también ha convertido su cautiverio en una de las insignas de su campaña. Su lema de darle jaque a la corrupción y la elección de su segundo, el coronel José Luis Esparza, son sin duda mensajes para el electorado que pretenden evocar la operación en la que fue rescatada. Y como con su libro, se vuelve a sentir incómodo. En mi caso el uso de esa historia para obtener réditos políticos ha hecho que olvide a aquella escritora admirable, que desestime y repudie a la Íngrid candidata. Pero ¿por qué no habría de utilizar políticamente ese padecimiento? ¿Acaso no es parte de ella misma? ¿De su historia? Aun así también parece insuficiente. Ser víctima del conflicto, de los peores horrores, no es una plataforma suficiente para hacerse a la Presidencia de la República. Generar empatía y saber gobernar son cosas diferentes. 
  
Pero no nos equivoquemos, ni subestimemos a una mujer que, sin duda alguna, si algo ha demostrado en esta batalla por el Palacio de Nariño es que sabe hacer política; política a la colombiana. Íngrid ha dado muestras de traición, oportunismo, egoísmo, todas las características de un buen patriarca electoral criollo. Supo torpedear lo suficientemente la coalición del centro y quedarse con algunos supuestos votos. Los acusó públicamente de clientelistas y corruptos, para ahora acercarse al Centro Democrático, o a la casa política que se le arrime y le sume apoyo sin importar cómo lo consiga. 

Íngrid se convirtió en todo lo que prometió acabar cuando inició su carrera política. Ahora nos explica que la maquinaria está “por todos lados, pero en cada partido hay gente que las rechaza”. Qué cara dura se debe tener para dar semejantes volteretas sin despeinarse. Tampoco le importa poner el peligro la valiosa curul de Humberto De La Calle en el Congreso, con tal de avanzar su candidatura, que no tiene posibilidad alguna. Primero ella, luego ella y siempre ella.   

Volví al libro para ver si encontraba de nuevo a la mujer que escribió ese audaz texto que me marcó. Y parecía premonitorio, pues Betancourt explicaba como la miraban en ocasiones sus crueles captores: “Yo era una mujer peligrosa. Los papeles se habían invertido subrepticiamente: de víctima pasaba a ser una mujer temida: era una 'política'”. Y en eso terminó teniendo toda la razón.

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