Por J. J. Gori Cabrera (*)
Los medios han comentado con sarcasmo y alguna indignación las novedades en la diplomacia colombiana. El nombramiento de un “outsider” —como se dice ahora—, en el ramo de la diplomacia, como director general del Protocolo de la Cancillería, y los anuncios de sendos nombramientos adicionales para personas ajenas al servicio en las dependencias encargadas de cuestiones de derechos humanos y asuntos culturales suscitaron un respetuoso pero sentido comunicado de la Asociación Diplomática y Consular y del poderoso sindicato de empleados de la Cancillería, SEMREX. Los aspirantes a ingresar a la carrera diplomática se manifiestan sorprendidos de que la Academia Diplomática, que es a la diplomacia lo que la Escuela Militar a la milicia, se encuentra también a cargo de alguien ajeno a la propia carrera.
La naturaleza humana es así. Se van décadas en preparar un elenco de funcionarios entrenados para servir al país y no para servirse del país, y basta con algunas medidas de abuso del poder para que todo se desmorone, para que se deshaga la unidad, para que se desate una lucha por la supervivencia entre quienes se aferran a sus principios y quienes deciden que el principio es no tener principios. Es una diplomacia del oxímoron. Se forman una escuela de diplomáticos y una nómina paralela de recostados y se los manda al exterior para que lo que hacen unos con la mano lo borren los otros con el codo.
En estos días se anunció que ante el Reino Unido se enviará como embajador a un empresario, que remplaza a otro empresario, coincidiendo todo con el “Jubileo de Platino” de la reina Isabel II. En plena celebración no parece muy apropiado que nuestro país se haga representar ante la Corte de Saint James por un experto en detergentes y químicos que probablemente no alcance ni a entregar credenciales. Los británicos tienen una diplomacia que es cien por ciento profesional, desde los cuadros más bajos hasta la cúspide. Sin embargo, Colombia jamás les ha enviado un diplomático de carrera como jefe de misión y nuestra legación en Londres no es más que uno de los abrevaderos de lujo que se ofrecen a los compadres.
En épocas tan difíciles como las actuales, con el mundo al borde de que se desate un conflicto de proporciones apocalípticas, es doloroso que a diario nos enteremos de la rapiña de la cosa pública con nuevos contratos, incremento de nóminas y nombramientos en contravía de todos los principios del interés público. El director general del protocolo de la Cancillería de San Carlos tiene que ser, necesaria y esencialmente, una persona de la casa, un funcionario de trayectoria, rango y experiencia para tratar con embajadores extranjeros, para asegurarse de que en el exterior todo el ceremonial conduzca a que las gestiones de los dignatarios de Estado puedan fluir sin contratiempos, de que la majestuosidad del Estado siempre quede en alto, de que en la arena internacional el país brille por su elegancia y decoro. La historia nos brinda ejemplos contundentes de la importancia de mantener a un alto funcionario de la casa a cargo de todo lo atinente a ceremonial, etiqueta y protocolo.
El señor Jorge Rafael Vélez Gómez, excontratista y candidato a flamante director general de Protocolo, puede estar adornado de las más extraordinarias calidades personales. Pero esa no es la cuestión. Es la institucionalidad la que se demerita. Sin querer queriendo, a lo Chapulín, se ofende al estamento diplomático, al que se ha preparado para esas lides. Pues, reitero, el referí de la etiqueta del Estado, el gran chambelán y maestro de ceremonias debe ser nativo, de la institución, colega y par de los altos funcionarios de la Cancillería y con una trayectoria y rango profesionales que le permitan tratarse con embajadores propios y extranjeros, con dignatarios nacionales y extranjeros y con personalidades internacionales de todo orden. Ese bagaje es el que le facilita navegar en el mundo internacional como una especie de guardián de la bahía, para que nuestros dirigentes no cometan tanto error, tanto faux pas, para usar el término diplomático. Como diría Cantinflas, “aunque tenga cara de baboso, ¡es la autoridad!”.
Para remachar, han anunciado otros nombramientos que golpean por los flancos a la institucionalidad del ministerio de RR.EE. La dependencia que se ocupa del manejo de las relaciones culturales, y por ende donde se contratan artistas, deciden ayudas, proyectan exposiciones y eventos culturales, se va a depositar en las manos de un delegatario de la voracidad oficial. Y otro tanto se hará con los responsables de todas las tareas y políticas relacionadas con los derechos humanos, un tema crucial que nos tiene en la vitrina ante los ojos del mundo entero.
Durante años nuestra peculiar democracia se caracterizó por que los gobiernos utilizaban poderes excepcionales del estado de sitio, pero a la salida lo levantaban para entregar la casa en aparente orden. Del mismo modo, los primeros años los dedicaban a regalar canonjías diplomáticas, pero a la salida intentaban no dejarle al gobierno entrante todos los clavos y procuraban imprimirle alguna seriedad y profesionalismo a la representación en el exterior. Al menos esa tradición de mover los cuadros del servicio exterior en interés del país durante el último tramo debería mantenerse. Se trata de cumplir una obligación constitucional, vale agregar. No es un asunto de respetarle mejor derecho a unos sobre otros. Es la imagen y los intereses nacionales lo que se juega.
(*) Diplomático y profesor de Derecho Internacional