Enrique Santos Calderón
14 Agosto 2022

Enrique Santos Calderón

LA PARÁBOLA DE LA ESPADA

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El hecho más inesperado del 7 de agosto fue cuando el recién posesionado presidente dijo que le trajeran la espada de Bolívar, que Duque había dicho que no podía salir del Palacio de Nariño. Fue la primera orden que impartió y la primera muestra palmaria, en un acto tan simbólico como real, de que el poder sí había cambiado de manos. La negativa del mandatario saliente fue inelegante y torpe, ante una petición que tenía hondo significado para el entrante, por más innecesaria o provocadora que a algunos les haya parecido.

El episodio de la espada sintetiza de cierta manera la trayectoria de Gustavo Petro y la del propio Movimiento 19 de Abril donde él se formó y sobre el cual vale la pena rememorar episodios que me tocaron de cerca y pesaron mucho en la actividad política de la Colombia de entonces. El bautismo del M-19, grupo donde Petro iniciaría años después su carrera política, fue el robo de la espada, que cinco jóvenes enmascarados sustrajeron en enero de 1974 de la Quinta de Bolívar tras desarmar al único celador que la custodiaba y dar inicio a una peculiar subversión armada que el país no conocía.

Un acto de espectacularidad publicitaria característico de lo que fue una guerrilla urbana que quiso ser distinta. El hecho tuvo gran despliegue mediático, pero nadie sabía de qué se trataba. Hasta que a la recién aparecida revista Alternativa, que habíamos fundado con García Márquez y un grupo de amigos de izquierda, llegó un comunicado con foto del arma desplegada sobre un mapa de Suramérica, que anunciaba la aparición del movimiento de extraña sigla con la consigna de “¡La espada del Libertador regresa a la lucha!”. Nuestra revista fue el único medio que publicó el comunicado, pero pronto el impacto publicitario de sus sucesivas acciones resultó imposible de ignorar.  

Toma del Concejo de Bogotá, asalto a camiones de Carulla para repartir mercados en barrios pobres, respaldo a huelgas y protestas cívicas, llamativos golpes de propaganda armada fueron operativos típicos, casi siempre incruentos, acompañados de populismo robinhoodesco y sabor nacionalista, que le fueron granjeando creciente simpatía al M-19 en la opinión pública. Casi todo producto de la imaginación desbordada de su líder, Jaime Bateman Cayón, un samario cautivante y carismático con quien conversé en muchas ocasiones en los albores de ese movimiento.  Aún recuerdo cuánto me impresionaron su personalidad, sagacidad política e insistencia en que la izquierda tenía que pegarse más de valores patrios y gustos populares. “La revolución es una fiesta”, decía aquel caribeño singular.

Bateman había abandonado las Farc para crear un grupo armado que evitara la jerga marxista, la violencia a ultranza de la guerrilla de esos años y conectara más con la gente. Y lo logró a fuerza de audacia y capacidad de convicción. Pero la pretensión de practicar una lucha armada más “amable”, que ampliara el sistema político sin necesidad de destruirlo, terminó subsumido por la tentación del gatillo. Vinieron el asesinato del líder sindical José Raquel Mercado, secuestros de empresarios, ocupación de la embajada dominicana, robo de cinco mil armas, toma de Florencia, combates en Yarumales y acciones de toda índole que produjeron decenas de muertos y condujeron, en 1985, a la tragedia del Palacio de Justicia, un acto de insensato terrorismo político que marcó el comienzo del fin del M-19 como guerrilla. La revolución no era una fiesta. Y meterle armas a la política resultó una fórmula para el desastre como lo demostró en esa misma época el extermino de la Unión Patriótica, el partido político que habían fundado las Farc y el Partido Comunista para “combinar las formas de lucha”.

Cinco años y muchos muertos después (entre ellos sus líderes históricos) el M-19 entendió que la guerra no era la solución y en 1990 negoció con el gobierno de Virgilio Barco la deposición de las armas y su ingreso a la legalidad. Pactada la paz -la primera entre el Estado colombiano y la guerrilla-  no jugó doble.  Asumió la tarea de hacer política sin fierros y con todos sus altibajos: paso de 27% de votos en la elección para la Constituyente a menos del 5% poco después. Pero ahí se mantuvo, no reincidió, se transformó y de su entraña salió el actual presidente de la República, que ahora se propone buscar la paz con un Eln que lleva 50 años echando plomo. Cabe esperar que le vaya mejor que a sus antecesores.

Estos recuerdos me los disparó el episodio de la espada de Bolívar, que después de pasar décadas escondida en garajes de poetas, azoteas de simpatizantes, refugios externos y bóvedas bancarias se encuentra hoy desplegada a la entrada misma del Palacio de Nariño. Una parábola parecida a la del propio Petro, que él narra bien en la autobiografía que publicó el año pasado (Una vida, muchas vidas), donde ofrece una esclarecedora visión sobre su trayectoria vital, formación intelectual y entorno social y político. Recomiendo su lectura para quienes quieran entender mejor cómo y por qué Colombia tiene hoy a un exguerrillero en la jefatura del Estado.
 
PS: Y si se trata de mirar atrás para entender mejor el presente, no vacilo en también recomendar el libro recién aparecido de María Elvira Samper: “EXTRADICIÓN: de Lehder y los Rodríguez a Otoniel”, un excepcional recuento analítico de 40 años de nuestra frustrada “guerra contra las drogas”.

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