Gabriel Silva Luján
27 Octubre 2024 03:10 am

Gabriel Silva Luján

¿El fin de la nación?

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Si uno se atiene a la pasión, el llanto, la euforia y hasta la agresividad que generan las victorias y las derrotas de nuestra selección de fútbol nadie dudaría que en la inmensa mayoría de los colombianos reside un arraigado sentimiento de pertenencia a una nación. Sin embargo, cuando se ve que un grupo de ciudadanos se moviliza impunemente para impedir que las Fuerzas Armadas impongan la ley sobre un grupo terrorista, o que un puñado de personajes oscuros tienen éxito en evitar la protección de los páramos que proveen el agua a millones de compatriotas, es inevitable preguntarse si efectivamente Colombia es una nación de verdad o simplemente una camiseta.

Son muchos los autores que han señalado el hecho de que las características territoriales, sociológicas y las del mismo proceso de conformación nacional de Colombia han creado una propensión estructural que impulsa poderosas fuerzas centrífugas que debilitan la fortaleza y vigencia del Estado-Nación. Desde la geografía y la diversidad regional, hasta la debilidad institucional, el crimen organizado y la corrupción, son factores que combinados han llevado desde siempre a que el Estado siempre esté a la defensiva.

Sin duda se trata de un tire y afloje histórico donde se combinan concesiones para acomodar las fuerzas centrífugas con frenos institucionales y políticos para impedir la disolución de la república o la pérdida de la legitimidad y la integridad territorial. Aun así, no pocas veces el país ha caminado por el filo de la navaja arriesgando su condición de nación unitaria y soberana.

Varios gobiernos han tomado decisiones políticas, promovido leyes e implementado arreglos institucionales que le han aportado combustible a las fuerzas centrífugas y han erosionado nuestro precario Estado-Nación. Otros por el contrario, han preferido seguir el camino de impedir un deterioro de la integridad nacional y enfrentar las fuerzas disolventes.

No hay duda de que Alberto Lleras, Carlos Lleras o Virgilio Barco entran en este selecto grupo de verdaderos jefes de Estado que han entendido que su misión era impedir la destrucción de la república y la desaparición de la nación, aún en contra de poderosos intereses creados o a costa de su popularidad, o a riesgo de su propia vida y la de sus familias. Desafortunadamente el gobierno Petro no clasifica en esta categoría de constructores de la nación. El mandato del Pacto Histórico será recordado como uno en el cual las fuerzas centrífugas avanzaron, se fortalecieron, como pocas veces en la historia. Cuando se evalúan las principales políticas, acciones y omisiones del actual gobierno se observa el daño que han hecho a la integridad nacional.

En su acepción más básica los tres componentes de un Estado-Nación son: un espacio geográfico delimitado por fronteras; una identidad superior compartida por los ciudadanos asociada al respeto de un marco constitucional; y un Estado capaz de hacer presencia en todo el territorio con bienestar, el monopolio de la fuerza y garantizando la vigencia de la ley. En cada uno de esos componentes se observa un deterioro significativo.

Las fronteras territoriales -esencia de la nacionalidad- han perdido su significado. En todas ellas sin excepción se encuentran afincados grupos criminales y organizaciones armadas ilegales que han consolidado un control territorial y operan impunemente en un contexto transnacional. Las fronteras de Colombia ya no son las de los tratados. Son decenas de kilómetros adentro hasta donde la ilegalidad le da permiso al Estado para ejercer soberanía.

Es cierto que la presencia institucional, el monopolio de la fuerza y la garantía de la vigencia de la ley nunca han cubierto la totalidad del territorio. Sin embargo, los logros obtenidos en los frentes del orden público y las negociaciones de paz en la última década y media -a pesar de sus vaivenes- se han perdido por el demoledor impacto de la paz total. Para nadie es un secreto que nunca antes se observó una sustitución de la presencia militar y del Estado -por parte de las organizaciones ilegales- de las magnitudes que nos va a heredar el gobierno Petro.

Ahora surge la idea en cabeza del ministro del interior, Juan Fernando Cristo, de reducir la capacidad fiscal del gobierno central y pasársela a las regiones. Además de las graves consecuencias que eso tiene para la estabilidad fiscal de largo plazo de la nación, que han señalado con claridad Fedesarrollo y Anif, esa reforma constitucional sería uno de los golpes más severos a la integridad del Estado-Nación. Ya se sabe qué ha ocurrido con los billones recibidos en regalías por departamentos y municipios. Ya se sabe el grado de corrupción que ha generado en muchas regiones las transferencias del presupuesto nacional. Ya se sabe cómo el crimen organizado se toma las administraciones regionales y locales cono fuente de recursos y consolidación de su control territorial.

Finalmente, el presidente Petro se ha encargado de demoler todos los días la identidad de los colombianos como una sola nación. Ha fragmentado el sentido de unidad aupando otras identidades en contraposición y en conflicto con la colombianidad. Ha permitido el surgimiento de un paramilitarismo popular que erosiona el monopolio de la fuerza por parte del Estado. Se ha burlado de los símbolos patrios y ha ofendido el honor militar. Ha sembrado odio y lucha de clases. Ha sustituido el concepto de “nación” por el de “pueblo”, que es excluyente y que para el mandatario solo cobija a sus seguidores. La nacionalidad va a quedar hecha añicos al final del mandato Petro. Mucho esfuerzo se va a requerir para reparar ese florero de Llorente.

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