Ana Bejarano Ricaurte
19 Enero 2025 03:01 am

Ana Bejarano Ricaurte

EL FIN DE LA GUERRILLA

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Ni el Estado colombiano ni la guerrilla de las FARC cumplieron el acuerdo de 2016. De los seis puntos que concertaron en la Habana y luego se firmaron en el Teatro Colón no se cumplió ninguno. En manos de Iván Duque el acuerdo pereció, como lo prometió en campaña.

Por supuesto, no hubo ninguna reforma rural integral. La tierra en Colombia sigue en manos de muy pocos y los programas de redistribución —aunque nos dé miedo llamarlos así— han fracasado por falta de voluntad, contundencia o desorden. La participación política de los desmovilizados de las FARC aún no deja grandes lecciones democráticas y en la sociedad civil persiste el resentimiento ante unos parlamentarios que confiesan pero no pagan por sus crímenes. Las disidencias se empeñaron en la criminalidad y formaron su propio bando para seguir narcotraficando. El conflicto no finalizó, pues la desmovilización de la estructura de las FARC devino en la proliferación de muchos otros grupos dedicados a lo mismo. No se solucionó el problema de las drogas ilícitas, negocio que continúa rampante y dicta los ritmos de la guerra. Ni las incautaciones o discursos del gobierno han conducido a un cambio que agote la principal gasolina que alimenta la violencia colombiana. Nos quedamos en un valiente discurso ante la Asamblea General de la ONU sin hoja de ruta que permita trazar un camino hacia la despenalización. Iván Duque se encargó de abortar el naciente negocio de la marihuana medicinal que intentó dejar Santos y de redoblar una estrategia costosa e ineficaz que puso el orden público patas arriba. Las víctimas del conflicto, aunque algunas reparadas, en su mayoría desprotegidas y desconocidas por el Estado, y ahora presas del genocidio que se adelanta contra los líderes sociales sin importar quién gobierne. La implementación, verificación y refrendación del acuerdo hoy son ilusiones que dependen de una voluntad política que no existe, ni siquiera en este gobierno de izquierda. 

Ante ese panorama, el inicio de un nuevo proceso, este mucho más ambicioso bajo el enorme paraguas de la “Paz total”, estaba destinado al fracaso. No solo se trataba de las tensiones y obstáculos de la fórmula grandilocuente de Petro, sino de la realidad de un país en el que nunca se detuvieron la guerra y los dolores que la alimentan. ¿Cuál paz total podían prometer los negociadores del ELN a una guerrilla, cuando la parcial con las FARC ha sido destinada al fracaso?

Claro que hay que idear nuevas estrategias para desmontar el negocio del tráfico ilícito de drogas (la que presentó Petro tiene elementos interesantes), siempre y cuando se haga bajo la premisa inicial de reconocer que ya no existen guerrillas en Colombia. Por lo menos no bajo lo que ese epíteto significó en las primeras décadas del conflicto. No hay ropaje ideológico que puedan vestir los grupos que actualmente existen para esconder que se reparten el país para traficar cocaína y todo tipo de estupefacientes, para destruir los ecosistemas con minería ilegal, para traficar personas por las fronteras y para hacer todo tipo de fechorías menos propender por el bienestar o liberación del pueblo. 

El proceso de paz del presidente Juan Manuel Santos sí representó el fin de las guerrillas, por lo menos permitió lapidar ese concepto, porque entendimos que el Estado no podía garantizar los cambios que sirven a los fines discursivos de estos grupos, ni ellos estaban interesados en conseguirlos. Y, además, que esas ropas y botas las vestiría cualquier otro, con cualquier excusa. Cuál Ejército de Liberación Nacional ni qué cuentos. Cualquiera que sea el título rimbombante o romántico que quieran ponerse, a la lucha armada, si alguna vez significó algo, si alguna vez sirvió para perseguir o reivindicar ideales, se la tragó el crimen rampante y sin bandera.   

Seguir creyendo que hay una contraparte con la cual discutir la institucionalidad y sus dinámicas de desigualdad legitiman un aparato que ya no existe. Y ahora, el Estado colombiano se enfrenta a la imposible condición de que las causas del conflicto —la pobreza, la desigualdad, el narcotráfico, la acumulación de la tierra— persisten, y al otro lado de la mesa de negociaciones ya no quedan guerrillas que puedan enfrentar, sino carteles, bandas criminales, pandillas. 

El bálsamo vendrá tras el fin de la inequidad, el narcotráfico, la acumulación de tierras y la presencia inconsistente e insuficiente del Estado en todo el territorio y otras utopías. Mientras tanto, los ciegos de siempre podrán insistir en la demencial e inútil guerra contra las drogas. Y será muy fácil hacerlo para la derecha que promete gobernar de nuevo a Colombia después de Petro y de la mano de Donald Trump. El fin de las guerrillas ya no garantiza el fin de la guerra y esta realización serviría para enfocarse en mejores soluciones, pero lamentablemente también en las mismas de siempre que afianzan la violencia. 

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