
Escuché las declaraciones de ministro de Salud según las cuales los hijos menores de edad son potestad del Estado en el justo momento en que recogía a mis hijas adolescentes en una fiesta. Eran las dos de la mañana. Tenían permiso hasta la una y media. Les avisé que había llegado, que las estaba esperando en el carro: pero fue como arar en el desierto. Para matar el tiempo, repasé videos en el celular. Y justo cuando aparecieron por la puerta del edificio acompañadas de cuatro amiguitas, a las que naturalmente debía repartir en lugares tan lejanos como equidistantes, el ministro clamaba con su ronquera de cascarrabias su nueva frase de guerra:
—¡La patria potestad de todo niño o niña adolescente menor de 18 años es del Estado!
El batallón de quinceañeras se acomodó en la silla de atrás. Para ambientar la travesía, a mi hija mayor le dio por encender el radio a todo volumen: la inconfundible voz de Bad Bunny brotó del parlante para contarle al mundo entero su deseo de tomar café en la mañana y ron en la tarde. Y mientras soportaba los infernales decibeles del bardo de Puerto Rico, y conducía de un lado al otro de la ciudad, las declaraciones del ministro dejaron de parecerme descabelladas. Y comenzaron a parecerme razonables.
Hablamos de dos adolescentes que no mueven un dedo, que jamás lavan un plato. Y que, quizás en manos de ciertos funcionarios del gobierno, aprendan por lo menos a lavar.
Si las niñas son del Estado —me embebí en mis pensamientos, absorto a los quejidos de Bad Bunny, ajeno del todo a la charla— al fin podría descansar los fines de semana. Se acabaría el drama de recogerlas en fiestas, de esperarlas en ruana. Las cuotas extras para la excursión, para la chaqueta de once serían problema del ministro de Hacienda; su costumbre de dejar las luces prendidas, del de Energía. Se acabarían los ruegos para que hagan tareas los domingos por la tarde. Todas esas responsabilidades, en adelante, recaerían en el funcionario de gobierno que se encargue de ellas: Armandito, con el favor de dios, para que fueran ellas las que tuvieran que esperarlo a él, en las madrugadas, y sepan de una vez lo que se siente. O el ministro de Educación, de quien aprenderían a llegar a tiempo a las citas y a hablar sin groserías. O Laurita Sarabia, quien les enseñaría el valor de la sinceridad:
—Vamos al polígrafo del sótano y me cuentan si de verdad estudiaron para el examen.
O, por qué no soñar en grande, que se encargue de ellas el propio Berto, Berto en persona, para que las forme en valores, y les enseñe a ser responsables, a dormir en piyama, a llevar tejido humano a Marte. Y a importar gas por los tendidos eléctricos que ni siquiera tenemos con Panamá.
También a consumir cocaína en lugar de whisky, porque según dijo el viernes en un discurso hace menos daño: quizás porque la cocaína no produce “gastristis”.
Pero sobre todo les enseñaría a soltar. No solo cuando vayan al baño, sino cuando las aqueje algún problema de la vida:
—Las alumnas perdieron tres materias este semestre —le diría la directora de curso en el colegio en el informe de notas.
—Yo no las crie, esa es la verdad —se defendería papá Berto.
Sería el shu shu shu de las niñas, es cierto. Su nuevo papá las estrangularía financieramente para absorberlas del todo. Las volvería niñas estatales. Y sus abuelos no las verían crecer sino decrecer.
Pero podrían viajar por primera vez en helicóptero, y montar su propia tienda con estand incluido para la próxima COP16. Comerían frutas gratis en el Fruver de David Racero. Alexander López les reforzaría las matemáticas. Su nuevo tío Olmedo López les administraría la mensualidad para las medias nueves. Y aprenderían a expresarle al novio sus sentimientos: “yo a usted lo amo”.
Mientras conducía de Suba a Rosales para despachar a las últimas amiguitas, y Bad Bunny balbuceaba de forma obsesiva su gusto matinal por la cafeína y por el trago en vespertina, las palabras del ministro retumbaban en mi cabeza para el momento ya como una melodía feliz, liberadora: que las adopte el Estado, me dije ya en la casa, mientras me empiyamaba. Que el Estado las recoja, las lleve, les compre los útiles, les pague la ortodoncia: que el Estado soporte la música de infierno que ponen a todas horas, todo el tiempo. ¿A dónde, pues, debo llevarlas? ¿Elijo el funcionario o ellos me dicen frente a cuál presentarlas? ¿Podría, de paso, encargarles al abuelo?
Supuse que lo mejor sería entregarlas al ministro Chapatín para que de una vez queden en sus manos y en las de su amable esposa.
Imaginaba a doña Beatriz, la nueva madrastra, regañándolas como si fueran unas miserables funcionarias incapaces de obedecer sus órdenes. Perdería los estribos al revisarles las tareas:
—¡Despejen esa equis!
—¡Pero esa tarea es de otra página, doña Beatriz!
—¡La despejan o me presentan la renuncia! ¡Todos los días es lo mismo! ¿Qué quieren, que las llame el señor presidente?
¡A ver si a doña Beatriz también le toman del pelo!, me emocionaba imaginándolo. ¡A ver si pueden manipular con sus pucheros de siempre a Papá Jaramillo —en mi mente ya lo llamaba así— que, por lo demás, no les pondrá las vacunas!
Me imaginaba libre y feliz y contrarrestaba los sentimientos de culpa dando por hecho que de todos modos les esperaría un futuro provechoso: los Jaramillo las ubicarían en alguna oficina de Procolombia del primer mundo, como hicieron con su nuevo hermanastro. Porque el funcionario petrista es de valores católicos y defienden la familia. Al menos la propia.
Dormí poco, como siempre, y al despertar le conté la nueva buena a mi esposa.
—Desayunamos, les empacamos las maletas y las entregamos en Palacio —le anuncié.
Pero, una vez más, arruinó mis planes.
—¡Ni que estuviéramos en Corea del Norte! —me respondió.
—¡Pero el ministro de Salud lo dijo!
—¿Y quién diablos le va a creer a él?
Esa noche tuve que recogerlas en otra fiesta. Para mantenerme despierto, esa tarde me tomé una jarra de café. En lugar de una botella de ron. A diferencia de Bad Bunny.
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