Ana Bejarano Ricaurte
16 Febrero 2025 03:02 am

Ana Bejarano Ricaurte

FASCISMO COTIDIANO

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“¿Cuánto tiempo pasarán dormidos los americanos mientras su preciada constitución es hecha trizas por la quinta columna fascista de la derecha republicana que marcha bajo la cruz y la bandera?”.
 
Philip Roth, La conjura contra América. (2004)

Se ha escrito y dicho mucho sobre el fascismo. Casi hasta vaciar el concepto. Desde escuelas de pensamiento hasta décadas de cine y literatura dedicadas a explicar esta ideología y cómo fue puesta en práctica. De esos esfuerzos hay dos que parecen ahora respirar sobre la nuca de este continente: El cuento de la criada de Margaret Atwood y La conjura contra América de Philip Roth. Y creo que, de sus muchas virtudes, la que por estos días más me ronda el coco es la manera en la que exponen cómo es que una sociedad compra un régimen fascista. ¿Cómo se instala? Y esa pregunta, como lo hace cualquier buena novela, se contesta mejor desde la cotidianidad; desde las historias de la gente.     

Y resulta extraño porque ninguno de esos libros son recuentos fácticos, ni historia ficcionalizada. Son expresiones de la literatura distópica, aquella que imagina futuros calamitosos. 

En la novela de Atwood —hoy un texto guía de la lucha feminista— las tasas de natalidad descienden casi a cero y como reacción los Estados Unidos se convierten en un régimen totalitario diseñado para forzar a la maternidad a las pocas mujeres que pueden gestar. En el texto de Roth —una de las plumas más importantes de la historia de la lengua inglesa y de cualquiera si me preguntan a mí— los gringos eligen presidente a Charles Lindberg quien lidera un régimen antisemita y violento que se alinea con los Nazis en la segunda guerra mundial. Lecturas tranquilitas de domingo. 

No conozco mejores líneas del tiempo para entender, o si quiera imaginar cómo fue que se sintió la llegada del fascismo a las calles, a las familias, a los televisores, a las vidas de la gente. Y aunque tan distintos, coinciden, casi premonitoriamente, en las formas en que se gesta esa revolución oscura.  

Tanto en la Gilead de Atwood como en el Newark de Roth el mundo está en crisis y la solución viene en paquete de dictadura totalitaria. La refundación de las reglas institucionales, de las costumbres y de la dignidad humana se justifican porque hay un estado de cosas que superar.      

En ambos casos el mercado del miedo se nutre de la invención y explotación de un enemigo terrible, que tiene la capacidad de mezclarse entre los buenos y desafiar la vida pacífica y las buenas costumbres. La amenaza del monstruo justifica todo tipo de crueldades y excesos. Prometen que el horror será momentáneo, mientras concretan la salvación. Pero sean judíos, mujeres, migrantes, personas trans la intención es someterlos hasta desaparecerlos si es posible o hasta que sea conveniente. 

Los vecinos, la comunidad internacional, la opinión pública, la academia, los jueces y cualquiera que pueda oponer resistencia vive con indignación y rabia perpetuas, pero también algo inmovilizados e incrédulos de que esa pesadilla que prometen pueda volverse realidad; que habrán salvaguardas y maneras de detenerlo. (Los de “es imposible que eso pase”). Cuando ya el régimen aprieta sus tuercas, muchos pierden la vida o son forzados al exilio para salvarla. Años después, los perseguidos recuerdan aquellos momentos en los que debieron prender sus alarmas y cómo se perdieron con sinuosa facilidad en la cotidianidad.    

Y, por supuesto, el salvajismo infligido contra unos o muchos, mientras puedan agruparlos y culparlos de todas las desgracias.   

Ni todas las hojas escritas por la Escuela de Frankfurt sobre el fascismo podrían transmitir tan precisamente esos instantes que moldean el andar de la comunidad hacia averno. Las explicaciones y justificaciones del odio y la exclusión hasta en las interacciones más banales; las redes y dinámicas sociales que permiten el reclutamiento de incautos; la inclinación a atribuir los horrores a exageraciones, falsedad o excepciones; los dioses, valores y promesas que sirven para vender el nuevo paradigma en las salas de las casas. Claro está la geopolítica, pero tal vez son esos instantes los que tejen las fibras sobre las que descansa el desastre que después es inevitable. 

Es el caldo de cultivo de la violencia totalitaria arropada en la cotidianidad, el que nadie entendió muy bien cuándo ni cómo se lo tomó hasta que la intoxicación es irreversible. Y era mejor cuando esa sopa la probábamos solo en los libros.   

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