
En aquellos días felices cuando estrenamos sede, y todavía creíamos que bastaba con trabajar duro y hacerlo con honestidad, apareció Choco. Una sala de redacción, con su ritmo frenético y sus últimas horas, no parece el mejor lugar para un cachorrito pero Choco la convirtió en su hogar. Encontró un sitio para guardar la pelota detrás de una papelera y un rincón para comer en su plato digno de una emperatriz. Él sabía cuándo era oportuno apostar carreras con un reportero y cuándo debía hacerse a un lado para no obstaculizar un cubrimiento.
Nadie lo oyó ladrar jamás. No recuerdo haberle visto una actitud agresiva, era dulce a toda hora. Algunas veces cuando no estaba en la oficina de Isaac aparecía en la mía, cruzaba las patas con elegancia y seguía con atención las discusiones. Avisaba cuando le urgía ir al jardín del estacionamiento y una vez se aliviaba regresaba “al trabajo” con ánimo renovado. El único lunar en sus modales exquisitos eran las apestosas flatulencias que soltaba en silencio mientras ponía cara de “yo no fui” sembrando la sospecha entre los humanos. Pocos pensaban que podía haber sido él.
En su casa era el centro de la atención. Creció en medio del cariño de Juan, de Paco y de María que celebraban sus gracias y la alegría de tener esos momentos en los que Choco era solo de ellos y no la mascota de todos. Se mantenía en forma, en parte por su ánimo infatigable pero sobre todo porque ellos sabían que necesitaba el ejercicio para que no se afectara su cadera, una dolencia frecuente en los labradores.
Cuando Raquel se enfermó por primera vez, y estaba sufriendo al tiempo los efectos de la leucemia y la quimioterapia, fue una visita de Choco la que le devolvió la sonrisa. De la mano de Juan llegó hasta el quinto piso del hospital de niños, llenó de felicidad a los pequeños pacientes que encontró a su paso, entró al cuarto de nuestra hija y se sentó a los pies de su cama en el ángulo preciso para que ella pudiera verlo y sentir su cariño silencioso. En medio de tantas muestras de solidaridad y afecto, quizás nada la animó tanto como sentir cerca al perrito que no se movía, solo la miraba y le dejaba ver que estaba ahí.
En los períodos en los que nuestra niña podía volver a la casa, Juan e Isaac, con enorme generosidad, llevaban a Choco para que estuviera con ella, tan cerca como lo permitiera su salud. Pocos días después, otro amigo sobreviviente de cáncer, nos regaló a Nutella que parecía una versión a escala de Choco. El mismo pelo, los mismos ojos, el mismo paso.

Para explicar lo que significó Choco para nosotros basta con decir que Rafael, nuestro hijo menor, en el momento en el que recibía a Nutella, la primera y única mascota de su vida, solo preguntaba si Choco iba a venir.

Alguna vez les conté lo que ha impactado Nutella nuestras vidas y de qué manera nos ha reconfortado en los momentos difíciles que hemos tenido que pasar. Choco permanece en nuestros corazones.
Hace unos años, Choco y su familia se fueron a vivir lejos de aquí. Seguimos hablándonos y viéndonos cada que es posible pero más de seis horas de vuelo nos separan y las ocasiones no son tan frecuentes como quisiéramos.
En diciembre de 2021 fui a Los Ángeles a visitarlos y pude pasar unos ratos con Choco. Su pelo café se había ido blanqueando –como el mío–, ya no corría tanto como antes pero me recordó, jugó conmigo y me guió por su casa nueva tan bella y llena de luz.
Con él, sentado a mi lado, escribí la última columna de ese año y como en California hay tres horas de diferencia con Colombia, los dos nos levantamos a las tres de las mañana para twittear sin despertar a nadie. A las ocho de allá hicimos juntos el programa de Los Danieles tratando de hablar bajito y esperando el final para salir a jugar al jardín.
Hace un poco más de dos meses Choco se enfermó y murió en paz. Su agonía fue corta. Sucedió por los días de mi último cumpleaños. Me enteré por un mensaje de texto y no puede evitar una lágrima de pesar y gratitud para ese ser que nos trajo tanto consuelo cuando más lo necesitábamos.
Sus dueños decidieron cremarlo y poner sus cenizas en esa linda casa de Pacific Palisades, California, en la que el perrito pasó sus últimos años.
El martes de esta semana los incendios obligaron a evacuar la zona. El fuego empujado por los vientos alcanzó la edificación y en poco tiempo acabó con todo. Las cenizas de Choco quedaron mezcladas para siempre con las de esa casa en la que fue feliz. Quiero pensar que el recuerdo de su bondad guiará la reconstrucción.
