
Cae la noche en Bogotá. Asoma la luna redonda. Con un ligero retraso de once horas, el presidente Berto asiste en Palacio a un desayuno de trabajo.
—¿Qué tenemos para hoy? —pregunta mientras se derrumba en su sillón.
—Mermelada que sobró de la reforma tributaria y papaya del Surtifruver de David Racero —informa, solícita, Laurita Sarabia.
—Me refiero la agenda. ¿Para qué es este desayuno? —pregunta el jefe.
En el salón, en círculo, atienden sus asesores de confianza en asuntos diplomáticos: el ponderado ministro de Educación; el experimentado embajador en México, Moisés Ninco (de increíbles credenciales internacionales, como lo certifica su diploma escolar del modelo de la ONU); Nerú; María Fernanda Carrascal; Gustavo Bolívar. Y, claro, el vehemente canciller, que le informa a su jefe los sucesos de Venezuela: el robo electoral, los abusos de Maduro. Y que se acabó el café.
—¡No puede ser! —exclama Berto.
—Pero ya arreglan la greca —anticipa Laurita.
—Me refiero a lo de Maduro.
—Si usted lo desea, lo condenamos, señor presidente —ofrece el canciller.
El presidente lo tranca levantando la mano.
—¡Calma!: ¿Qué opina nuestro embajador en Caracas y sobre todo cómo se llama él? —indaga.
—No contesta: se fue al campo —explica el libretista Bolívar.
El presidente se reacomoda en la silla.
—Señor —lidera Laurita Sarabia—, podemos seguir la misma línea de trinos que usted escribió antes, en situaciones electorales de otros países.
—El de “volvió a ganar Videla” cuando el triunfo de Milei —recordó el canciller.
—¡O decir que hubo golpe de Estado, como en las elecciones de Guatemala! —añade Mafe Carrascal.
Nerú ofrece un masaje. El presidente mordisquea su lápiz Berol número dos.
—Hagamos algo un poco más… ponderado —pide—. Tienen diez minutos para redactar un borrador.
Laurita Sarabia reparte hojas y esferos. Los asesores se concentran sobre el papel. Pasado un tiempo, el presidente-profesor pide leer en voz alta el ejercicio. Comienza el ministro de Educación.
—“Han habido otros garbimbas en el poder y ahí sí no decían nada, pero ahora que son nuestros garbimbas la derecha fascista y nazi se queja” —aporta.
La dinámica se repite, uno por uno, pero ninguna propuesta convence al mandamás: les falta equilibrio, mesura, sopesar matices, según explica.
Los presentes se miran entre sí.
—¿Qué es “mesura”? —pregunta el de Educación.
—¿Qué es “matices”? —pregunta Bolívar.
—Qué es “sopesar”? —indaga Mafe Carrascal.
El presidente les aclara: la situación requiere equidistancias, no avalar al dictador pero tampoco pelear con él: “No en vano compartimos miles de kilómetros y un pasado común, especialmente en las elecciones pasadas”, informa.
—¡Pero se robaron las elecciones, como Misael Pastrana el 19 de abril de 1970! —se queja el canciller.
—¡Pero la diplomacia consiste en respetar y mantener los canales abiertos! —dice Berto.
—Salvo que se trate de Israel —matiza Bolívar.
—¡Exacto! —subraya Berto.
—¡El concierto contra Netanyahu que montamos en la plaza de Bolívar es de los mejores que han habido! —recuerda el ministro de Educación.
—Además —continúa Berto —, debemos defender la libre determinación de los países latinoamericanos.
—¿Incluso la de Milei en Argentina?
—¡Tampoco hasta allá! —aclara el presidente.
—Mejor como lo hicimos cuando denunciamos el golpe de Estado a Pedro Castillo en el Perú —ratifica Bolívar.
El presidente pide silencio. Necesita pensar.
—¿Y si para quedar bien con Maduro desconocemos su triunfo pero le ofrecemos asilo? —propone Mafe Carrascal.
—¿Y que tenga que pagar peajes, quedar a merced del Clan del Golfo y sin sistema de salud? —la increpa Bolívar.
De nuevo reina el silencio.
—¿Y si les mandamos de nuevo a Benedetti? —propone Laurita Sarabia.
—¿Y si decimos que nos dieron un golpe blando? —sugiere Ninco.
—¿Y si decimos que Maduro al menos no se robó 70 mil millones? —lanza Mafe Carrascal.
—¿Y si nos vamos a ver ballenas? —plantea el canciller.
El presidente siente que la maldita “gastristris” ha regresado: no ha debido beber tragos fuertes después del primero de enero.
Poco a poco, la sala se sumerge en un barullo creciente, como de salón de clase. Berto pide orden.
—Redactemos un texto con expresiones como “si bien es cierto que… no lo es menos que”, y cosas parecidas —ordena.
—Nos tocaría copiar el discurso de alguien de centro —titubea el canciller.
Se desata entonces una lluvia de ideas frente a la que Laurita toma nota.
—Pongamos que no voy —dice el presidente.
—Pero es muy drástico —anota el canciller.
—Pero que mando al embajador —dice el presidente.
—Pero es avalar el robo —opina el canciller.
—Pero que no aceptamos los resultados de las elecciones —matiza el presidente.
—Pero es muy duro —responde el canciller.
— Pero que no rompemos relaciones —modera el presidente.
— ¡Qué chimba! —exclama el ministro de Educación.
— Añadamos que es culpa de los gringos: eso hacía yo en los ejercicios de la ONU —sugiere Ninco.
—Añádanlo —concede el presidente—: y pidamos que se repitan las elecciones.
—Y que no podemos poner en riesgo el comercio de la frontera, el capital —sugiere Bolívar.
—¿Qué es el “capital”? —indaga el ministro de Educación.
—¿Qué es “frontera”? —pregunta Mafe Carrascal.
Son las dos de la mañana y el texto ha quedado redondo; el presidente lo publicará en su cuenta de X como ejemplo de equilibrio para las futuras generaciones. Estará blindado ante al tiempo. Poco importa que, en trinos sucesivos, un presidente Berto más emocional califique el secuestro de María Corina Machado como noticia falsa o relativice su cercanía con Maduro publicando fotos de Pastrana con Pinochet. Ha dejado una pieza limpia para la historia. Más limpia, incluso, que la pieza de Susana Boreal.
Pide entonces un tinto. Le recuerdan que la greca no funciona. Mientras se pone de pie, se consuela pensando que el café le habría sentado mal a su “gastristis”.

