Hay quienes critican a Gustavo Petro aquella frase que pronunció al saber que su hijo Nicolás se había metido en líos: “Yo no lo crie”. En manos de un psicoanalista, la sentencia resultaba un cóctel explosivo de Freud y Lacan. Y a los ojos de la opinión pública era una manera bastante cruel de lavarse las manos en un caso que ha ido engordando hasta amenazar la estabilidad política del país y brindar a la extrema derecha un arma de ataques personales e institucionales.
Convengamos en que la frase fue desafortunada. Desafortunada, sí, pero no equivocada.
Para criar a sus vástagos, los padres deben luchar cada vez más contra fuerzas que debilitan su autoridad y socavan el papel formador de la ley, la escuela, la sociedad, los libros, el espíritu cívico y otros factores aliados. Dependerá de cada caso, de cada comunidad y de cada familia, pero no cabe duda de que la tecnología ha desplazado los valores que deberían infundir los taitas a sus críos. Los niños y los jóvenes pasan hoy más tiempo esclavizados por las pantallas, las redes sociales (y antisociales), los videos ridículos, la televisión, el streaming y las plataformas que guiados por padres, madres y maestros.
Los mensajes cotidianos que envía la sociedad de consumo son profundamente materialistas y perturbadores. El más insistente identifica al éxito con la riqueza. En la cúspide del altar brilla el poder de la plata. Su desaforada capacidad de adquisición empieza en artículos banales pero tiene entre ceja y ceja al poder político. Lo dijo el filósofo brasileño Millôr Fernandes: “El dinero es el invento más violento de la historia”. La riqueza ha servido para todo: para comprar mando, estatus, amores, bienes, prestigio y hasta salud. Don Francisco Quevedo repetía hace cuatro siglos: “Poderoso caballero es Don Dinero”. Hace rato el dinero dejó de ser un caballero. La arrolladora capacidad del capitalismo lo convirtió en un huracán obsesivo ante cuyo empuje todo claudica. No hay valor que no se supedite a él, ni dicha que no prometa sus frutos dorados: lujo, rumba, catre, gasto fácil, vicio, marcas famosas, derroche, exhibicionismo y, en general, levedad moral, egoísmo y desdén por la ética.
Pero lo peor no es el afán de hacer dinero, tan viejo como el dinero mismo, sino la enseñanza social que deja: todo resulta aceptable si conduce a una ganancia. El supremo valor es amasar una fortuna. ¿Cómo? No importa. En esta materia, ninguna biblia más categórica que el comercio de droga, alimentado por sociedades que necesitan huir de sus problemas y hallan en la represión autoritaria un recurso para ejercer poder político internacional y sostener miles de empleos dedicados, sobre todo, a atrapar los peces chicos.
Asquea la admiración que despiertan los criminales exitosos, cuyo máximo espejo es el narcotraficante. Revueltos con él se encuentran a menudo los corruptos. Mientras Colombia fue una vaca flaca y un país pobre, pobremente la robaban. No son muchos ni muy escandalosos los episodios de podredumbre administrativa en el primer siglo y pico de nuestra historia. Pero, con el aumento de los presupuestos estatales y el derribo de las barreras entre el servidor público y el hombre de negocios, la vaca flaca empezó a cebarse y a atraer empresarios sin escrúpulos y políticos dispuestos a financiar campañas a cambio de contratos amañados. Hay que ver cómo se ferian los presupuestos regionales en muchos lugares del país, en especial la costa atlántica. Instituciones que solo excepcionalmente registraban ejemplos de corrupción, como las fuerzas armadas, se hundieron en la cloaca de los chanchullos.
Otros no defienden la doctrina del roba-roba pero aceptan algunos de sus derivados, como la evasión de impuestos, arte en el cual han dado lamentables lecciones algunos de nuestros más populares y queridos personajes.
El mosaico es deprimente. Empresarios extranjeros dispuestos a comprar licitaciones, aristocráticos cachacos vinculados al manejo torcido de campañas políticas, candidatos presidenciales impresentables, patrocinadores de grupos paramilitares, latifundistas tramposos, guerrilleros extorsionistas, clanes mafiosos, destructores de la naturaleza, ricos criminales festejados por sus paisanos, funcionarios venales, parlamentarios vendidos, instituciones de vigilancia entregadas a comodines políticos.
Mientras medio país pasaba y pasa hambre, la mayoría de los pobres tenían y tienen que resignarse a la insolidaridad, la miseria y la falta de oportunidades legales.
Ya son varias las generaciones educadas en el derroche y la ostentación. El ambiente de repartija, gasto obsceno y súbita e inexplicable prosperidad ha moldeado a miles de jóvenes cachorros en el mundo y en Colombia. Nicolás Petro es uno de ellos. En su banquillo también se sientan sus familias, sus círculos de poder y quienes los emulan o envidian. Es hora de reflexionar acerca de qué clase de sociedad hemos construido porque, a decir verdad, al hijo de Petro lo criamos todos.
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