Ana Bejarano Ricaurte
20 Febrero 2022 03:02 am

Ana Bejarano Ricaurte

APRENDER A INDIGNARSE

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Cada semana que pasa se calienta más el debate público. Se acercan unas cuestionadas elecciones y cuando suenan las trompetas de la guerra de tronos “democrática”, se dispara la avidez de poder y se incrementan las batallas por las ideas, o por hacer ruido, lo que resulte más rentable. La pelea se cotiza porque permite llamar la atención y autoriza a imponerse sobre los otros. Candidatos que se acusan entre sí, influenciadores que reparten insultos a diestra y siniestra, y por esa vía muchas plumas y megáfonos se convierten en trinchera.

Elecciones o no, la discusión pública en Colombia siempre se ha desenvuelto en altas temperaturas. Lo que sí es más reciente son las voces que piden cancelar otras. Es una indignación que no soporta las ideas ajenas y por eso pide que la contraparte cese de existir. 

Ahora la llaman cultura de la cancelación. Una forma de ostracismo moderno que implica el rechazo o boicot a una persona, como sanción social por cuenta de una ofensa que la comunidad no puede soportar. La cancelación es una especie de muerte en vida. Se pretende borrar a la persona de la colectividad y generar vergüenza a quienes se asocien con ella. 

Claro, hay ciertas ofensas que tal vez puedan excepcionalmente justificar este castigo. En especial cuando nuestros sistemas de justicia no reprenden esas faltas y la inacción se convierte en una invitación para que algunos ofendidos o víctimas opten por aquellas formas de linchamiento. 

¿Entonces cuáles trasgresiones justifican esta forma de justicia por propia mano? En el caso de los discursos de odio, es cierto que son un poderoso motor para la violencia material. ¿Pero acaso no es verdad también que la única forma de desterrar realmente una idea que consideramos equivocada, incluso si es peligrosa, es debatiéndola hasta el cansancio? ¿Acaso prohibir y silenciar un pensamiento es realmente la forma de acabarlo? ¿No hemos aprendido nada sobre cómo se han reciclado y renombrado las xenofobias, racismos y otras formas de odio en la historia del mundo? 

En esta forma de liquidación hay poca consideración por el debido proceso y la graduación de las penas, que en ocasiones pueden resultar violatorias de los derechos humanos. Es también una salida cobarde. Siempre es una opción no leer a quienes no soportamos, pero además hay muchas formas de enfrentar a un contradictor, incluso llevando la pelea a los estrados judiciales. Esta solución debería ser la excepción y en muchos casos se abusa de ella, pero es sin duda más valiente y productiva que llamar a la supresión del otro.  

Lo más desesperanzador es cuando estas invitaciones a amordazar al contrario vienen de personas acostumbradas a defender la libertad de expresión y pensamiento; de periodistas y librepensadores. Y cada vez ocurre con mayor frecuencia. Ese bienpensantismo que admite el debate solo cuando es correcto, cuando no lo ofende, poco o nada contribuye a la curación orgánica del debate público. Además, silencia temas que únicamente podemos superar hablándolos, o incluso gritándolos. 

Podemos coexistir entre discursos que nos parecen insoportables si nos equipamos para deconstruirlos; para mostrar dónde está el error. También para exponer las consecuencias materiales de ciertas expresiones peligrosas. Es preciso defender con ímpetu las ideas hasta el cansancio... o hasta la convicción de que están equivocadas. Pero cuesta entender la utilidad de la indignación que busca desaparecer al otro. 

Aprender a indignarse implica asumir las consecuencias de crear inmediatamente una contraparte y tener los elementos para vencerla, hablándole con la verdad; mostrándole en qué se equivoca, sin tener que aniquilarla, como en una sana y vigorosa pelea de juzgado. 

Y esta grandilocuencia de la libertad de expresión, el tiempo que le invertimos a reivindicarla y enaltecerla no vale nada si concentramos nuestro esfuerzo solamente en buscar la desaparición de voces o discursos, y a veces olvidamos los fenómenos sociales que quedan como consecuencia. 

Lo que no sorprende es que en un país donde la vida vale tan poco, a las voces públicas se les decreten estas penas de muerte en vida, porque así es como resolvemos muchas otras tensiones, así es como se saldan los conflictos todos los días en el campo y en las calles de Colombia. No sabemos disentir sin eliminarnos. Todavía no aprendemos a indignarnos. 

*Esta columna está dedicada a Ramiro Bejarano Guzmán, pater et magister, quien me enseñó a litigar, a defender periodistas, a abogar por otros, a escuchar, a debatir sin cancelar. Por eso y por muchas otras cosas a su lado aprendí a indignarme. Si algo sé sobre este oficio de pensar en público, es también resultado de tantos años de caminar y batallar juntos. ¡Por los que faltan!

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más columnas en Los Danieles

Contenido destacado

Recomendados en CAMBIO