Daniel Samper Ospina
28 Agosto 2022

Daniel Samper Ospina

COSAS SURREALISTAS DE COLOMBIA

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Los ojos me pesaron cuando observaba las noticias y de un momento a otro, tras un ligero cabeceo, los abrí de nuevo y me encontré en medio de una precoz marcha contra Petro. La convocaban petristas descontentos; militantes que esperaban nombramientos que no se oficializaban; hinchas de base que se sentían reemplazados por politiqueros recientes. 

La situación era evidentemente extraña, pero la asimilaba con la naturalidad con que uno absorbe la realidad en los sueños.

—¿Por qué estamos marchando? —pregunté a un joven que iba a mi lado.

—Es una marcha humana —me dijo.

—¿Y en el andén?

—Sí, sí: en el andén, para no incomodar.

—¿Y hacia dónde va la marcha, dónde termina?

—En la plaza de Núñez —me dijo—: haremos un plantón allá porque ahora sí se puede.

Todos caminaban en tenis, ni siquiera en Ferragamo (mucho menos en Crocs). Alcancé a distinguir a Mery Gutiérrez, excandidata a ministra de las TIC, que marchaba con una pancarta en la que exigía trabajo (y amenazaba con demandas a la Nación); a la astróloga Mavé, con una cartulina traída de Alemania en que pedía una beca para estudiar en la NASA; a Cielo; a Hollman; al otro Nicolás. 

En una cuadra delantera avizoré a Juan Manuel Santos que contaba a quien lo quisiera escuchar la forma burda en que no lo subieron a un avión y tuvo que dormir en las sillas de la sala de espera, con el blazer acomodado a modo de cobija y la cuellera aferrada como peluche:

—Y eso que si algo he sido en mi vida política ha sido eso: un avión— se quejaba. 

Su presencia no obedecía a un malestar concreto contra Petro, quien, por el contrario, había respetado todas sus cuotas; Santos, en realidad, acompañaba a Pedro Sánchez, su amigo, a quien la jefa de ceremonias de Palacio presentó como presidente de la República de España:

—Por poco tomo la espada de Bolívar pero para defender al reino —decía.

Al inicio no comprendía las razones de la marcha: ¿no resultaba prematuro protestar contra Petro quien, por lo demás, ha mostrado un interesante afán de cambios de doctrina? Pero mi vecino se encargó de explicarme.

—Acá estamos los petristas desilusionados, los petristas que sentimos que el gobierno al que ayudamos a subir no nos tiene en cuenta… —me dijo.
—¿El señor es Camilo Romero? —me atreví…
—No, no, él ya se fue a Argentina —respondió, colorado.
—Pero ¿cuál es la queja, si Petro ha tenido buenos nombramientos?
—¿Como el del hijo de Enriquez Maya? —respondió con ironía. 
—¿Aquella que se tapa la cara no es Laura Gil? —interrumpí al observar a una mujer muy parecida a ella, con una pañoleta.
—¿La del letrero de “No intervengamos en la justicia de otros países”? No, no: ella está de viaje —respondió.

Un manifestante al que le habían robado el celular negociaba con el ratero los plazos en que debía pagarle las cuotas de las próximas facturas, al tiempo que unos militantes de mochila entonaban cánticos alusivos a los animales: nos hicieron conejo por culpa de la Toro, en alusión a Dilian Francisca. Los seguía un nutrido grupo de personas que masticaban con evidente asco.

—¿Qué están comiendo? —pregunté.
—Sapos. Comen sapos. La joven de acá, la noticia de que no eliminaron el Esmad; la señora de allá, el anuncio de que el 4 x mil no se desmonta…  Y el señor del pelo largo del fondo deglute la forma en que eligieron al Contralor…
—¿Ese no es Gustavo Bolívar?

No quiso responder. Entonces aparecieron unas coloridas furgonetas de la policía que cerraban la marcha. 

—¿Y esos carros? —indagué.
—Son de la Unidad de Diálogo y Acompañamiento a la Manifestación Pública, el antiguo Esmad…
—¿Ese es el nuevo Esmad?

Asintió. Tras las camionetas venía un contingente de policías: los antiguos Robocops eran ahora psicólogos que andaban con sacos de tweet sobre su traje de protección y libretas de notas en lugar de bolillos. Abordaban uno a uno a los manifestantes; les preguntaban sobre sus sentimientos de rabia e invitaban a los más revoltosos a pasar al diván con que habían acondicionado las tanquetas más grandes, para realizar introspecciones a fondo.

Imaginaba que en un estallido social contra Petro saldrían a marchar otro estilo de personas: terratenientes, gerentes de petroleras, fajardistas, robledistas, estudiantes de la Sergio… La familia Ardila… El general Zapateiro con todos sus zapateiritos alineados en fila, detrás de él, a modo de pollitos. Álvaro Uribe.

Si fueran ellos quizás la marcha tendría el vigor del que carecía esta protesta de petristas autocríticos que parecía languidecer: ¿qué necesitaban para protestar contra Petro con algo de vehemencia? ¿Que el ministro de Transporte “plagiara” ideas del presidente antecesor y construyera casas de 700 millones en Providencia?

Pensaba ventilar mi queja ante el vecino, pero en ese momento sonó un alarido que me despertó. 

De vuelta a la realidad, en el noticiero aparecía Paloma Valencia, que ofrecía unas declaraciones estridentes en medio de una extraña y deprimente protesta. Una docena de personas entonaba a destiempo un cántico de comedia:

—¡Cero reforma del salchichón! —decían, una y otra vez, casi sin ritmo.

Para que su voz sobresaliera ante la insólita arenga, doña Paloma declaraba a los alaridos que estaba en desacuerdo con el anuncio del ministro de Defensa de prohibir el bombardeo sobre niños: suena extraña la frase, pero es así. 

—Ahora las disidencias los van a usar como escudos humanos para que no las bombardeen — argumentaba, como si la conclusión lógica fuera, entonces, que mejor los bombardearan.

Una oposición de risa, incapaz de criticar lo criticable. Un país que debate si los niños se deben o no se deben bombardear: eso somos.  

Traté entonces de conciliar el sueño porque resultaba menos surrealista sumergirme en cualquier aventura onírica que observar aquel reportaje.

Pero terminé condenado a un insomnio miserable que palié fantaseando con que los psicólogos del nuevo Esmad se llevaban a Paloma Valencia a una tanqueta con diván que acababa de dejar libre Gustavo Bolívar.


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