El poeta León de Greiff y Otto, su hermano musicólogo, afirmaban, con cara de palo, que las elecciones colombianas habían inspirado el cuarto movimiento de la 9ª. Sinfonía de Beethoven, la Oda a la alegría. Y cuando el admirado interlocutor mostraba su pasmo, De Greiff añadía:
—Es aquella parte en que el coro grita “¡fraude, fraude!”.
Lo que cantan es, en realidad, freude, palabra alemana que suena parecido a fraude y significa alegría. Pero aun Beethoven habría compuesto al menos una canción protesta ante el nivel de adulteraciones enquistado en los comicios colombianos. Lo vimos en las elecciones del domingo pasado, con exabruptos como el descendiente de un paramilitar homicida que pretende representar a las víctimas de su padre.
Nuestra maltrecha democracia cumple dos siglos tratando de sobrevivir a guerras, engaños, pobreza, injusticias y malos gobiernos. A lo largo de la historia la ha acompañado un fantasma de inquebrantable lealtad: el Compadre Fraude. Tan acostumbrados estamos a las trampas, que no entendemos por qué lo que aquí sucede se considera ilegal y abominable en cualquier país serio. La celada electoral es parte de nuestra biografía, como un cáncer incurable o el muñón de pierna al que se acostumbra un cojo.
Lo dicen los historiadores. Jorge Orlando Melo, al escribir sobre el primer tercio conservador del siglo XX, señala que “en todas las elecciones, sobre todo desde 1914, el fraude fue amplio. [...] Los políticos se acostumbraban a elecciones que no eran confiables e invitaban al fraude y la violencia”. Medio siglo después seguíamos en lo mismo. Acerca de la dudosa elección de Misael Pastrana frente a Gustavo Rojas Pinilla en 1970 señala el profesor David Bushnell: “Cualquier elección colombiana podría verse viciada por diversas irregularidades cometidas de un lado y otro; unas falsas credenciales por acá, un poco de intimidación por allá, con la ventaja obvia para los agentes del gobierno a la hora de los abusos”. Ahí lo tienen: el interminable Compadre Fraude.
Las memorias de viejos personajes liberales suelen describir robos de elecciones y violencia que atribuyen a los conservadores. Y los patriarcas conservadores, como el caldense Francisco José Ocampo, culpan al Partido Liberal de insólita cantidad de asesinatos e irregularidades electorales. ¿Acaso no cacareaba Laureano Gómez por un supuesto alud de cédulas falsas fabricadas por los liberales?
Con razón el columnista antioqueño Alberto Velásquez Martínez escribió hace unos años que “la historia política de Colombia es pródiga en la cosecha de fraudes electorales” y que estos “siguen tan campantes, luego de doscientos años de democracia formal más que real”. Solo que ahora, añade, el fraude es “más descarado de acuerdo con el acelerado aumento de la corrupción”.
Los resultados de las urnas colombianas fueron bastante predecibles mientras imperó el bipartidismo. Unas veces porque uno de los adversarios se abstenía de participar, otras porque era clara la desventaja de un sector y a menudo porque el fraude mostraba sus colmillos desde unos días antes.
Cuando saltaban grandes sorpresas estallaban temblores históricos. Al ser elegido José Hilario López en 1849 por voto indirecto del Senado, el caudillo rival, Mariano Ospina Rodríguez, presionado por una multitud de artesanos, dejó constancia de que votaba por López “para que no asesinen al Senado”. El triunfo de José Hilario impulsó al país hacia un régimen desconocido de libertades, entre ellas la abolición de la esclavitud. Casi un siglo después, el mayoritario Partido Liberal se dividió, y el ascenso del candidato conservador vigorizó la violencia partidista que el 9 de abril de 1948 cobró la vida de Jorge Eliécer Gaitán. La sospechosa elección de Misael Pastrana, atrás mencionada, fue la cuna del M-19, y la matanza del Palacio de Justicia, en 1985, su cumbre más irracional. En 1998, la inesperada victoria en segunda vuelta del binomio Andrés Pastrana-Tirofijo frente a Horacio Serpa, vencedor de la primera, regaló a la guerrilla una zona tan grande como Suiza para sus tropelías. Cuatro años después, una nueva derrota de Serpa, hombre progresista y de paz, inauguró la era de Álvaro Uribe, la polarización extrema, la violencia paramilitar y la gran corrupción política.
Pero el país crece, entran en juego las redes sociales y el Compadre Fraude se hace fuerte, evoluciona, se extiende y se sofistica. Lo más preocupante de las elecciones recientes no fueron las irregularidades, que las hubo, sino que, con su sobredosis de tamales y contratos, ya el sistema político asimiló las anomalías. La mayor podredumbre no excava ahora su madriguera en las urnas sino en la indiferencia con que la ley y la opinión pública toleran la compraventa de votos, el derroche incontrolado en las campañas y la presencia amenazante de clanes en el mapa electoral. La tóxica fórmula no solo excreta en el Capitolio a decenas de elegidos que acuden a trampear, o en el mejor de los casos, a callar y obedecer (“Anatolio, vote sí”), sino que impide la llegada de gente nueva o valiosa. Los candidatos quemados constituyen esta vez un mosaico ilustre de diversas tendencias. Lástima.
Se dirá que Petro o Fico ganaron los comicios parlamentarios de 2022. Se dirá que no les fue mal a los cadáveres de los partidos tradicionales. Se dirá que ganó la democracia. Error. El gran vencedor, como siempre, ha sido el Compadre Fraude.
(Fuentes: David Bushnell: Colombia, una nación a pesar de sí misma; Henao y Arrubla: Historia de Colombia; Jorge Orlando Melo: Colombia, una historia mínima; Francisco J. Ocampo: Memorias inconclusas de un amnésico; A. Velásquez: El Colombiano, 23.VIII.2011)