Catalina Botero
6 Marzo 2022

Catalina Botero

LOS HIJOS DEL ESTADO DE SITIO

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Antes de la Constitución de 1991, mi generación y generaciones un poco mayores usábamos la expresión “hijos del estado de sitio” para referirnos a quienes habíamos nacido y crecido bajo un régimen en el cual el presidente podía fácilmente usurpar las funciones del Congreso y evadir cualquier control judicial para convertir su voluntad en ley. 

Durante más de un siglo, el uso constante de los estados de excepción impidió que se fortaleciera la democracia y afectó de manera grave derechos fundamentales como la protesta social, la libertad y a la integridad personal. 

Para corregir la desviación crónica e inaceptable que contenía el tristemente célebre artículo 121 de la Constitución de 1886, la de 1991 estableció claros límites al uso de los estados de excepción. La nueva constitución obliga a los órganos estatales a hacer todos los esfuerzos para resolver los gravísimos problemas estructurales del país a través de mecanismos ordinarios y eleva una poderosa barrera contra el oscuro deseo de los presidentes de usurpar funciones del legislador. La figura que le permite al presidente sustituir el Congreso y regular las libertades y derechos de las personas tan solo puede usarse cuando se trata de una situación extraordinariamente grave, sobreviniente e impredecible. La Constitución establece además un límite temporal para el uso de estas facultades. Y excluye algunos asuntos especialmente sensibles del ámbito de acción del presidente cuando se reviste a sí mismo de estas facultades legislativas. 

Algunos precandidatos, entre ellos Gustavo Petro, Juan Manuel Galán y David Barguil, han señalado ahora que, de ganar la presidencia, utilizarían los mecanismos extraordinarios o de excepción para afrontar de manera inmediata serios problemas de sectores vulnerables de la población, como el hambre o la inseguridad. Se trata de asuntos que son urgentes y no dan espera, señalaron sus defensores.
Este razonamiento suena muy convincente. Sin embargo, tiene dos graves debilidades. En primer lugar, los mecanismos ordinarios han sido inútiles para combatir la pobreza no por problemas de diseño institucional sino por falta de voluntad política. Si los esfuerzos del gobierno se enfocaran en afrontar esta situación, los mecanismos ordinarios serían sin duda los más idóneos para diseñar remedios estructurales verdaderamente sostenibles. 

El segundo inconveniente es que esta propuesta nos devuelve al precipicio constitucional de 1886, por culpa del cual los presidentes (siempre invocando finalidades loables) terminaron debilitando de manera severa la división de poderes y afectando gravemente derechos fundamentales. Y estos no son fórmulas vacías: son la base de cualquier democracia sólida, justa, igualitaria y estable. 

Si se acepta este argumento, entonces cualquier candidato que llegue a la Presidencia podría decretar de inmediato el estado de emergencia y sustituir al Congreso a la hora de responder por los derechos sociales de la población más vulnerable. De la misma manera podría, por ejemplo, decretar el estado de conmoción interior dado que la situación en lugares como Arauca o los asesinatos de líderes sociales y las masacres no dan tampoco espera. Y como no es razonable pensar que estos problemas puedan resolverse en el breve límite temporal que establece la Constitución para el ejercicio de facultades extraordinarias y dentro de los límites materiales que define, ¿podríamos esperar también propuestas de reforma para que el nuevo presidente suplante de manera permanente al Congreso en todos los asuntos que exigen urgente intervención?

¿Estamos dispuestos a aceptar que el primer mandatario, sea quien fuere, proceda a decretar el estado de emergencia o el estado de conmoción interior, y de este modo sustituya al Congreso y legisle por decreto en temas tan sensibles como los derechos fundamentales? 

Legislar por decreto significa dejar de oír a las otras voces, abstenerse de deliberar, prescindir de argumentos importantes que solo surgen en procesos genuinamente participativos e imponer la voluntad de una sola persona sobre el resto de los colombianos en asuntos donde la Constitución, por muy buenas razones, exige consensos reforzados. 

Los mecanismos ordinarios permiten diseñar respuestas más sólidas y legítimas, más sostenibles y eficientes. La propuesta de volver al esquema constitucional anterior a 1991 es contraproducente, inconveniente e inconstitucional, como ya lo señaló bien Rodrigo Uprimny en un hilo de Twitter la semana pasada. Esta generación ya no es hija del estado de excepción, como lo fue la mía. Ojalá las siguientes tampoco lo sean.

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