Enrique Santos Calderón
5 Febrero 2022

Enrique Santos Calderón

MEDIO AMBIENTE: CRIMEN SIN CASTIGO

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Hace unos días sujetos no identificados le prendieron fuego a un centro ceremonial y cincuenta bohíos de una comunidad indígena kogui en la Sierra Nevada de Santa Marta cerca de Dibulla. Hace un mes hombres vestidos de civil incendiaron viviendas y cinco centros religiosos de la comunidad kankuana, también dentro de la Sierra Nevada. El 28 de enero el Gobierno expidió la resolución 110, que flexibiliza las normas sobre reservas forestales y, según expertos en el tema, las expone a serios riesgos. 

Estas noticias tienen un común denominador que remite a uno de los problemas más graves que hoy afronta el país: la progresiva destrucción de su medio ambiente y la acelerada devastación de sus bosques. Las comunidades indígenas han sido celosas defensoras de su entorno ambiental y las de la Sierra vienen denunciando la minería ilegal, la tala de bosque y la creciente presión sobre sus tierras, lo que las pone en la peligrosa mira de quienes las propician.

Ya es requetesabido que la explotación maderera y la quema de selva para crear zonas de ganadería, agricultura y minería generan impactos cada vez más irreversibles sobre el equilibrio ecológico y el cambio climático en toda la región. Basta conocer que el ecosistema del Amazonas, pulmón del mundo, ha perdido casi el veinte por ciento de sus bosques y que la deforestación en Colombia es peor que la del Brasil.  Sería inconcebible que la resolución 110 terminara por hacerle el juego a esos intereses e incentivara la deforestación, como temen muchos ambientalistas.

Viajar por el país es ver cada vez más monte pelado, más bosque arrasado, más quebradas envenenadas y duele constatar que nuestros nietos no conocerán las bellezas naturales que nosotros disfrutamos.  Pero no se trata de llorar más ante los paisajes perdidos sino de reaccionar como ciudadanos ante los delitos ambientales y demandar del Estado reales castigos para un mal que nos envuelve por todos lados. La escalofriante noticia de que cerca de Barrancabermeja comenzaron a nacer niños sin cerebro por culpa de metales tóxicos de un relleno acuífero, la advertencia de que Bogotá está ad portas de una emergencia ambiental por contaminación del aire producto de quemas en la altillanura y las toneladas de basuras que hoy se acumulan en las playas de Puerto Colombia son apenas tres ejemplos actuales de un deterioro ambiental que cada día nos golpeará más.

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No hay, por desgracia, fórmulas mágicas. La pobreza y falta de tierras de campesinos y colonos en los territorios, la dinámica de los narcocultivos, los intereses económicos de elites políticas regionales, la presión de las multinacionales del oro o el petróleo y los atropellos de grupos criminales como el Clan del Golfo conspiran todos contra la salud ambiental de Colombia.

Y no faltan hechos paradójicos.  Desde la firma del acuerdo de paz con las Farc, por ejemplo, se ha triplicado la deforestación del país. La presencia de la guerrilla en amplias zonas selváticas era un disuasivo para quienes querían entrar con motosierra y retroexcavadora. La guerrilla no permitía tales presencias, pero no era del todo ajena a la tala. 

Recuerdo que en los años 80, como integrante de una comisión de paz visité la zona de Remolinos del Caguán, donde un jefe guerrillero del Frente 14 nos contó orgulloso que habían aprovechado el cese del fuego de ese entonces para limpiar 300 hectáreas de bosque. “El peligro ecológico de una guerrilla en tregua”, comentó  Rafael Pardo, miembro de la comitiva. 

La calidad de vida y la salud física y mental de la población están ligadas al cuidado de sus ecosistemas locales. Por eso las medidas para protegerlos tienen que ser más drásticas. Los crímenes ecológicos merecen castigos reales más allá de retóricas condenas presidenciales en cumbres climáticas en París o Glasgow.

Hay avances pero tímidos. Colombia tiene una amplísima legislación ambiental (somos un país de leyes, como se sabe) que poco ha servido. La Fiscalía judicializó el año pasado a cuarenta personas por deforestación y minería ilegal, todos peces menores. La Procuraduría investiga a gobernadores del Chocó, Amazonas y Norte de Santander por tala indiscriminada de árboles, pero sabe Dios cuándo habrá resultados.  Cantos a la bandera mientras no veamos a un gran depredador tras las rejas. Mientras tanto, la ganadería pasta en los parques nacionales y las aserradoras cercan a Chibiriquete.

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Hace 43 años, en 1979, con Daniel Samper Pizano, Pablo Leyva, Alegría Fonseca y otros contados defensores del medio ambiente convocamos a una marcha por la carrera séptima de Bogotá contra el proyecto de crear una “ciudadela industrial” en el Parque Isla de Salamanca. Tuvo una acogida inesperada y congregó en la Plaza de Bolívar a cerca de diez mil personas. Fue la primera protesta ecológica masiva que hubo en Colombia y generó una feroz reacción del empresariado, la clase política y la prensa de la Costa Atlántica, que organizaron grandes manifestaciones en Barranquilla y Santa Marta contra “los cachacos enemigos del progreso costeño”.  Pero el proyecto se cayó y pensamos que el Parque Isla de Salamanca se había salvado. Hasta que poco después le atravesaron una carretera mal diseñada que resecó las ciénagas y manglares de este excepcional tesoro natural.

La historia se repite como tragedia o como farsa pero lo que no puede continuar es esta degradación del medio ambiente en uno los países más biodiversos del planeta. Algo hay que hacer. Hace casi medio siglo los colombianos salieron por primera vez a la calle para defender la naturaleza. La destrucción continua. La calle espera.

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