Joaquín Vélez Navarro
28 Noviembre 2023

Joaquín Vélez Navarro

En defensa de la Corte

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Es grave y preocupante la reacción que han tenido ciertos funcionarios del gobierno en relación con algunas de las recientes decisiones de la Corte Constitucional. Después de conocer el sentido de los fallos que declararon inexequibles los decretos de la emergencia económica y social en la Guajira y la prohibición de deducir las regalías del impuesto de renta por parte de las empresas petroleras y mineras, algunos de estos funcionarios, junto con distintos seguidores del gobierno, han acusado a la Corte de estar cooptada por ciertos intereses económicos y por las elites corruptas. Algunos, como el presidente de la Sociedad de Activos Especiales –SAE, han ido aún más lejos al señalar que estas decisiones se pasaron por la faja la democracia y, por tanto, la voluntad del pueblo. Pareciera, por este tipo de mensajes, que entienden que una democracia es solo el gobierno de las mayorías. Un gobierno que no tiene límites distintos a la voluntad popular. Un gobierno que puede hacer lo que quiera, si así el pueblo lo determina. Un gobierno que puede ir en contra de las minorías, si las mayorías lo consideran pertinente. Un gobierno que, con tal de lograr llevar a cabo su proyecto político, tiene la legitimidad de saltarse la Constitución y la ley.  

No es nada claro que el proyecto político de este gobierno esté en efecto apoyado por una abrumadora mayoría popular. De hecho, las encuestas sobre la popularidad del presidente y los resultados de las elecciones regionales muestran todo lo contrario: desgaste y desaprobación. Pero asumamos que la realidad paralela en la que viven esos críticos es cierta, y que el gobierno tiene altos índices de aprobación y un apoyo popular abrumador. Aún en ese caso, hay que recordarles a los contradictores de la Corte que esa noción de democracia, en la cual la voluntad de las mayorías no está sujeta a ningún tipo de límites, no solo fracasó sino que puede autodestruirse. Varios regímenes democráticos, como ocurrió por ejemplo en Venezuela, pasaron a ser autoritarios por la incapacidad de las instituciones de poner límites a esa excesiva popularidad. Ese no es el único riesgo. Una tiranía mayoritaria puede pisotear a las minorías y violar masivamente sus derechos. La historia nos ha enseñado que, por más impopular que sea, limitar a las mayorías es un requisito fundamental para tener una democracia sólida y sana. 

Justamente para evitar los errores del pasado, es que las democracias constitucionales contemporáneas han diseñado cortes que restrinjan de manera real el poder de las otras ramas y protejan los derechos de las minorías. Colombia no fue la excepción, la Constitución de 1991 creó un tribunal para esos propósitos: la Corte Constitucional. 

Una de las grandes cualidades de nuestra democracia, que es sin lugar a dudas bastante imperfecta, ha sido contar con una Corte Constitucional que ha defendido la supremacía de la Constitución y puesto límites a cualquier proyecto político que la contravenga, por más popular que este sea. Muchas veces nos gustan y estamos de acuerdo con sus decisiones, otras no. Pero no cabe duda de que su papel ha sido esencial para defender la frágil democracia colombiana. La Corte, entre otras, ha evitado una segunda reelección (¡que era lo que una gran parte del pueblo quería en ese momento!), garantizado que el ejecutivo legisle exclusivamente en tiempos excepcionales, y protegido los derechos de los colombianos y de ciertas minorías que han sido olvidadas, discriminadas y aplastadas por el pensamiento y las creencias de la mayoría. 

La diferencia entre los regímenes autoritarios y represivos, y las democracias más sólidas, no está en tener una constitución o gobiernos populares, sino en contar con instituciones fuertes que realmente limiten el poder, protejan los derechos e impidan que el régimen se autoaniquile. En Colombia, gracias a los límites que ha impuesto la Corte Constitucional, y al grado de independencia que han tenido la gran mayoría de los magistrados que han pasado por esta institución, es que todavía tenemos una democracia que, aunque es frágil, existe. Hace mucho daño, por tanto, que ciertos sectores ataquen y estigmaticen la labor de la Corte, y cuestionen la independencia de sus magistrados, solo porque varias decisiones no fueron favorable a sus intereses. Los cambios, así no les gusten y por más buenos que sean, tienen que respetar las reglas de juego básicas a las que nos comprometimos desde 1991. Podrán creerse muy demócratas, pero respetar y creer en la democracia empieza por no atacar y deslegitimar a la institución que más la ha defendido. 

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