Juan Fernando Cristo
14 Noviembre 2023

Juan Fernando Cristo

La autonomía territorial

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En la controversia de la semana pasada alrededor de la invitación a la Casa de Nariño de un grupo de gobernadores y la exclusión de otros, por razones políticas, los medios y analistas se concentraron en la coyuntura y en los válidos cuestionamientos al Gobierno por la absurda decisión de dividir a los mandatarios recién electos entre amigos y contradictores. Como siempre sucede, la noticia del día se impuso sobre el problema estructural que padecemos y que nos negamos a asumir con seriedad desde hace años: el asfixiante centralismo y la concentración excesiva del poder y los recursos del Estado en el Gobierno nacional. Colombia no logrará un desarrollo económico y social armónico y equilibrado, si no modificamos la estructura administrativa y fiscal del Estado. Será imposible consolidar una verdadera paz territorial mientras con soberbia y arrogancia se pretenda manejar las políticas públicas de los territorios desde las frías y distantes oficinas de Planeación Nacional y Hacienda en Bogotá.

Una de las promesas de futuro más importantes de la Constitución del 91 fue la de la descentralización política y administrativa. Treinta y dos años después el balance real es que el país se descentralizó en lo político y se recentralizó en lo administrativo. Los gobernadores y alcaldes elegidos popularmente se convirtieron en limosneros VIP del Gobierno nacional, del que dependen para hacer realidad sus planes y proyectos de desarrollo. En la Constitución del 91 se estableció con buen juicio que el 46,5 por ciento de los ingresos corrientes de la nación se transferirían a los departamentos y municipios, con el propósito de fortalecer la capacidad de los entes territoriales para definir su propio modelo de desarrollo, acorde a sus potencialidades, su ubicación geográfica, sus tradiciones culturales, etcétera. Con el argumento de la crisis financiera global de fin del siglo anterior, en 2001 se aprobó por parte del Congreso una reforma constitucional supuestamente transitoria, por solo cinco años, que en 2007 fue prorrogada por diez años más, lo que significó un golpe mortal a las finanzas de departamentos y municipios de Colombia.

Los cálculos más conservadores señalan que en ese lapso de tiempo el gobierno central se quedó con más de 300 billones de pesos que pertenecían a departamentos y municipios. Del 46,5 por ciento definido por la norma constitucional original, se pasó por cuenta de ese “articulito” a poco más del 20 por ciento de los ingresos corrientes en 2022. En esa brutal variación se encuentra en buena parte la explicación de la pobreza, el subdesarrollo y el conflicto en los territorios. Solo pocas ciudades capitales, y unos cuantos departamentos, cuentan con el músculo fiscal necesario para impulsar su propio desarrollo. Los demás dependen de la buena voluntad del gobierno de turno.

Esa cruda realidad de concentración del poder explica la angustia de los gobernadores electos que no fueron convocados a la reunión con Petro. Seguramente serán invitados en los próximos días y con otra foto se dará por superado el impase. Sin embargo, nada cambiará en el fondo. Unos gobernadores y alcaldes supeditados a los planes de desarrollo nacional, sobre los cuales no tienen derecho a opinar, dedicados a implorar en cada oficina ministerial la buena voluntad del funcionario de turno para sacar adelante un proyecto de infraestructura o completar la financiación de alguno de los programas sociales a los que se comprometieron en campaña. El balance, al final, para los habitantes de los territorios es pobre y desalentador. Se requieren cambios de fondo en la estructura territorial, administrativa y fiscal, que permitan fortalecer departamentos y municipios y achicar el tamaño de un Estado central voraz y desproporcionado, que crece de manera geométrica, mientras los territorios languidecen en el olvido, abandonados a su suerte. Ese es el debate de fondo que tenemos por delante y que la clase dirigente nacional se niega a dar. Resolvieron que la violencia y la corrupción son patrimonio exclusivo de las regiones. Solo cuando seamos conscientes de que un país del tamaño y la población de Colombia no se puede manejar desde su capital y que tenemos que avanzar hacia una verdadera autonomía territorial que nos conduzca a un Estado federal, en el que las regiones tengan el poder real, podremos pensar en superar la inequidad, la desigualdad, la pobreza y la violencia que nos afectan.

Seguramente vendrán reuniones y fotos de todos los nuevos gobernadores y alcaldes con Petro, sin exclusiones ni favoritismos políticos. Aplaudiremos desde las tribunas el clima de concertación y trabajo en equipo, pero eso no cambiará para nada la realidad de las regiones. El problema no es si la reunión es con todos los gobernadores, o con unos pocos, sino la distribución del poder, las competencias y los recursos entre el Estado central y las regiones. Si lo evadimos, seguiremos en las mismas.

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