
El alienista.
Crédito: Archivo particular.
El alienista: una fábula de poder, miedo y manipulación
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El escritor y economista Alejandro Gaviria trae a colación un libro sobre el marchitamiento democrático, fenómeno que parece estar sucediendo hoy en el mundo, y en el que la degradación del debate político, la disminución de la confianza en las instituciones por cuenta de las mentiras repetidas a diario y el menoscabo de las libertades individuales en medio de la paranoia tienen en crisis a la democracia.
Por: Alejandro Gaviria

El escritor brasileño Joaquim Maria Machado de Assis escribió en 1882 una historia (casi una fábula) sobre el marchitamiento democrático, la renuncia voluntaria a la libertad y la docilidad de muchas comunidades humanas. El alienista —así se llama la historia— describe, casi con la rigurosidad de un artículo académico, la manera cómo el miedo y la desidia le abren paso al despotismo. Vale la pena contar la historia nuevamente y reiterar sus mensajes fundamentales: la vulnerabilidad de las instituciones y la precariedad de nuestros mecanismos de defensa contra el uso arbitrario del poder.
En la historia, la población va cediendo poco a poco, entregando su libertad y capitulando en medio de la confusión, la paranoia y el oportunismo. Unos ven amenazas en el poder creciente del alienista. Otros perciben oportunidades. El coraje va diluyéndose. Las lealtades se extinguen. Todo ocurre en tres etapas, tres fases distintas. Las democracias liberales, sugiere Machado, se acaban por oleadas: con lentitud al comienzo, de súbito al final.
Primera etapa: la lenta consolidación de un poder arbitrario
La historia comienza con Simón Bacamarte, el alienista, un médico prestigioso, comprometido con su vocación, reconocido por el rey y admirado por sus coterráneos. En apariencia, no tenía intereses distintos al amor por la verdad, el avance de la ciencia y el progreso material. “Hombre de ciencia, solo de ciencia, nada le consternaba, solo la ciencia”. Era austero y pragmático. Una persona ejemplar, sin apetitos vulgares ni vicios conocidos.
Había estudiado en Coimbra y Padua. A los treinta y cuatro años regresó a Brasil, sin que el rey lograra que permaneciera en Coimbra al frente de la universidad, o en Lisboa, encargándose de los asuntos de la monarquía que eran de su competencia profesional. “La ciencia —le dijo a Su Majestad— es mi compromiso exclusivo; Itaguaí es mi universo”.
Propuso construir un gran manicomio con el fin de contribuir al orden social y al avance de la ciencia. Su propósito era “estudiar profundamente la locura, sus grados diversos, clasificar sus casos, descubrir, en fin, la causa del fenómeno y el remedio universal”. Comenzó como todos, con algunas medidas razonables: encerrando a los dementes más peligrosos, a los locos más locos, a los desquiciados de siempre. Todo el mundo estuvo de acuerdo. ¿Quién no lo estaría? El poder siempre apela, en sus inicios, al sentido común.
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Pero el alienista decidió después ampliar el alcance de sus pesquisas y encerrar a personas con defectos ordinarios, manías corrientes, problemas menores y vicios privados. “La razón es el perfecto equilibrio de todas las facultades; fuera de ella, todo es insania, insania y nada más que insania”, dijo. Pocos protestaron, por indiferencia, temor u oportunismo. El médico siempre tenía una justificación, una explicación razonada. Poco a poco iba extremando sus dominios, llenando el manicomio, aumentando su poder. Ya no hablaba de sentido común, pero seguía apelando a la razón, a la autoridad que le confería una voluntad infranqueable y la aparente conveniencia de su causa.
El miedo se apoderó de la gente. Como ocurre en este tipo de cruzadas, nadie se sentía a salvo. El pánico moral se apoderó de la población. Las libertades civiles quedaron sujetas a un poder casi absoluto disfrazado de objetividad y bienestar general. Cundían la pasividad y el silencio. Una comunidad aterrorizada es también una comunidad acobardada. Pocos se atrevían a alzar la voz. El alienista fue allanando el camino, despejando el territorio, acabando con cualquier vestigio de libertad.
Segunda etapa: la rebelión y su fracaso
Comenzó, entonces, la segunda etapa, más súbita y paradójica: un barbero logró reunir un grupo de ciudadanos lo suficientemente grande para resistir al déspota que ya se había despojado de cualquier escrúpulo. Los rebeldes lograron el apoyo de las fuerzas del orden, disolvieron el ayuntamiento y encarcelaron a la mayoría de los concejales. Los amigos del alienista (así pasa en la política) también se sumaron a la revuelta. El barbero fue llamado “protector de la villa en nombre del pueblo”.
“Solo pido que me rodeen de confianza, que me ayuden a recuperar la paz y la Hacienda Pública, tan dilapidada por el ayuntamiento que acaba de ser disuelto. Cuenten con mi sacrificio y estén seguros de que la corona estará con ustedes”, dijo el barbero ante una multitud jubilosa. El barbero visitó al alienista en su casa e improvisó un discurso conciliador. El otrora revolucionario fungía ahora de institucionalista: “El gobierno no pretende resolver con medidas drásticas asuntos que solo son competencia de la ciencia”, dijo. Sin alterarse, manteniendo su austera fisonomía, el alienista lo escuchó. Una multitud esperaba afuera, ávida de justicia, determinada, dispuesta a todo o a casi todo.
Pero el barbero perdió su ímpetu. Sumiso y temeroso, comenzó a perder también el favor popular. “Confíen en mí, todo se hará de la mejor manera —dijo a la multitud—. Solo recomiendo el orden. El orden, mis amigos, es la base del gobierno”. Este pronunciamiento fue casi una abdicación. Cinco días después, el alienista encerró al barbero en el manicomio. De nada sirvió su prudencia ni su templanza. Todo lo contrario.
Tercera etapa: la consolidación del poder absoluto
Vinieron algunas escaramuzas, intentos de sucesión, líderes improvisados. De nada valió: la rebelión llegó a su fin. Comenzó, entonces, la tercera etapa: la consolidación del poder absoluto del alienista. El ayuntamiento se rindió a sus pies, entregó al presidente y a los concejales rebeldes. Nunca el alienista había tenido tanto poder como después de la rebelión. Nadie protestaba. Nadie se oponía a sus designios.
El fuego revolucionario se había extinguido. Las sociedades, ya lo dijimos, se acomodan con docilidad al poder arbitrario. La servidumbre es casi un instinto. La libertad, por el contrario, es un gusto adquirido, un apetito que necesita ser saciado. El alienista sabía que la inconsistencia del pueblo era su mejor aliada. Hacía lo que quería, como un dictador ya curtido. Un día soltaba a todos los supuestos locos; al siguiente, encerraba a los normales. Decidió recluirse él mismo en el manicomio, en un último acto de arbitrariedad. El alienista hizo siempre lo que quiso. Murió aclamado tiempo después, y fue enterrado con gran pompa y solemnidad.

La misma historia se ha repetido innumerables veces no en la ficción, sino en la realidad. Para no ir muy lejos, la periodista estadounidense Roberta Strauss Feuerlicht mostró en su libro McCarthy y el McCarthismo: el odio que transformó a Norteamérica de qué manera la locura y el fanatismo anticomunista se apoderaron de la política en los Estados Unidos durante la primera mitad de los años cincuenta.
Bastó con escoger un enemigo, un grupo maldito sobre el cual podían descargarse todos los males y las amenazas. El lenguaje político adquirió entonces la forma de invectivas altisonantes. Mucha gente terminó creyendo las mentiras reiteradas sobre la infiltración del enemigo en el Estado y la sociedad. Los medios de comunicación, necesitados de escándalos, amplificaron las mentiras. “Los periodistas, que con frecuencia sabían que McCarthy estaba mintiendo, escribían lo que él decía y dejaban que el lector, que no tenía ningún medio para averiguarlo, intentase deducir la verdad”, escribió Strauss Feuerlicht.
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El fuego revolucionario se había extinguido. Las sociedades, ya lo dijimos, se acomodan con docilidad al poder arbitrario
El oportunismo llevó a muchos políticos moderados a ponerse del lado de los radicales. El miedo —un pánico moral— comenzó a apoderarse de casi todo el mundo en medio del delirio acusatorio. Con ello, vino la degradación del debate político, la disminución de la confianza en las instituciones por cuenta de las mentiras repetidas a diario y el menoscabo de las libertades individuales en medio de la paranoia. Más de ocho leyes que restringían las libertades de expresión y asociación fueron aprobadas. Un escritor derechista llevó la historia de la paranoia a su culminación delirante cuando escribió, años después de la muerte de McCarthy, que este no había fallecido de muerte natural, sino que lo habían asesinado los iluminados.
Es la misma historia de El alienista, que se repite una y otra vez. Cambia el contexto y cambian los detalles, pero la esencia se mantiene, la dinámica es la misma: un enemigo imaginado, la paranoia fabricada artificialmente, la supresión de las libertades y la locura que va permeando la sociedad. El historiador norteamericano Richard J. Hofstadter, en un ensayo publicado en 1964, The Paranoid Style in American Politics, describió la esencia de los políticos que arrastran a la sociedad hacia su paranoia: “Como lo que está en juego es el conflicto entre el mal absoluto y el bien absoluto, no se requiere un compromiso, sino la voluntad de luchar hasta el final. Como el enemigo es considerado totalmente perverso, tiene que ser completamente aniquilado”.
Por muchas razones, varias de ellas analizadas en este libro, este estilo parece estar de regreso en buena parte de las democracias del mundo. Ejemplos abundan. Incluso la geografía de la paranoia parece repetirse. Trágicamente los mecanismos de defensa de la sociedad no parecen estar dispuestos. Este libro ahonda en los orígenes, las promesas y la crisis de la democracia, con el propósito de promover una reflexión sobre la necesidad de defender la sanidad democrática y los derechos de la gente. Imaginar la democracia implica también encontrar formas eficaces para oponerse a los muchos epígonos del alienista y sus relatos paranoides. Imaginar la democracia es, en última instancia, una forma de resistencia.
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Imaginar la democracia implica también encontrar formas eficaces para oponerse a los muchos epígonos del alienista y sus relatos paranoides
