En 1985 la célebre escritora canadiense Margaret Atwood publicó su novela El cuento de la criada. El ya icónico texto describe una distopía en la que se impone un régimen de esclavitud y maternidad forzada, con la excusa del decrecimiento alarmante de las tasas de nacimiento. Cuando la supervivencia de la humanidad está en riesgo, quienes pueden gestar se convierten en el más preciado botín de guerra. En el relato de Atwood, los Estados Unidos se transforman en una violenta teocracia llamada Gilead. Lugar inspirado en referencias bíblicas que usan para justificar la dictadura.
Hace poco Atwood confesó que se detuvo varias veces mientras escribía su bestseller por extremista y fantasioso. Ahora, ante la decisión de la Corte Suprema de Justicia estadounidense de tumbar la protección federal del derecho de aborto, la autora ha vuelto a señalar un paralelo. Y aunque Gilead parece lejos, esa sentencia es tal vez el revés más grande que ha sufrido el feminismo mundial en décadas. Las consecuencias serán devastadoras para millones de mujeres en ese país y en el resto del planeta.
En 1973 esa misma corte falló el histórico caso de Roe contra Wade, en el cual admitió que el aborto era reconocido como derecho fundamental en la Constitución. Desde ese entonces EE. UU. se convirtió en un lugar trascendental para la lucha mundial por la autonomía femenina. Pero la decisión fue objetada por poderosas minorías religiosas que por fin pudieron poner un presidente que completara la cruzada: Donald Trump logró posicionar juristas de la extrema derecha comprometidos con el desmonte de Roe.
Siempre me impactó del relato de Atwood que semejaba una forma de realismo mágico del terror, donde la sujeción de las mujeres en este nuevo régimen del horror parecía irreal y absurda, pero curiosamente creíble. La criada protagonista, la revolucionaria June, explica cómo pasaron de la democracia imperfecta al suplicio: “ahora estoy despierta ante el mundo. Antes estaba dormida. Así fue como dejamos que pasara”.
El pasado 24 de junio, tras más de cincuenta años de haber saldado el tema, la Suprema reversó y dijo que no existía un derecho constitucional a abortar y se amparó en que hay tradiciones legales —fundadas en creencias religiosas— en las cuales no se contemplaba esa garantía. Algo así como “no es derecho ahora porque antes no lo era”.
Y más allá de las discusiones jurídicas sobre la calidad o corrección de la decisión, lo cierto es que expertos han señalado que podría resultar en sesenta mil nacimientos no deseados al año, los cuales afectarían predominantemente a mujeres jóvenes, pobres, negras, inmigrantes y desprotegidas por el Estado. Esto sin contar la proliferación de procedimientos inseguros en donde morirán millones. Además, Clarence Thomas, uno de los magistrados que acompañó la decisión, advirtió que esto debería servir para que se reconsideraran protecciones al matrimonio igualitario y al acceso a la medicina de anticoncepción.
La nefasta sentencia para las gringas afecta a todas las mujeres del mundo. En especial porque EE. UU. se había convertido en una potencia para el entrenamiento a personal médico sobre este asunto, así como en un importante financiador de campañas que propenden por la autodeterminación reproductiva de las mujeres en el planeta. El efecto dominó de esta decisión tendrá efectos devastadores por décadas.
Desde ya lo estamos viendo en Colombia, donde hace pocos meses el movimiento Causa Justa logró un histórico triunfo que reconoció el derecho a abortar hasta la semana 24 de gestación. El día que soplaron vientos retrógrados desde la tierra del Tío Sam, el Ministerio de Justicia, en un gesto de triste oportunismo, decidió respaldar una pasada petición que intenta tumbar la sentencia. Y el pasado miércoles, Iván Duque pasó otra pena ampliando estigmas al decir que “el aborto no es un método anticonceptivo”, que tampoco es un derecho y que la vida empieza desde la concepción. Ideas que puede enseñarle a sus hijos en su casa, pero que no pueden ser política de Estado.
Tampoco perdió la oportunidad de meter sus narices el papa Francisco. Porque la cruzada de la Iglesia católica contra la autonomía femenina es un asunto más de pragmatismo que de creencias: sin el control sobre las mujeres y la familia no hay promesa futura de evangelización. Hace poco el papa celebró indirectamente la decisión y llamó a que “no permitamos que la familia se envenene con las toxinas del egoísmo”.
Por eso resuena tanto la novela de Atwood. Por eso en las últimas marchas feministas en EE. UU. y el mundo, se ha visto a mujeres de caperuza blanca y ropaje rojo, atuendo que inmortalizó la galardonada versión televisiva del libro. Porque así como hemos tardado décadas en avanzar en el reconocimiento de la libertad reproductiva y sexual de las mujeres, en un instante podemos perder cincuenta años de lucha, como ocurrió con la revocatoria de Roe.
En últimas, el mensaje de la consagrada escritora es que no podemos cansarnos porque el retroceso siempre es posible; porque Gilead queda a la vuelta de la esquina. El pasado viernes Joe Biden emitió una orden ejecutiva con la intención de proteger el acceso a servicios de salud reproductiva. Un símbolo importante pero no logrará detener las catastróficas consecuencias de la decisión, que ahora siembra un choque de trenes nunca antes visto entre el ejecutivo y el máximo tribunal norteamericano.
Y entonces todos los señores a los que les aburre profundamente el tema les tocará armarse de paciencia. Los que gritan “pura lloradera”, o los que ante la palabra aborto en mis columnas me llaman a que mejor “cierre las piernas”. Tendrán que aguantarse que volvamos a las calles, a las cortes, a los parlamentos, a los periódicos a defender nuestro derecho a que los dogmas religiosos no sean ley. A que la dictadura de la esclavitud sexual como Gilead nunca sea posible. Y lo haremos, porque ya lo hicimos antes y volveremos a ganar.