Ana Bejarano Ricaurte
13 Marzo 2022

Ana Bejarano Ricaurte

LA CÁBALA DEL VOTO

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Tengo dos amigos periodistas a quienes he escuchado explicar, a veces con timidez pero casi siempre con el pecho inflado, que no votan. Es la postura, entre anarquista y descreída, de que el voto alimenta el espejismo de la democracia moderna. El gesto que nos hace creer que nuestra individualidad importa, pero en realidad solo acredita a los regímenes que poco han cumplido su promesa de dar una vida digna a la mayoría de la población.

La idea es que esa manifestación individual no tiene el peso que algunos románticos le imprimen porque las elecciones están previamente determinadas por hilos invisibles que después sirven a los titiriteros del poder. Y es cierto que existen serias e importantes preguntas sobre el fracaso de la democracia y si al votar lo habilitamos o incluso ahondamos. 

En Colombia es aún más fácil que triunfe el discurso en contra del sufragio porque la compra de votos es una de las prácticas mejor establecidas de nuestra democracia. Además, las peores castas políticas se renuevan en cabeza de hijos, esposas o hermanos de los gamonales y los nombran desde las cárceles. Una campaña para el Congreso de la República cuesta bajito mil millones de pesos. Solo la campaña. El apoyo de conglomerados económicos y poderosos, que lo que mejor hacen es cobrar, resulta trascendental para asegurar la elección. 

En estas elecciones se grita ¡fraude! desde todas las esquinas. Y esos cantos asustan, pues la Registraduría está en manos de otro esbirro del Gobierno que ha dado muestras de favoritismos y mucha oscuridad. En ese escenario resulta ilusorio creer que una sola x en el tarjetón es suficiente para vencer todos estos males, dueños del sistema. Si las sillas en la fiesta de la democracia están fijadas antes de que lleguen los invitados y todo es en realidad una cursilería diseñada para hacernos creer que nuestra voz importa, ¿para qué salimos a votar?

Para mí es cuestión de tres motivos. 

El primero, acudo a las urnas porque ese acto es la manifestación más poderosa de la ciudadanía; es el gesto que de facto condujo a la aceptación de quienes existen realmente en la comunidad. El voto ha sido la primera conquista en las luchas históricas por la igualdad. En Colombia solo hasta 1936 se aceptó para todos los hombres; antes se permitía únicamente para ciertos varones, pudientes y blancos. En 1954 se aprobó el sufragio femenino y las mujeres votaron masivamente por primera vez en el plebiscito de 1957 por el Frente Nacional. El sufragio es el reconocimiento de quienes admitimos como seres pensantes en la colectividad, de quienes deben ser oídos para la toma de las decisiones trascendentales, y a ese gesto simbólico, así sea por pura prosa, le hago honor. 

María Currea
En primer plano, María Currea —pionera feminista y sufragista, primera mujer en ser elegida concejal de Bogotá— ejerciendo por primera vez el voto en esta histórica fotografía de Manuel H. Rodríguez.

Votar también obliga a enterarse de algo, así sea lo mínimo, sobre cómo funciona nuestra democracia, cuáles son los partidos políticos, quién dice qué. Es también una terapia: una tarea de introspección, que permite organizar y contrastar las ideas propias con las de la polis; pensar cuáles son aquellos ideales que uno defiende y quién los replica en el debate público. Sin importar cómo resulta el experimento, el poner las cartas a favor o en contra de un candidato o de un partido es un ejercicio de carácter, de definición, de reivindicación propia. 

Esto, por supuesto, para quienes gozamos de privilegios suficientes para que nuestro voto no valga lo mismo que un tamal, porque tenemos maneras de alcanzar e interactuar con el Estado y porque no vivimos en situación de abandono. Sirve ejercer semejante privilegio también en nombre de quienes están atrapados, por necesidad o costumbre, en la maquinaria que usufructúa su ciudadanía por un día.   

Por último, voto porque permite soñar; esperanzarse con alguien o con alguna idea y por esa vía se revigorizan las creencias y el espíritu. Como sentenció Borges en el 76: “la democracia es una superstición”. 

Claro que hay otras formas de interactuar con la democracia y ellas son todas valiosas, a veces incluso mucho más que el voto. La protesta, el llamado brioso a que los gobernantes rindan cuentas o el periodismo investigativo pueden servir más y requieren de ciudadanías más activas y enteradas. Como explica el periodista Santiago Rivas, el voto es más fácil. Incluso si es ilusorio, vuelvo siempre a las urnas, porque a nosotras nos costó llegar a ellas, porque me pone a pensar, porque me obliga a definirme y porque, por ese único día, creer en esa cábala da esperanza. Y, quién quita, de pronto convenzo a mi par de amigos descreídos de que hagamos brujería.

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