Daniel Samper Pizano
30 Agosto 2020

Daniel Samper Pizano

Masacremos el eufemismo

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El eufemismo produce efectos duraderos en el tiempo y en la interpretación de hechos históricos. No denominar los crímenes simplifica la posterior negación de los mismos.

María Otero Rossi

El sábado 22 los colombianos vivimos un pequeño momento histórico: el nacimiento de un eufemismo. Bien sabemos que el eufemismo es una palabra suave o decorosa que oculta realidades “cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante” (Diccionario de las Academias). El alumbramiento fue en vivo y en directo. La criatura asomó la cabecita, expulsó un denso líquido amniótico donde flotaban asesores de comunicación y en ese momento Iván Duque la tomó por los pies, le dio una palmadita y la exhibió orgulloso al mundo: había nacido Homicidio Colectivo, el eufemismo destinado a sustituir la horrible palabra masacre. Esa noche el ministro de Defensa, padrino del recién nacido, lo bendijo ante la grey emocionada y a través de su tapabocas-tapacerebros lo llamó cariñosamente Homicidio Múltiple.

Vivimos rodeados de eufemismos, algunos tan viejos como el idioma, pero pocos privilegiados han tenido la ocasión de asistir al nacimiento de uno de ellos. Nadie sabe, por ejemplo, cuándo brotó del vientre gubernamental ese campante reemplazo del asesinato disfrazado, don Falso Positivo, reseñado en diccionarios --¡qué horror!-- como colombianismo. Tampoco se conoce la fe de bautismo de Neutralizar, que antes se llamaba matar y ahora, vestido de verde oliva, cambió de nombre. A Homicidio Colectivo le salieron de inmediato defensores a sueldo según los cuales el país es mejor ahora, con más de cuarentena Homicidios Múltiples, que hace dos meses, con veintipico masacres. Resulta una tontería criticar a un gobierno –un gremio, una profesión, una secta—por inventar eufemismos. El poder deja regueros de términos atenuantes, como las aves de corral excretan a cada paso pequeñas dosis de heces. Lo imperdonable es que los periodistas recojamos los eufemismos que nos venden las fuentes interesadas y repudiemos la lengua común. Un día después de parido Homicidio Colectivo, varios noticieros engavetaron la palabra masacre y optaron por su tibio y oficial sustituto. Pero he aquí que las redes sociales protestaron enardecidas y la prensa, avergonzada, corrigió.

Colegas, ciudadanos, pueblo que me lee: cuidado con los eufemismos. Algunos de ellos, los benévolos, son útiles para suavizar enfermedades (mejor padecer infección intestinal que andar con churrias). Pero otros eufemismos, los perversos, pretenden engañar, deformar y escamotear. Tan nefandos serán, que la mayor fábrica de disimulos verbales funcionó en la Alemania nazi. El lenguaje normado o Sprachregelung (tranquilos: yo tampoco hablo alemán, pero da gusto citarlo de vez en cuando) creó cientos de vocablos maquillados que hoy son materia de estudios históricos: solución final (el holocausto)... cuartos de baño (cámaras de gas)... tratamiento especial (asesinato)... mendrugo (judío)... reubicación (campos de muerte)...dar noche y niebla (desaparecer a alguien)...

Aquel sábado el presidente exigió: “Hablemos del nombre preciso: homicidios colectivos”. Entonces entendí que ni el nombre era preciso, ni un homicidio colectivo es más “suave” que una masacre y que hasta el mismo título de presidente puede ser en su caso un eufemismo.

¡Que se vaya Messi!

Hace veintiún años, cuando Lionel Messi golpeó las puertas del club Barcelona llevado por su taita era un mocoso pequeño y tímido. Decían que iba a ser un genio del fútbol, pero en su Argentina natal nadie apostó por él. El Barça sí le creyó: contrató un médico que lo hizo crecer, sostuvo a su familia y pulió ese talento salvaje para que jugara en equipo. Su irrepetible capacidad, los cuidados del club y el amor y el bolsillo de los hinchas hicieron de Lio el más grande futbolista de la historia y el mejor pagado del mundo. Rompió todos los récords; pero las cifras sobran: basta con verlo jugar. Messi besaba la camiseta y anunciaba que jugaría en este club hasta el final. Desde hace cinco años el Barça no gana la copa Europa. Varias veces estuvo a punto de hacerlo y salió goleado. El equipo falló. Messi hizo solo dos goles en los siete partidos de eliminatorias finales. Esta semana sorprendió a todos al anunciar que, aunque tiene contrato, se va. Rechazó ser caudillo de un proyecto renovador y se larga. Sus abogados mandan faxes, la junta directiva (que ojalá renuncie, pero ese es otro cuento) dispara boletines. ¿Y los aficionados? Nada. En el cruel mundo del fútbol solo los hinchas tienen corazón, pero sus deseos no cuentan y su cariño no conmueve cuentas bancarias. El dinero y la fama mandan. La Pulga llegó como un pibe genial y nos dio veinte años maravillosos. No cesaremos de agradecerlos. Ahora la camiseta que honró atraviesa momentos difíciles y él la deja, atraído entre otras cosas, por un contrato gordo. Muy bien, que se vaya Messi. Saldrá multimillonario en medio de abogados, agentes, asesores, contabilistas y lameculos. Fiel hincha suyo, del buen fútbol y del Barça, no me resigno a ver cómo una leyenda prodigiosa se transforma en mercancía.

Esquirla. Un tribunal de abogados imparciales debe decidir quiénes fallaron en la frustrada extradición de Mancuso y por qué: ¿ineptitud?, ¿miedo al testimonio del jefe paraco?

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