Laura Restrepo
11 Abril 2021

Laura Restrepo

MÁSCARA VS. CABELLERA

Célebres enmascarados de la Historia desde Hombre de la Máscara de Hierro hasta nosotros, con nuestras mascarillas anti covid.

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A la memoria de mi primo Alonso Enrique Restrepo, el Chivo,  porque de niños ibamos juntos a la lucha libre, él con la mascara del Tigre de Bengala, yo con la del Rayo de Plata.

¿Quién iba a decir que nosotros, pobres mortales del siglo XXI, íbamos a vernos abocados a andar de acá para allá con un trozo de trapo adherido a la cara? Sin saber a qué hora, hemos pasado a pertenecer al gremio de los enmascarados, así solo sea como enmascarillados, los descendientes menores de aquellos. De ahí que no venga mal conocer algo de la honorable tradición de la cual hacemos parte.

Persona es la palabra griega que significa máscara; personne en francés significa nadie, mientras que en español, persona significa alguien. Pero ojo, que en árabe mahraj, o sea máscara, significa bufón. Los que llevamos máscara podemos resultar héroes o payasos. Batman, por ejemplo, ¿héroe o payaso? En El caballero oscuro, la película de Nolan, el Joker sabe bien que Batman, con su eterna máscara, es un vengador primitivo e ingenuo; en últimas, un mal chiste, un pobre payaso. Emmanuel Macron, el presidente francés, con la cara resguardada tras su mascarilla anti covid, prohibió que las mujeres musulmanas se cubrieran el rostro: ¿héroe o payaso?

Diciembre, hace mucho tiempo, en una tienda decorada para Navidad. Yo, una niña de seis años, tengo mi primera experiencia con un enmascarado: Papá Noel. Obviamente se trata de un hombre con una máscara, pero yo no lo sé y no lo deduzco. Permanezco inmóvil sobre sus rodillas. Hay algo muy raro en la cara de Papá Noel, algo que no es del todo humano. A través de unas perforaciones en sus ojos y su boca alcanzo a ver, al fondo, una segunda piel, una especie de cara detrás de la cara. No se me pasa por la cabeza la idea de máscara, sino que le atribuyo esa rareza a su naturaleza sobrenatural. Papá Noel me inspira al mismo tiempo fascinación y terror.

Las primeras máscaras que produjo la humanidad fueron muy probablemente las funerarias, hechas sobre la cara del difunto, o a su imagen y semejanza, para recordar su memoria o para prolongar simbólicamente su presencia entre los vivos. Al fallecer algunos de sus jefes poderosos, los egipcios, hace 3.300 años, procedían a enmascararlos. Así encontraron los arqueólogos en 1923 los restos momificados de Tutankamón: el faraón llevaba tapabocas funeral de oro, sabia medida considerando que lo esperaba la eternidad. Siglos después, cuando trasladaban su momia a París, para exponerla en todo su esplendor en el corazón de la ciudad luz, tropezaron en la aduana con un sorpresivo obstáculo: Tutankamón no tenía permiso para entrar. No existía formato alguno que permitiera solicitar su ingreso al país, ni diligencia prevista para autorizar la importación de una momia. Al parecer, el inmortal Tutan había llegado por fin a un punto muerto. Hasta que alguien dio con la solución: lo registraron como fallecido, y procedieron a tramitar una repatriación de cadáver.

La máscara como doble puerta, hacia la vida y hacia la muerte. Durante la peste bubónica, en la Venecia medieval y renacentista, los médicos llevaban la máscara blanca y nariguda del Doctor Peste para protegerse del contagio durante sus visitas a los enfermos. ¿Acaso hoy no hacemos hoy algo parecido, al deambular con nuestras mascarillas N95 y FFP3?

Estas significan protección y vida, pero también ocultamiento de los demás. Otros animales se reconocen por el olor, pero nosotros, los seres humanos, nos identificamos unos a otros por la cara. Tenemos la capacidad de distinguir a simple vista una cara en un millón, cosa que no nos sucede, por ejemplo, con un edificio, un cuerpo o un paisaje. Al menos así solía ser. En nuestra situación actual de perennes enmascarados se ha vuelto parte de lo cotidiano esa enfermedad, antiguamente rara, llamada prosopagnosia, que bloquea la capacidad de reconocer caras. En los casos más críticos, aún la propia, haciendo que la persona vea un extraño cuando se mira al espejo.

El enmascarado que más ha inquietado a la humanidad quizá sea el Hombre de la Máscara de Hierro. En su novela El vizconde de Bragelonne, Alejandro Dumas nos lo presenta en la isla prisión de Santa Margarita: “A la luz de los rojos relámpagos, en la bruma violeta que el viento esfumaba contra el fondo del cielo, vieron aparecer y caminar lentamente a un hombre vestido de negro y enmascarado con una visera de acero bruñido, soldada a un casco del mismo metal, y que le cubría toda la cabeza. El fuego del cielo despedía reflejos contra aquella superficie lisa. En medio de la galería, el preso se detuvo un instante para contemplar el horizonte infinito”.

Eso, en la literatura. Pero Voltaire habla de la vida real cuando cuenta que, durante su propio cautiverio en La Bastilla, supo que allí mantenían encerrado a un personaje condenado a llevar máscara perpetua. Lo describe como joven, alto, bien proporcionado y de comportamiento noble. Su voz imponía respeto, dice Voltaire, y nunca se quejaba de su condición, ni daba seña alguna sobre su identidad. Tal personaje, si es cierto que alguna vez existió, en todo caso terminó convertido en leyenda, y con el paso del tiempo se le han ido adjudicando diversas identidades: el amante clandestino de una noble, encerrado por orden del marido engañado; un peligroso conspirador; el hijo bastardo de un alto funcionario. O el hermano gemelo de un cierto rey, que como todo rey es por naturaleza único, y por ende no puede permitir que ante los ojos de sus súbditos aparezca un doble que le reste unicidad, en este caso su hermano gemelo.

La máscara sube al ring

Si a los seis años quedé paralizada ante un Papá Noel con máscara de hule, la verdadera experiencia, la iniciática, la tuve a los diez, ante el Tigre de Bengala y el Rayo de Plata, trenzados en encontronazos sudorosos y furibundos en la lona. A escondidas de nuestros padres, el tío Piquín nos llevaba los domingos a ver contiendas de lucha libre a mi primo el Chivo y a mí. Nunca el poder de la máscara me pareció tan arrobador como entonces. “Mi máscara es mi alma y mi personaje es mi sombra”, proclaman los grandes de ese deporte sublime, o arte del costalazo. (A propósito, una inquietud: ¿se aconseja a los enmascarados del ring que usen tapabocas, ya que se pasan por el fajín la distancia de bioseguridad?). La peor humillación para el perdedor de una contienda es que le arranquen la máscara y le descubran la cara, o que le corten la cabellera dejándolo pelón. Máscara contra Cabellera: he ahí el clímax de la función. Favorito del público fue el inmortal Black Shadow, reconocido por su agilidad de goma e inventor de célebres llaves como la leonesa, la shadina y la mortal alejandrina.  A Black Shadow le cayó la mala hora cuando se enfrentó a su archienemigo, el invencible Santo, también conocido como Enmascarado de Plata, en un encuentro que impuso récord de taquilla en la arena Coliseo de Ciudad de México. En este sagrado escenario, tras noventa históricos minutos de combate, el Santo se impuso y le arrancó la máscara a Black Shadow. Deshonroso momento para cualquier luchador, que con gesto adolorido y humillado se ve forzado a exponer su cara al desnudo, revés que acaba con la carrera de no pocos: revelada la incógnita de su identidad, destruido el luchador. 

Black Shadow contra el Enmascarado de Plata.
Black Shadow contra el Enmascarado de Plata.

Sin embargo, ese no fue el caso del buen Shadow. Sucedió que bajo su máscara apareció la cara de un galanazo tipo latin lover, que se irguió orgulloso y se paseó por el ring exhibiendo unos ojos soñadores, una mandíbula viril, un fino bigotito a lo Pedro Infante y una sonrisa blanca que rindieron de amor al público. Con el resultado de que Black no solo pudo seguir luchando a cara limpia, sino que de ahí en adelante gozó de un prestigio aún mayor.

Máscaras de lucha libre.
Máscaras de lucha libre.

La máscara baja a la calle

En 1984, cuando murió el Santo, el más amado y admirado de los luchadores de todos los tiempos, la revista Alarma publicó un inolvidable encabezado que decía: Se fue el Santo al cielo. A San Pedro le aplicó sus llaves.  El Santo cumplió a cabalidad con el mayor honor de un luchador, y dio un ejemplo que deberíamos seguir al pie de la letra nosotros, sobrevivientes del covid. Consistió en no haberse quitado jamás la máscara en público, ni siquiera para comer en los restaurantes. Por eso, hasta el día en que murió, pudo mantener en secreto su nombre verdadero.

Pero bajemos del corral de cuerdas a las calles, a buscar enmascarados del montón. Otra vez el escenario es la Ciudad de México, donde hace época Superbarrio Gómez, defensor de inquilinos pobres, azote de caseros voraces y terminator de autoridades corruptas. Superbarrio es un gran gordo apretujado en trusa y máscara rojas con amarillo, como las de Super Ratón, y merodea en un Volkswagen por la ciudad, buscando entuertos por desfacer, en compañía de una patota de superamigos, que conforman junto con él La Legión de la Justicia.  Combaten al enemigo en cuadriláteros improvisados en plena calle. Si hubiera reventa en las esquinas, este sería un cartel taquillero:

Superbarrio vs el Casero Culero
El Ecologista Universal vs. Contaminación Infernal
Superanimal vs. Matador.
Y, con capa iridiscente de color arcoiris:
Supergay vs. Homofobia.

Superbarrio fue el inventor de varias consignas que han hecho historia. Logró la mejor actualizando el símbolo soviético de la hoz y el martillo, para dejarlo en la hoz y el martini. Otra de las suyas, Todos somos Superbarrio, sería transformada en Todos somos Marcos por el más combativo de los enmascarados, allá en la selvática Chiapas, durante la gloriosa rebelión de los indígenas. Héroe de fama internacional, carismático y anónimo bajo su pasamontañas negro, llegado el momento, sin embargo, al Subcomandante Marcos se le pasó el cuarto de hora, se desinfló su lucha, decayó su liderazgo, tardó demasiado en despojarse del pasamontañas, y muchos amigos y enemigos dieron en llamarlo Cabeza de Calcetín.

De donde se deduce que la máscara hace al héroe, siempre y cuando sepa quitársela a tiempo. Quizás el Sub Marcos, como los héroes de la lucha libre, temía perder la cara al quitarse la máscara y quedarse sin sombra al disolver al personaje. Pero le pasó justamente al revés: el pasamontañas se le pegó a la cara, lo ahogó y lo suplantó, y por eso el humor de los mexicanos, que no perdona, lo bautizó también el Cara de Trapo.

El del bigote fino

Cuando en 1982 empezaron a publicar la serie gráfica V de Vendetta, Alain Moore y David Lloyd no imaginaron que acababan de crear la máscara más socorrida en la historia de la humanidad. Pálida como la muerte, de bigote fino, barba puntiaguda y amplia sonrisa sardónica, la llevaba siempre puesta el protagonista del comic, un justiciero anónimo que, en un futuro distópico, iniciaba una feroz revuelta contra un gobierno autoritario.

La máscara fue adoptada por los hacktivistas de Anonymus, y de ahí en adelante se regó como pólvora. Fue el disfraz de la pandilla de astutos ladrones de la serie La casa de papel. Millones de manifestantes la han sacado a relucir, como símbolo de protesta masiva, en todas partes del mundo, desde Inglaterra, Polonia y Venezuela hasta Turquía y los Emiratos Árabes.

Máscara de Anonymous.
Máscara de Anonymous.

Moore y Lloyd habían dado en el clavo, al vislumbrar lo que sucedería cuando el individuo oculto tras una máscara simbólica, se borrase para cederle el lugar a la inmensa multitud, anónima y por tanto imperecedera. Detrás de Anonymus y su máscara, “hay algo más que piel –había dicho Moore-, hay una idea, y las ideas son a prueba de bala”.

A ver qué va a pasar con nosotros, indefensos y pacíficos luchadores del siglo XXI, que contra la alevosía del covid solo contamos con un muy esperado pinchazo de aguja en el antebrazo y la protección de nuestras nobles mascarillas blancas. A ver qué va a pasar con nosotros. Si derrotamos al corona con todas sus variantes y aseguramos la supervivencia del género humano, quizá el futuro nos recuerde como Legionarios de Anonymus. Pero si esta peste sigue y no se acaba, y a unas olas de contagio sobrevienen otras, y tras unas cepas llegan otras más fieras, tendremos que continuar forever con nuestra media máscara adherida al rostro, y correremos el riesgo de pasar a la historia como la Generación de los Car’e Trapo.

¿Héroes o payasos?  No depende de la máscara; depende de quién se esconda detrás.

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