Jaime Honorio González
16 Septiembre 2022

Jaime Honorio González

El salvador

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No aprendemos. Los seres humanos desapareceremos como raza por la simple y sencilla razón de que no aprendemos. No nos sirve la experiencia de otros y tampoco la propia, que es lo más grave.

Lo digo porque de cuando en vez aparece en la escena algún innecesario héroe, un elegido, un redentor, ese que cree venir a protegernos de tantos peligros, a mejorar nuestras desaprovechadas vidas, a cambiar nuestro triste destino, mejor dicho, a salvarnos de nosotros mismos.

Casi siempre llega sin que lo necesitemos, sin que lo hayamos pedido, sin que sea la verdadera solución. Y casi siempre, quien se presentara como ese ungido termina convertido en nuestro verdugo, haciendo justamente lo mismo que tanto odiábamos y que él prometió solucionar.

Por eso es oportuno recordar cómo comenzó la dictadura de Vladimir Putin, hace 23 ininterrumpidos años, ignorando el interregno de Medvédev, por 48 meses la marioneta del ahora gran líder; eso que comenzó como una aventura democrática de primer ministro de un hombre con modestos recursos ya va en una incalculable fortuna y en una guerra fratricida que ha dejado cerca de 50.000 muertos, a Europa a punto de congelarse y al mundo entero en permanente zozobra.

Hay más ejemplos actuales de salvadores, en China, por ejemplo, o en Corea del Norte. Aunque, esos casos ya son ligas mayores.

Por estos lares, el fenómeno ha tomado fuerza. Veamos a Venezuela, donde el salvador Chávez —desde 1998— prometió rescatar a los pobres de su nación del eterno yugo al que los tenían sometidos el Copei y Acción Democrática. Y miren ya dónde va. No queda mucho de ese país.

Ahora, no vayan a empezar con que aquí va a pasar lo mismo con Petro. Aunque vivamos rajando de nuestra patria, este país, a pesar de sus gobernantes, ha funcionado, funciona y funcionará.

Eso sí, hubo intentos cercanos para que así no fuera. El primer gobierno de Uribe cumplió gran parte de las expectativas de sus electores, en parte por lo maltrecho que Pastrana dejó el país, en parte por el impresionante carisma del nuevo presidente, en suma porque el odio que las Farc se granjearon de los colombianos encontró su justa medida en alguien que las odiaba más. Y que las combatió sin piedad.

Hasta que les picó el bicho de la reelección y ahí ya todo fue mal. Teodolindo, Yidis, las notarías, el articulito, el cambio de reglas, el aprovecharse del poder en beneficio propio, todo mal. El segundo gobierno quedó en la frágil memoria de gran parte de este país por los sonados escándalos de corrupción y el tenebroso asunto de los falsos positivos.

Y pensaban rematar de peor manera, cuando decidieron ir por el tercer periodo consecutivo, amparados en el entonces impenetrable teflón de la popularidad y aupados por el dañino “estado de opinión”, que estuvo a punto de derrotar la cordura de este país, hasta la noche en que la Corte Constitucional enderezó el camino de la desgracia que se veía venir.

Lástima que todo terminó en otra reelección porque en la segunda parte de la era Santos se acabó de fortalecer el material necesario para que la polarización se exacerbara entre los colombianos. Los escándalos de financiación indebida de la campaña electoral, la derrota del Sí en el plebiscito y la firma de la paz a pesar del triunfo del No —entre otros— consolidaron la fractura social del país que acabó irreconciliablemente dividido entre santistas y uribistas, entre castrochavistas y paracos, entre incólumes y bandidos.

Al final de cuentas acabamos repartidos entre buenos y malos. Y el duquismo terminó de profundizarla, tachando de corrupto a cualquiera de este país que hubiese cometido el crimen de haber votado por el Sí. Pues las consecuencias de su adanismo las pagaron en las elecciones que perdieron con Petro.

Así que veo a Nayib Bukele y un escalofrío recorre mi cuerpo. Exactamente no por verlo sino por escucharlo:

“…luego de conversarlo con mi esposa Gabriela y con mi familia, anuncio al pueblo salvadoreño que he decidido correr como candidato a la Presidencia de la República…”. No se oyó la frase final porque los aplausos, los gritos y las salvas ahogaron el remate del anuncio.

Lo de Bukele es el comienzo del fin de ese pedazo de tierra que ha padecido las desgracias desde siempre, desde que los mayas se enfrentaron con los tlaxcaltecas, desde que Pedro de Alvarado comenzó a acabar con todos, desde que los terratenientes esclavizaron a sus indígenas, desde que mataron al arzobispo Romero mientras daba la comunión, desde que el Farabundo Martí se enfrentó con los de Arena y los muertos fueron los desposeídos de siempre, 75.000, y 400.000 refugiados en Estados Unidos, donde se organizaron en forma de maras y regresaron para adueñarse del pequeño país; hasta que llegó el salvador y orgulloso mostró —la semana pasada— que llevaba tres días sin un solo muerto, con medidas algo difíciles de comprender.

Bukele será presidente otros cinco años. Y otros cinco. Y otros cinco. Como Chávez y su encarnación Maduro, como su vecino Ortega. Y se quedará hasta que lo saquen o hasta que se muera, lo que primero suceda. Bukele es un hombre joven —apenas tiene 41 años— que se quedará veinte y hasta más, convertido en el salvador de El Salvador. 

La reelección presidencial es un error, un craso error. Es, en realidad una maldición. Es la perdición de la democracia. No me salgan con ejemplos como Estados Unidos, ese es otro sistema, otra cultura, otros problemas, otra posición en el mundo. O con los cuatro periodos de Angela Merkel en Alemania. No somos alemanes, y estamos lejos de comportarnos como esa sociedad.

La reelección presidencial es la cuota inicial de una dictadura. Y eso nunca ha terminado bien.

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