Federico Díaz Granados
14 Abril 2024

Federico Díaz Granados

Un viaje por la FilBo

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Tengo memoria de las casetas metálicas ubicadas en el mes de julio y algunas veces en diciembre en el Parque Santander. Durante dos semanas, las principales editoriales del país se ubicaban en este punto de la ciudad para presentar sus novedades a los lectores. Se conocía como la Feria del Libro porque se conseguían con rebajas no solo las primicias bibliográficas, sino que se ofrecían enciclopedias y grandes tomos sobre artes, historia, ciencias y cultura general. Aquello del Parque Santander era el preludio de una fiesta y, como en una piñata, el lugar para encontrar sorpresas entre la montonera de volúmenes que siempre había sobre las mesas y los estantes. El antecedente de esa feria era una que había creado Jorge Eliécer Gaitán cuando fue alcalde de Bogotá en 1936 y que se conocía como la Feria Popular del Libro. 

La década de los ochenta fue, como todos los sabemos, una temporada muy tensa en el país. El clima de miedo y de conflicto estaba en las calles. En 1988 Bogotá celebraba los 450 años de fundación y en los colegios repasábamos la biografía del granadino Gonzalo Jiménez de Quesada y el relato de las doce chozas y una capilla de piedra, inicial de lo que hoy es una inmensa metrópoli llena de caos y también de belleza. El 29 de abril de ese año se materializó un sueño que años atrás obsesionó al político liberal Jorge Valencia Jaramillo de hacer una feria del libro en Bogotá que estuviera a la altura de las principales ferias del continente como Buenos Aires y Guadalajara. Por esos días Valencia Jaramillo era el presidente de la Cámara Colombiana de la Industria Editorial, que hoy conocemos como Cámara Colombiana del Libro, y su director era Juan Luis Mejía, ambos encontraron en las cabezas directivas de Corferias, Hernando Restrepo y Óscar Pérez, los mejores aliados para echar a rodar la idea. Y fue así como nació la primera Feria Internacional del Libro de Bogotá cuando la industria editorial del país era pequeña y los escritores nacionales se conocían a través de la correspondencia epistolar y los pequeños encuentros y congresos literarios que se hacían en algunas ciudades del Colombia. Por eso la creación de la FILBo, y que la sede fuera en el recinto ferial mas importante de la región permitiría que autores, editores, libreros impresores, distribuidores, comentaristas bibliográficos, periodistas, profesores, bibliotecarios, promotores y lectores se encontraran una vez al año y tuvieran no solo la oportunidad de establecer negocios y contratos editoriales sino que, a través de una programación cultural, pudieran iniciar conversaciones e intercambios alrededor de los temas que siempre han rodeado a la cadena del libro. 

Parecen muy lejos en el tiempo los titulares de algunos periódicos que daban la bienvenida a la gran invitada de honor de esa primera feria, María Kodama, viuda y albacea del escritor argentino Jorge Luis Borges, quien tuvo que sortear desde todos los malabares de los organizadores que se estrenaban como gestores culturales y logísticos de un evento de gran magnitud hasta las impertinentes preguntas de algunos periodistas radiales y de televisión. Poco a poco en los años posteriores la feria empieza a crecer y a ganar público. Se vinculan nuevos patrocinadores y empiezan a llegar autores y autoras internacionales y desde 1991, se convoca a un país como invitado de honor. Recuerdo a César Gaviria y Carlos Andrés Pérez cortando la cinta del pabellón de Venezuela como primer país invitado y el impresionante montaje en 1992 del pabellón de España en el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de los 500 años del encuentro de dos mundos. Pero más allá de esos montajes, lo más emocionante era ver caminar a los escritores que siempre había admirado y si era el caso saludarlos y pedirles una firma como si fueran estrellas de rock o deportivas. 

No olvido nunca una tarde de 1995, en las oficinas de la CCL, dentro del recinto ferial, cuando luego de la presentación del libro Mis asuntos del poeta Mario Rivero, publicado por Arango Editores, autores de diferentes generaciones al calor de unos whiskies leyeron en presencia del poeta de Envigado versos de ese volumen. Estaban allí Germán Espinosa, Oscar Collazos, R. H. Moreno Durán, Nicolás Suescún, Roberto Burgos Cantor, entre otros. Todos habían sido convocados por el escritor Guido Tamayo, quien a su regreso de Barcelona, a comienzos de los noventa, fue invitado a ser el director cultural y de programación de la FILBo y crea el Encuentro Internacional de Escritores para que se estableciera un diálogo y un punto de encuentro entre los creadores del país y sus contemporáneos del resto del ámbito hispánico. Ya no están con nosotros ninguno de los invitados a esa espontánea lectura colectiva. Todos ellos murieron y nos dejaron libros memorables que hacen parte indeleble de nuestro canon. El cumpleaños de Germán Espinosa, que era el 30 de abril, siempre caía en plena feria y era un pretexto de fiesta y celebración de su obra. Hoy con Guido recordamos a todos esos maestros y amigos que hacen parte de la memoria de este evento que en pocos días llega a sus 36 años.

Ha pasado el tiempo y cada presidente de la Cámara Colombiana del Libro, cada director o directora de la Feria y cada coordinador cultural ha dejado su impronta personal para que este “ecosistema” del libro llegue a este siglo XXI en el que tantos pronosticaban el fin del libro impreso, con tanta fuerza, diversidad y rigor a conquistar nuevos lectores. Por eso nombres como el de Miguel Laverde, Richard Uribe, Adriana Mejía Moisés Melo, Enrique González Villa y Emiro Aristizábal, desde la presidencia del gremio, y los de Rosa Jaramillo, Jimena Gómez Villa, Ana Cristina Mejía, César Valencia Solanilla, María Fernanda García, Diana Carolina Rey, Adriana Martínez-Villalba, Sandra Pulido Urrea, Andrés Sarmiento y Adriana Ángel Forero, en la dirección de la feria, y los de Guido Tamayo, Juan David Correa, Giuseppe Caputo, Andrea Salgado, Olga Naranjo, Mario Jursich y Pilar Londoño, desde la dirección cultural, han permitido que este lugar de encuentro sea cada año una cita muy especial del mundo editorial, académico y literario y que se pueda decir que una feria a 2600 metros sobre el nivel del mar es una de las más importantes del mundo donde hoy la bibliodiversidad, los temas actuales, la edición independiente y universitaria, la literatura infantil y juvenil y el diálogo de las artes con lo político y social tienen una sede y unas coordenadas donde cabemos todos. 

Ya hacen parte de la crónica las múltiples anécdotas que han ocurrido durante más de tres décadas en la feria, como el día que García Márquez  la visitó de en 1991, o el domingo en que se robaron el ejemplar de  la primera edición de Cien años de soledad firmado por su autor al librero Álvaro Castillo Granada, o la tarde en que Susan Sontag criticó a nuestro premio nobel en el auditorio José Asunción Silva, o cuando el youtuber Germán Garmendia hizo colapsar toda la feria, o cuando Svetlana Alexievich o J. M Coetzee se robaron los aplausos en los auditorios mientras Mario Mendoza, Germán Castro Caycedo, Piedad Bonnett, William Ospina o Ricardo Silva Romero firmaban ejemplares de sus libros a centenares de lectores. 

Que una feria del libro llegue a esta edad, con la fuerza con la que llega, es un triunfo más del legado humanista que pareciera cada vez un bien escaso en la sociedad de hoy y que una de sus invitadas centrales, Irene Vallejo, sea una autora que no hace otra cosa que defender los libros y a los clásicos es una defensa de la palabra y el lenguaje como motores para la construcción de un mundo más democrático e incluyente. Por eso y citando a la autora de El infinito en un junco: “Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente. Cuando un libro arde, mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre”, es una forma de afirmar que  los libros son los que han definido nuestro pasado, escrito nuestro presente y trazado posibles futuros.

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