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La solemnidad del cementerio de Montparnasse, en París, se erige sobre las historias de vida de sus huéspedes perpetuos y la imponencia de sus lápidas, mausoleos y panteones. Bajo las sombras de arces, tilos, cedros y fresnos, el sonido de una quena vence el arrullo de las hojas al viento; las risas de una camarilla bohemia desafían a la Parca: “¡Ahora, que cada uno recite un verso!”. Extienden una bandera sobre la lápida, la adornan con crisantemos, y brindan frente a una foto en blanco y negro en la cual el homenajeado camina por una calle de Madrid al lado de su amor, Georgette María Philippart ―la imagen, del año 1931, está editada: falta Rafael Alberti, a la derecha de la poeta francesa―.

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Escuche la columna completa:

Empieza la ronda…

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”.

“Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”.

En otro camposanto, el de Père-Lachaise, las peregrinaciones tampoco cesan. A Oscar Wilde no le cantan La flor de la canela como a César Vallejo, pero sí cubren de besos el cristal que protege la escultura con la que Jacob Epstein honró su memoria. Una joven vestida de verano delinea sus labios con el epitafio como espejo; un extracto de La balada de la cárcel de Reading recibe centenares de besos carmesí, rosa, lila:

“And alien tears will fill for him

(Frente a cada línea, ella aprieta los labios recién maquillados)

Pity’s long-broken urn,

(mueve la boca, ensaya el beso frente al cristal)

For his mourners will be outcast men,

(retira el exceso de labial de las comisuras de sus labios)

And outcasts always mourn”.

(camina hacia el otro costado de la urna y, cerca de un letrero que advierte que la limpieza del sepulcro corre por cuenta de los herederos de Wilde, estampa un sonoro “¡muáááááá!”).

Epstein aceptó la comisión y, basado en el poema La esfinge, de Wilde, esculpió un ser alado, de apariencia egipcia, con la posición hierática propia de dicho arte. (Y eunuco, por cuenta del vandalismo). ¿Por qué un poema bastó para que el escultor neoyorquino decidiera recordar así a un dandi victoriano? Se requiere estar bien muerto para no regresar del inframundo a refutar semejante “especulación heroica”. 

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¿Para qué hablar de “muertos célebres” de otros países cuando el nuestro se levanta sobre tumbas sin nombre?

Toda la existencia del ser humano, cada una de nuestras acciones giran en cierto modo en torno a un verbo que conjugamos en futuro lejano: morir. Al confrontar la muerte y la vida ajena, solemos doblegarnos ante la tentación del héroe. Prueba de ello son las decenas de tiquetes del metro de París con mensajes de amor sobre la última estación de Julio Cortázar o de Jim Morrison; o los símbolos de Venus dibujados con tiza o labial sobre la lápida de Simone de Beauvoir.

Todos necesitamos héroes ―políticos, artísticos, académicos, filosóficos, históricos― como forma de redención. (En dicha búsqueda, se abusa de las palabras de personajes como Winston Churchill, Jorge Luis Borges o Carlos Gaviria Díaz: la distorsión, la manipulación y la carencia de contexto son sus segundas muertes).

Un cenotafio, esculpido por José Charmoy ―ilustre desconocido―, despunta entre la hiedra y la maleza en un callejón sin salida de Montparnasse, contra un muro, sin lápidas ni bancas vecinas. “Cual follaje seco en las ciudades sin noche”, escribió Stephan Mallarmé de la roca portentosa que evoca al héroe que la inspiró. Sin flores del mal ni del bien, la soledad de Charles Baudelaire es el fiel retrato del héroe.

Nos gustan los héroes en la muerte, por gratitud, por curiosidad, por morbo, por amor, por confirmación de nuestros sesgos, pero, sobre todo, por vanidad: a todos nos aguarda el mismo destino. Es apenas natural contemplar la propia muerte. Imaginarla. Temerle. Desearla. Bendecirla. Maldecirla. Buscarla. Evadirla.

Sin embargo, el “derecho” que nos reservamos para especular sobre nuestro final no se extiende al de los demás, menos aún quienes contamos con canales masivos de difusión de nuestras impresiones o sospechas. La muerte exige un rigor extremo: no se trata solo de los dolientes del difunto, sino de su legado, de la memoria de alguien sin posibilidad de defenderse.

Seguir las pistas de una muerte no equivale a jugar al detective; sus causas naturales o provocadas son, en primera instancia, objeto de investigación de profesionales especializados, médicos o judiciales. La ciencia es imprescindible. Elucubrar sobre las causas de una muerte, sugerir responsabilidades sin pruebas (más cuando existía la posibilidad, después verificada por forenses, de un suicidio), es activar deliberadamente la bomba de la “noticia explosiva”.

Asistimos a la invención de un héroe a partir del misterio de su muerte: conjeturar sobre una historia sin conocerla, recrear las condiciones de una vida y su final, para nutrir la coyuntura. Hay quienes cantan y beben sobre lápidas, y hasta besan mausoleos para celebrar una vida; pero hay otros que ni dejan enfriar un cadáver para bailar sobre él. Para convertirlo en héroe de una causa política, de una burbuja mediática.

Paz en la tumba del coronel Óscar Dávila.

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