Weildler Guerra
4 Enero 2024

Weildler Guerra

La cultura como barrera

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El pasado 31 de diciembre el presidente Gustavo Petro emitió un trino en el que  afirmaba, refiriéndose a la población indígena de La Guajira, que “las mismas  comunidades por razones culturales no permiten la atención de niños en estado agudo de desnutrición”. Este es uno de los problemas centrales de ese departamento, consideró el primer mandatario, quien explicó que dicha situación es causada por “brechas culturales” que podrían sobrepasarse mediante la creación de una facultad de Ciencias de la Salud. El complejo problema de la alta mortalidad de  niños indígenas debido a causas asociadas a la desnutrición, en cuya solución han fracasado diversos gobiernos, quedó reducido así a una sola causa: la existencia de barreras culturales que impiden recibir la atención a los niños wayuu. En síntesis: la  culpa es de los otros.

La percepción de la cultura como una barrera para el desarrollo, que hoy adopta el presidente, se encontraba muy extendida hace varias décadas entre los planificadores oficiales y en las diversas agencias internacionales de desarrollo. Esta visión partía de la premisa de que la población local es ignorante en gran parte debido a su apego a la tradición. Este tradicionalismo se explicaba en parte por condiciones económicas o ambientales, pero a menudo se concebía como vinculado  a una disposición psicológica o cultural que impedía que la gente abrazara la modernidad.

La situación concreta que dio origen al trino del presidente se debió a la negativa de una madre indígena de entregar a su pequeña hija, en grave estado de desnutrición, a funcionarios de salud y del ICBF para ser remitida desde la zona rural de Manaure a una Unidad de Cuidados Intensivos en la capital guajira. ¿Por qué se negaba esta joven madre a que su hija recibiera atención medica? En primer lugar, porque después de la desgarradora experiencia de la pandemia muchos ciudadanos indígenas y criollos asocian el ingreso a una UCI con una sentencia de muerte segura. Por ello, la madre veía con horror el ingreso de su niña a esa unidad. En segundo lugar, porque en los centros hospitalarios, ya se trate de privados o públicos, se separa fríamente a los pacientes indígenas de sus familiares. En las nociones de salud indígena, la enfermedad concierne también al grupo familiar y, por ello, se trasladan varios de sus parientes cercanos a estos centros de atención. 

Las verdaderas barreras, físicas, económicas y culturales las encuentran los wayuu en el acceso a los centros de atención en salud. De entrada, las madres indígenas se topan con la muralla lingüística y la discriminación étnica. La Ley de Lenguas Nativas contempla que “en sus gestiones y diligencias ante los servicios de salud, los hablantes de lenguas nativas tendrán el derecho de hacer uso de su propia lengua” y deberán ser asistidos gratuitamente por intérpretes que tengan conocimiento de su lengua y cultura”. Esto no se cumple hoy.

Gracias a la oportuna y eficiente intervención de la defensora del Pueblo de La Guajira, Soraya Escobar, la niña fue trasladada a un hospital y la madre fue dotada de un celular para comunicarse con sus familiares que se quedaba en su comunidad. ¿Era esto una demanda irracional? Sin embargo, este delicado incidente desnudó visiones y falencias institucionales graves en los entes oficiales para abordar situaciones complejas. El énfasis debe estar en la identificación de las barreras institucionales en el acceso de los indígenas a la salud.

Retroceder al perezoso enfoque de las barreras culturales no permitirá jamás abordar los complejos determinantes sociales de la desnutrición en La Guajira. Solo pone evidencia una cruel realidad; los entes responsables fracasan, entre otras razones, porque no conocen las concepciones de salud y enfermedad de la sociedad wayuu, no han comprendido sus nociones de familia, ni los roles de los padres y de las madres. La respuesta oficial constituye un juicio y, a la vez, un recurso comunicativo simplificador.

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