Luis Alberto Arango
5 Abril 2024

Luis Alberto Arango

La frustrante paradoja de denunciar

Un hurto con intento de homicidio no mereció la atención de la Fiscalía, quien recurrió a una excusa clásica procesal para archivar el caso. Una muestra de que denunciar es una palabra estéril esgrimida por la policía.

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En una tarde bogotana, Sergio atravesaba la ciudad en su motopatineta eléctrica, recorriendo un camino habitual que pasaba rápido bajo las ruedas. Eran las 4 p.m. de un miércoles cualquiera del pasado febrero, cuando su ruta habitual lo llevó al puente peatonal de la calle 116 con avenida Boyacá en Bogotá. Un corredor usualmente anónimo entre el bullicio de la capital colombiana.

Sin embargo, aquel día, el puente no fue paso sino trampa. Tres figuras emergieron montadas en bicicletas que pronto se convirtieron en barricadas de acero. Con la rapidez de un parpadeo, la intuición gritó dentro de Sergio: estaba acorralado, la libertad le fue arrebatada en un instante. La mirada fiera y calculadora de los asaltantes presagiaba lo inevitable.

Sergio, en un acto instintivo de supervivencia, soltó su motopatineta, elevando las manos en señal de rendición, su voz temblorosa concediendo el botín sin condición. "Llévense lo que quieran", al tiempo que suplicaba con sus ojos. Pero la codicia no se sacia con facilidad; uno de ellos, cuya voz retumbó como un trueno exigiendo más, reclamaba su celular.

“La mirada fiera y calculadora de los asaltantes presagiaba lo inevitable”.

 

Fue entonces cuando el más moreno, el que llevaba el puñal como prolongación de su brazo, se movió con la sigilosa decisión de un felino al acecho. El acero frío e inmisericorde encontró la parte superior del costado derecho de la espalda de Sergio, un golpe traicionero que selló el robo con la marca de la violencia.

Despojado y herido, Sergio, desconocedor aún de la gravedad de su herida, y sin dejar de pensar en sus hijos y su familia, pues acababa de enfrentar la posibilidad de su muerte, buscó refugio en el sitio más cercano, un club social y deportivo. Su cuerpo, agitado por la adrenalina, apenas registraba el dolor sordo que empezaba a clamar su atención. Fueron los vigilantes quienes, al ver la carmesí evidencia del ataque, actuaron con la prontitud que la situación demandaba.

Mientras los primeros auxilios mitigaban el flujo vital que se escapaba, la ambulancia se abrió camino a la Fundación Santa Fe, donde las palabras de los médicos resonaron como un eco distante: "Es una suerte. Un milagro", le dijeron, "el puñal pasó a pocos centímetros del pulmón". La puñalada habría podido ser mortal.

Cuando la policía presentó unas fotografías, Sergio se encontró de nuevo con las miradas que lo habían acechado en el puente. Allí estaban, inmóviles en el papel. Pero tan vivos en su memoria como aquel miércoles fatídico. El primero, con su rostro marcado por la determinación y un tatuaje que ascendía por su cuello como una vena de tinta. El segundo, cuya intensidad en la mirada era un reflejo del acero que había empuñado. Y el tercero, joven, con una mirada que denotaba tanto miedo como firmeza, vestido en una chaqueta de colores vivos que contrastaba con la pálida expresión de sus experiencias. Sergio los reconoció al instante, sobre todo al de tez morena, el que, con una frialdad que desafiaba la vida misma, lo había apuñalado sin pestañear.

“Su cuerpo, agitado por la adrenalina, apenas registraba el dolor sordo que empezaba a clamar su atención”.

Aun en medio del torbellino emocional y físico, Sergio encontró la fortaleza para cumplir con el deber cívico que la Policía promueve: denunciar. Dos días después del incidente, se armó de valor para relatar los hechos ante la Fiscalía, esa entidad que supuestamente no dejaría su caso en la sombra de la impunidad. Pero lo que siguió fue un duro golpe a su ya menguado sentido de justicia. A pesar de que la noticia criminal incluyó la gravedad de una tentativa de homicidio, la Fiscalía, en una decisión que se ha vuelto monótona en su regularidad, archivó provisionalmente el caso por no poder "encontrar o establecer el sujeto activo del delito".

"Provisionalmente" es una palabra que lleva consigo la promesa de un mañana que raramente amanece. La ventana que dejaban abierta era diminuta y ofrecía poco más que una brisa de esperanza que no lograba aliviar la asfixiante realidad de la burocracia.

Y entonces, la ironía se hizo aún más evidente cuando Sergio supo que el agente de policía que tenía en sus manos la información crucial estaba demasiado ocupado en el quehacer de sus deberes diarios para asistir a la Fiscalía. ¿Es acaso la justicia una serpiente que se muerde la cola, un ciclo infinito de tareas que nunca convergen en un fin? La Fiscalía parecía haberse rendido ante la avalancha de casos, dejando de lado incluso aquellos tintados con la severidad de un ataque a la vida misma.

Sergio, desafiando su frustración y desesperanza, tomó la iniciativa de enviar las fotografías a la Fiscalía, esas mismas que la Policía le había proporcionado para el reconocimiento, solicitando desarchivar el proceso. Pero sin nombres, sin números, sin direcciones, era como enviar mensajes en botellas a un océano indiferente. Reabrieron su caso, pero es evidente que fue para dar un contentillo momentáneo, más por obligación que por convicción. No habrá nunca justicia. 

“La Fiscalía parecía haberse rendido ante la avalancha de casos…”

 

La justicia, con su capa y su balanza, parece a veces más un adorno que un agente de cambio. El caso de Sergio forma ahora parte de la estadística silenciosa de los registros, una victoria pírrica para aquellos que celebran la "rapidez" en la evacuación de procesos. Pero para Sergio, y para cualquiera que busque justicia, fue la encarnación más cruda de su denegación, un eco en el vacío de respuestas sin hallar.

En una ciudad donde las promesas de justicia repican como el sonido del vacío de una campana sin badajo, Sergio y su caso se convierten en un testimonio mudo de la impotencia de un sistema. Los tres delincuentes, cuyos rostros fueron reconocidos, pero no detenidos, siguen en libertad merodeando por las mismas calles que una vez los vieron actuar con brutalidad impune. La Policía, en un acto que roza la ironía, continúa instando a las víctimas a denunciar, como si el ciclo sin fin de la burocracia fuera la fórmula mágica contra la criminalidad.

En esta paradoja, uno no puede dejar de preguntarse si el hombre del puñal ha dejado más cicatrices en la piel de la ciudad, si su acero ha cortado más hilos de vida antes de que Sergio, milagrosamente, sobreviviera su ataque. La posibilidad de que repita su acto violento es una realidad que se cierne no solo sobre Bogotá, sino también sobre la conciencia de aquellos encargados de proteger a sus ciudadanos.
En un mundo justo, la historia de Sergio sería diferente. Los culpables estarían tras las rejas, y la confianza en las instituciones estaría a salvo. Pero la realidad es distinta. La seguridad y la justicia parecen ser entidades distantes, casi míticas, en una historia donde la única acción concreta provino de manos que ofrecieron ayuda inmediata: el servicio de salud que respondió con rapidez y eficacia, y el club que, alertado por la tragedia, extendió sus brazos en un gesto solidario y protector.

Este mismo club movido por un sentido de comunidad y la urgencia de la acción, sí tomó medidas concretas, estableciendo un guardia con un canino durante las horas de mayor tránsito en el puente. Este se encuentra también al lado de un colegio y son cientos los peatones que lo cruzan a diario. Su decisión, una mezcla de precaución y compromiso, es esperanza en medio de la incertidumbre, una señal de que, a veces, la seguridad nace no de las estructuras del Estado, sino del corazón de la comunidad y por iniciativa privada.

Sergio, curtido por robos anteriores, aunque ninguno con la violencia de este, pasará la página con una cicatriz en la espalda como el recordatorio de que la vida estuvo de suerte. No hay más remedio. Y en algún lugar, quizás demasiado cerca a la tranquilidad de muchos, los tres hombres de las fotografías continúan su andar, libres, dejando tras de sí una estela de preguntas sin respuesta y un rastro de justicia que parece, cada vez más, una comedia de lo absurdo.

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