Juan Fernando Cristo
27 Junio 2023

Juan Fernando Cristo

Receso para reflexionar

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Hace mucho tiempo no se veía un final de legislatura tan desastroso para un Gobierno en su primer año, cuando se supone que hay luna de miel con el Congreso y la opinión pública. Se hundió la reforma laboral en la Comisión Séptima de Cámara; la reforma a la salud frenada en la plenaria de la misma corporación y el acto legislativo de uso adulto del cannabis no tuvo los votos requeridos en plenaria de Senado. Además, la Comisión Primera ni siquiera empezó la discusión de dos iniciativas priorizadas por el Gobierno como la Ley de Sometimiento a la Justicia y el proyecto de Humanización de las cárceles. Unos meses antes, esa misma comisión enterró la reforma política. En síntesis, una predecible pesadilla.

Con ese balance, el Gobierno no puede llamarse a engaños. Por más esfuerzos en la presentación, no se puede ocultar el sol con una mano: por primera vez en mucho tiempo un Gobierno pierde sus mayorías, sin llegar aún al primer año de mandato. El caso más reciente es el de Pastrana hace dos décadas, cuando se embarcó en un improvisado y apresurado referendo revocatorio del Congreso y perdió las mayorías, antes de cumplir su segundo año. Cae bien, entonces, el receso legislativo hasta el 20 de julio para que el Gobierno reflexione sobre el camino a seguir frente a la evidente ausencia de gobernabilidad.

A propósito de este descalabro algunos han recordado la Alcaldía de Petro, en la que, por cuenta de la persecución absurda del procurador general de la época, se le impidió gobernar buena parte de su periodo. Hay quienes atribuyen su reciente victoria electoral a esa torpe actitud y la consecuente victimización del hoy presidente. Según esos analistas, es factible que Petro emprenda el mismo camino de responsabilizar del fracaso de su agenda reformista, ya no al procurador en particular, sino al establecimiento, la oligarquía y los partidos políticos. Ojalá estén equivocados porque esa sería la peor opción para el gobierno y el país. Nos quedaríamos sin reformas y con una clima de indignación social por mucho tiempo. El Gobierno debe tener serenidad y buen juicio para interpretar en forma adecuada sus propias encuestas de opinión y las movilizaciones ciudadanas recientes, que demuestran que existen preocupaciones válidas en un sector amplio de la población, que no solo es una “clase media arribista”, sobre el contenido de los proyectos y la forma de tramitarlos. Debe comprender que unas reformas que sean leídas como el triunfo del “pueblo oprimido” contra el “establecimiento y las oligarquías egoístas y acomodadas”, tienen pocas posibilidades de conseguir su aprobación en el Congreso. Para sacarlas adelante faltan realismo, diálogo y estrategia y sobran entusiasmo, improvisación y voluntarismo.

Ojalá estas semanas de receso sirvan, entonces, para que el Gobierno reflexione sobre la inmensa oportunidad que tiene por delante y el peligro de desperdiciarla por un exceso de ideologización y arrogancia, que puede beneficiar a la derecha reaccionaria y soberbia que se opone a cualquier reforma. Más allá de las apariencias en los discursos radicales de ambos bandos, hay muchas más coincidencias de las que parece sobre los textos en debate. En salud y pensiones se han logrado consensos y con unas modificaciones puntuales se puede avanzar más. Con la reforma laboral, que genera más división, el gobierno debe entender que la inflexibilidad laboral que pretende perjudica la generación de empleo y los empresarios tendrán que reconocer que es insostenible el discurso de la inviabilidad de sus empresas si se restablecen derechos que los trabajadores tenían hace décadas. En el fondo lo que se debe buscar es un equilibrio entre la intención de algunos radicales del Gobierno de volver a una estatización en el sistema de salud, pensional y las relaciones laborales, y la de los radicales del otro extremo que, contra toda evidencia, insisten que las reformas son innecesarias. Claro que se necesitan, pero bien hechas.

Si el Gobierno hace esfuerzos en escuchar y concertar con los partidos y diversos sectores de la sociedad, será posible aprobar unas reformas que beneficien a la gente y sean sostenibles en el tiempo. Para ello no solo hay que hacer modificaciones en su contenido, que no desnaturalicen su espíritu, sino además cambiar la narrativa oficial y la tentación del enfrentamiento verbal y la lucha de clases, que no es eficaz a la hora de corregir la aberrante desigualdad social, que es en últimas el genuino propósito del Gobierno del cambio. El próximo 20 de julio no se puede complacer a aquellos que hoy se frotan las manos pensando que las reformas sociales fracasaron en forma definitiva. Hay que insistir. Tienen salvación, si se escuchan las razonables observaciones sobre su contenido.

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