Gabriel Silva Luján
20 Junio 2022

Gabriel Silva Luján

De la indignación al cambio

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La campaña que acaba de concluir fue una de las más sorprendentes en la historia del país. Aunque suene a lugar común hay que volver a decir que en estas elecciones ocurrió una ruptura inédita. Ahora la tarea es tratar de discernir que fue lo que pasó y cuáles fueron las variables determinantes, tarea por cierto bien difícil y que ocupará a los académicos por muchos años. A pesar de esas dificultades y a riesgo de equivocarse hay que echarse al agua proponiendo hipótesis, incluso conjeturas, para agitar una discusión sobre esas subterráneas fuerzas telúricas que explican la erupción electoral sin precedentes que se vivió en los últimos meses.

La característica fundamental que define las elecciones de 2022 es la indignación. Algunos dirán que no hay nada nuevo allí, que el resentimiento es inherente a la vida en sociedad. Siendo eso cierto, esta ocasión es diferente por cuanto la ira no se limita a un sector, grupo, clase o segmento. La indignación es transversal imbuyendo en la inmensa mayoría de los ciudadanos un espíritu insurreccional y contestatario, sin reparar en distingos de origen, región o condición. La universalidad de la indignación crea una exigencia de cambio que para cada ciudadano quiere decir distintas cosas pero que desemboca en la misma aspiración colectiva: echar por tierra el régimen y vengarse políticamente de los protagonistas del desastre.

La indignación no nació ayer. Esto ha sido un proceso de acumulación de frustraciones individuales a lo largo de décadas que van convergiendo y tornándose en colectivas, que en la actual coyuntura fueron activadas y aglutinadas catalíticamente por el colapso sincrónico del bienestar social que ocurrió con la pandemia. Los agravios que siente la gente se van sumando como las vertientes de los ríos: pequeños cauces de agua que convergen sobre ríos cada vez más grandes hasta que como uno solo se lanzan caudalosos hacia mar abierto. Y es ahí cuando no hay dique capaz de contener la rabia de la gente.

La pregunta ineludible es por qué en la actual coyuntura la indignación se transforma en acción cuando la historia de Colombia, con contadas excepciones, se ha caracterizado por la inhabilidad del ciudadano para romper la pasividad y la indiferencia política. Las injurias causadas por la pandemia no son suficiente explicación. Sospecho que el impacto de la Constitución de 1991 en los últimos treinta años ha tenido bastante que ver.

La carta magna creó la posibilidad de hacer una política paralela divorciada de la política tradicional. Mientras que todos mirábamos que pasaba en el día a día de la mecánica convencional, creyendo que esa era la realidad, la Constitución fue empoderando a nuevos actores sociales y políticos, a nuevos liderazgos que no se tramitaban por los canales de los favores y las lealtades burocráticas o partidistas. La democracia participativa, la carta de derechos y el bloque de constitucionalidad, fortalecidos por la jurisprudencia de la Corte, gestaron un empoderamiento alternativo al margen del sistema político. Una politización de nuevo cuño, como dirían mis amigos mamertos, ha emergido para quedarse y ha hecho su debut en pleno en las elecciones del presente año. Muchos de los que antes se refugiaban en la indiferencia, la abstención o la apatía ahora están insertados en la actividad política de una manera diferente.

El resultado es una desintermediación de la política en la medida en que los “intermediarios” han perdido su capacidad de endosar, pastorear o movilizar a un electorado borrego. La gente ya no tiene dueño. La autonomía, el voto de opinión y la participación de fuerzas independientes ha cambiado para siempre el panorama electoral del país. Esta es una ciudadanía que sabe hacer uso de sus derechos en la calle y en las urnas. Finalmente, los acuerdos de paz liberaron a la izquierda del INRI de ser un apéndice de la guerrilla. La guerra interna transformó en sospechosos y cómplices a quienes desde una orilla progresista y de izquierda intentaban acceder al poder por las vías democráticas. La paz permitió a millones de colombianos ver a quienes eran leales con los acuerdos y cumplían con su deber de actuar dentro de las instituciones desde una nueva óptica. Ser de izquierda dejó de ser pecado. Para la muestra un botón.

 

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