Sebastián Nohra
4 Septiembre 2022

Sebastián Nohra

Desarmar la lengua

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Hace unos días tuve una discusión en Twitter con el conocido activista del Pacto Histórico Beto Coral. Aplaudí la idea de Petro de eliminar el servicio militar obligatorio, pero critiqué que se lo reemplace por un servicio social. Me parece un abuso. Le conté a Beto que pagué 57.000 pesos por mi libreta militar porque a raíz e un fallo de la Corte durante un tiempo los graduandos debíamos pagar esa pequeña suma. El tuitero usó eso para tirarme a su manada de fanáticos sugiriendo que hice algún truco o acto corrupto para obtener un trato preferencial. Le expliqué varias veces pero seguía ensuciándome.

Me molesté muchísimo y no hice caso a aquellos que me decían que “no le pusiera atención a ese tipo”. Con los días esa sensación quedó dormitando en mi cabeza y empecé a observarla, y traté de averiguar por qué me molesté tanto. Ya, después de ver al senador Álex Flórez diciéndole asesino a un humilde policía que solo cumplía con su deber, lo entendí todo. Y me animé a escribir esta columna.

Me parece bella esa idea de pensar que una persona muere realmente cuando muere la última persona que la conoció. Es ahí, cuando físicamente se extingue nuestro legado y memoria. Cuando partimos solo queda de nosotros no lo que fuimos, sino la imagen que dejamos de nosotros, lo cual no siempre es lo mismo. Podremos dejarle patrimonio a nuestros hijos, pero nuestra real humanidad es el recuerdo que dejamos. Al final, es el verdadero balance y corte de cuenta de nuestras vidas: los minutos que dediquen nuestros amigos y familiares para hablar de nosotros y recordarnos cuando ya no estemos.

Serán las palabras más sinceras. Saldrán desde el sótano del corazón, pues ya no habrá ningún interés ni favor que puedan recibir de nosotros. Esa idea que dejemos en los otros será fruto de nuestras acciones, pero también de lo que los otros lean y oigan de nosotros. No somos los únicos autores de esa biografía mental que dejamos en el prójimo. Se escribe a varios manos.

Por eso es tan preciada y delicada la imagen de cada individuo. Es cruel mancillarla con el propósito de hacerlo. Así, sin condescendencia, sin reparos, con saña y maldad. Nuestro nombre y reputación es nuestro mayor patrimonio. Es nuestra carta de presentación ante el mundo. Eso abre y cierra puertas laborales y sociales. Y cuando ya no estemos, será lo único que quedará de nosotros. 

En este mundo de redes sociales y de obsesión por la viralidad, los calumniadores y difamadores encontraron dinamita. Saben que una vez regada la tinta, ya no hay nada que hacer. La primera información siempre es la más potente y desmentir cosas es una tarea esforzada. Casi siempre una reputación arruinada no vuelve a ser la misma por más trabajo que se haga. 

Por eso creo que debemos andar siempre con la lengua muy sensible y conectada con la cabeza y el corazón. Más quienes opinamos a diario de la vida y carrera de muchas personas. Palabras mal usadas pueden ser municiones que arruinan vidas. La paz, bandera de este gobierno, no es un acuerdo con una guerrilla. Es una postura ante los demás. Es desarmar la lengua. Es hacer hábito esa idea smithiana de preocuparse por el otro. De cuidarlo. Así nos cuidamos también a nosotros. Si del otro vamos de frente y con honestidad, es menos probable que un canalla dañe nuestra imagen. Cuando alguien invoca nuestro nombre, son sagrados esos tres segundos casi inconscientes de imágenes e ideas que pasan como flashes en la cabeza de quien oye nuestro nombre. Es intuitivo, casi mecánico. Es un resumen de la estima y valoración que tienen de nosotros. Eso es un tesoro que cada persona tiene, de este animal-ser social que es el hombre. 

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