Helena Urán Bidegain
11 Abril 2022

Helena Urán Bidegain

Dignidad y sepelio

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A propósito del pasado Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas del conflicto armado, reflexionaba sobre el sentido de esa conmemoración. Colombia celebra esta fecha como si todo fuera parte del pasado, pero constantemente escuchamos sobre nuevos casos de desaparecidos, ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos, incursiones guerrilleras, operaciones militares con civiles inocentes asesinados como la reciente masacre en el Putumayo y después, después de todo esto y en muchos casos tras esperar por años o décadas, se dan entonces, las “entregas dignas”.

Esto es algo que sucede y se repite a lo largo y ancho del país, pero de lo que quizás pocos, más allá de los que lo hemos vivido, saben de qué se trata, menos la revictimización que en ocasiones generan los funcionarios estatales a cargo y que despojados de empatía y sensibilidad no parecen entender todo lo que las victimas han recorrido. La entrega de cuerpos o restos humanos de personas desaparecidas y víctimas de homicidio que el Estado ha llamado “entrega digna” son otro rastro de la guerra en Colombia.

Cuando mi familia y yo pasamos por esto, lo primero que me llamó la atención, fue el nombre otorgado al acto. Sentía que después de una tortura, ejecución y desaparición era imposible pensar en que algo pudiera ser digno, aunque el nombre “entrega digna” insistiera en ello. Quizás buscando limpiar un poco el pasado y construir una nueva realidad en la que la palabra digna resuene, quizás porque hasta de ese momento de dolor el Estado quiere tomar control, lo que va en contravía de devolver la dignidad a la víctima. Pero más allá del nombre dado a este acto/momento, lo que ha vuelto a llamar mi atención y quiero compartir aquí, es la manera en la que se llevan a cabo estas entregas. En cuanto a lo jurídico y técnico hay importantes avances, en cuanto a lo humano todavía muchos funcionarios no entienden de qué se trata lo que hacen.

Recién en el año 2000 (Ley 599) la desaparición forzada fue tipificada en Colombia como delito. Anterior a esta fecha la situación de las familias que buscaban a sus seres queridos era mucho más precaria. Muchas se veían obligadas a denunciar la desaparición de su ser querido, pero como víctima de secuestro u asesinato para poder, con suerte, obtener algún tipo de respuesta de parte del Estado; esto, por supuesto, solo sumaba otro tipo de afectación al dolor de los familiares al verse obligados a desdibujar el crimen atroz, que en realidad implicaba no saber si sus parientes estaban vivos o muertos, quién los tenía, ni qué había pasado con ellos. 

En muchos otros casos, los familiares de las víctimas desaparecidas, buscaban en completa soledad, debajo de cada piedra, tocando puertas y recibiendo todo el desprecio y desinterés (incluso amenazas y persecución) del Estado por su tragedia y en consonancia con el dictador argentino Jorge Videla quien lo plantearía así: “Es una incógnita el desaparecido. Si el hombre apareciera, tendrá un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento Z, pero mientras sea un desaparecido no pueden tener un tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene identidad, no está ni muerto, ni vivo, está desparecido”.        

En ese entonces, cuando las familias lograban encontrar el cuerpo o restos de su ser querido, también tenían que asumir en soledad cómo llevar a cabo la sepultura, para acabar con la angustia por la ausencia irresuelta y empezar a tramitar otra fase del trauma en el que poder empezar a dialogar con lo vivido.

La Ley de víctimas 1448 de 2011 llevó a que la entrega de los cuerpos o restos humanos de víctimas identificadas fuera un derecho. Desde entonces, y apoyados también en el decreto 303 de 2015, Ley 1408, los funcionarios estatales siguen un protocolo interinstitucional para hacer la entrega. Lo lamentable es que aunque se ha avanzado en cuanto a leyes y protocolos, para muchos funcionarios este acto se trata de un simple procedimiento burocrático, que en ocasiones lo ejecutan con actitud soberbia, sin empatía, ni respeto hacia quienes han padecido los horrendos crímenes. Sin entender que esto no es un favor que hace el Estado o sus funcionarios a las víctimas. Tampoco es algo por lo que las víctimas deban dar las gracias al Estado ni a sus funcionarios, sino que es su derecho. 

Pero a las víctimas no se les da cabida realmente para que expresen la manera en que ellas quieren vivir ese momento, cuáles son sus necesidades, a quién autorizan ellas a participar y a quién no, el lugar donde se debe realizar el sepelio, cómo quisieran decorar o no decorar, si quieren flores, música o nada de eso, etc.

A las víctimas no se les da cabida realmente para que expresen la manera en que ellas quieren vivir ese momento, cuáles son sus necesidades.

Mientras que para los que sufren, se trata de uno de los momentos más intensos de su vida asociado a una pérdida insoportable, la discusión entre las entidades estatales involucradas en la entrega, se da por cuál se impone para determinar la forma de organizar el evento, qué pendones se van a poner y sobresalir, la foto que debe exponerse en medios y redes en la que, por supuesto, la víctima aparece destrozada y ellos son los salvadores. Todo esto refleja la mirada estatal que en situación de poder, no varía con el tiempo, y genera simplemente más violencia. Sobra decir que en muchas ocasiones, a pesar de que el cuerpo aparezca, la Fiscalía nunca investiga a los responsables de los crímenes, sobre todo si se trata de crímenes de Estado.

Es triste que en Colombia lo que sorprenda son los funcionarios de las entidades involucradas (Fiscalía, Unidad de Víctimas, Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, o de la Jurisdicción Especial para la Paz), que sí logran entender que lo central son las víctimas, que hay que evitar profundizar su dolor, que ese procedimiento se trata de un duelo por vidas humanas. Los hay pero son la excepción.

Muchas veces las entregas reactivan el sufrimiento, el trauma y la actitud de parálisis de las víctimas, por lo que el acompañamiento de alguna de las 56 organizaciones que trabajan en temas de desaparición forzada como la Fundación Nydia Erika Bautista, Movice, Hasta Encontrarlos, Asfades, Fasol, Mafapo y la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, para mencionar algunas, son un gran soporte, porque las ayudan a tramitar lo que están sintiendo y cómo expresar lo que quieren. Esto se traduce en un empoderamiento de la víctima, lo que a su vez lleva a mayores expectativas y exigencias sobre las condiciones del acto de entrega. Las organizaciones no gubernamentales no se sienten bienvenidas por las instituciones estatales, sino que son vistas como un estorbo a la hora de controlar la situación a su medida.

Es necesario que los funcionarios públicos a cargo de estos procedimientos tengan un entrenamiento intensivo sobre el momento por el que pasan las víctimas y vayan más allá de completar un documento en el que van poniendo el chulito de cumplido o marca de aprobación. Si se asume como un acto soberano de quienes han sufrido, no solo las víctimas podrán sentir menos dolor, sino que los funcionarios podrán también dejar de lado al burócrata para conectar con la esencia humana y participar con el resto de la sociedad, como dice el saliente presidente Iván Duque, con fuerza y contundencia, en la construcción de un mejor país. 

Espero el momento en el que en Colombia se conmemore el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas sin que paralelamente se den nuevas víctimas; en el que se respete y reconozca el dolor del otro y entonces sí podamos hablar de entregas dignas. 

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