Daniel Schwartz
11 Octubre 2022

Daniel Schwartz

El descubridor

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Hoy es 12 de octubre, el mal llamado Día de la Raza, el día en que Cristóbal Colón y sus tripulantes conocieron este continente. Para los historiadores, quizá por cierto arribismo intelectual o por creer que tenemos algo para decir, esta fecha es difícil: juicios van y juicios vienen, algunos más fundamentados que otros, sobre una fecha complicada y un personaje igualmente difícil de definir.

Tanto a Colón como al Descubrimiento de América, comúnmente se les arropa en el traje de la modernidad. Las críticas al almirante Colón suelen darse también en esos términos, son las críticas a un hombre moderno que, como argumentaré en esta columna, no lo era. Por un lado, los españoles defienden cada vez con mayor fervor el hispanismo y levantan las banderas de su identidad cada 12 de Octubre, orgullosos de haber sido un imperio y de haber enseñado tanto a tantos indios ignorantes. Por el otro, así haya más de un hispanista americano, están las opiniones bienintencionadas de que el Descubrimiento es “nuestra” mayor desgracia y que Colón era un racista, un genocida y poco más.

Hace poco releí Diario de a bordo, el diario de viaje de Cristóbal Colón. Existe un gran debate sobre la autoría de estas crónicas de viaje, pero quizá la versión más aceptada por los historiadores es que fue escrita por Bartolomé de las Casas, el gran cronista de la conquista. 

La escritura del siglo XV era confusa. No existían los géneros literarios, no había una diferencia clara entre la ficción y la no ficción. En un programa reciente de RTVC sobre los 500 años de la travesía de Magallanes, el historiador Jaime Humberto Borja contó que esta era una época en la que apenas se comenzaba a oficializar la escritura, no había mapas y los diarios personales eran poco comunes. Puesto que no había entonces una clara diferencia entre lo oficial y lo no oficial, este diario de Colón, al igual que el de Magallanes, hacía las veces de bitácora personal, llena de figuras retóricas y metáforas, pero también de documento legal que se les entregaría a los reyes: el diario es la fascinación casi espiritual de un viajero que se adentra en lo desconocido y, al mismo tiempo, el texto oficial que se le entregaba a los Reyes Católicos. Recordemos que la imprenta se había inventado hacía apenas medio siglo y a duras penas comenzaba a existir cierta “racionalidad escritural”, como dice Borja. Quizá la bitácora, en la que supuestamente se basó Bartolomé de las Casas para escribir su crónica, tampoco fue escrita por el mismo Colón, sino por algún escribano –una suerte de notario– que lo acompañó en el viaje.

Al leer Diario de a bordo se rompe el imaginario del héroe, pero también el del villano. Se desdibuja la imagen del conquistador y aparece la del hombre empequeñecido ante la grandeza de lo desconocido. Deja de ver uno al Colón “racista” y opresor –aunque también lo fuera– y se nos presenta el católico, el espiritual y el escritor retórico, el hombre que describe más allá de lo que ven sus ojos, más allá de la realidad. Por eso no era un hombre moderno y racional; su escritura era una trama de ficción y realidad –en aquella época inseparables–, una descripción detallada adornada con la imaginería.

Según Borja –aunque en el programa al que me refiero habla de Magallanes, él y Colón eran hijos del mismo tiempo–, estas crónicas/bitácoras hacían parte de un modelo narrativo medieval, en el que el testigo narra desde la idea de la otredad, de la existencia de un sujeto idealizado o desconocido. Los cronistas o viajeros medievales priorizaron la descripción de todo aquello que rompía con su realidad. Eran hijos de una sociedad supeditada a lo narrativo, a lo retórico, y no a la descripción “racional”.

Para que algo existiera, tenía que tener una relación ya sea con lo clásico o con la Biblia, dice Borja. Pienso en el instante preciso del encuentro con esa naturaleza desconocida y con esos hombres extraños. Los españoles, hombres de biblia, habrán pensado que llegaron al Edén, el primer hogar de las personas: una tierra verde y fértil, majestuosa y amable; hombres y mujeres desnudos, adanes y evas sutiles y agraciados, “gente hermosa y tan de buen entender”, como escribió Colón, a quien pienso no como un hombre de la Inquisición, sino como un heredero de los cruzados: ese lugar desconocido debía ser una tierra santa, y allí clavó una cruz en nombre de Dios.
 
Los años del descubrimiento hoy son difíciles de definir. Iniciaba la Inquisición, quizá la primera gran institución moderna que buscó, a la fuerza, poner de acuerdo a la sociedad y suprimir la diferencia. Comenzaban también las primeras formas de capitalismo, los bancos y los fondos de inversión. Fue una época de transición entre lo medieval y lo moderno, pero como los cambios no suelen ser de un día para otro, estos personajes de tradición medieval también se adaptaron a los nuevos tiempos: eran, al mismo tiempo que hombres de fe, los primeros mercantilistas, comerciantes de especias y empresarios, porque el viaje era en sí mismo una empresa. Son personajes complejos y, como hombres del medioevo, fueron más de una cosa a la vez, lejanos a la antipatía del binarismo moderno.

Otro binarismo que abunda es que “no hubo un descubrimiento, sino un genocidio”. Sí, Colón conquistó, oprimió, esclavizó y aniquiló. Pero también descubrió, pues si algo se descubre es porque ya existe. En nuestro argot decimos que descubrimos un restaurante, una canción o un libro. ¿Por qué no podemos decir que sí hubo un descubrimiento en 1492? Esto ocurre, creo yo, por la dificultad, tan moderna, de aceptar que una cosa puede ser dos cosas, que puede uno fascinarse por el viaje y la sorpresa de los descubridores, y al mismo tiempo aceptar que hubo un aniquilamiento. Sentimos una pulsión por enmarcar a seres complejos, grandiosos y malvados en alguna de las dos categorías. Colón era un descubridor. Sin mapas y guiado por los rumores, experimentó en mar abierto. El mar, precisamente, era el laboratorio de estos últimos medievales: allí se probaba la nueva tecnología, los nuevos inventos navales. Y eso, enfrentar el miedo a lo desconocido, es también una proeza admirable.

No tiene sentido seguir llamando al 12 de Octubre el Día de la Raza (mucho menos enorgullecerse y celebrar con efusión la hispanidad), pues el concepto de raza no existía en esa época y limita un evento que muchas veces excede nuestro entendimiento a una cuestión de falsa diversidad e inclusión (algo eugenésica, por cierto). Aunque a veces resultan simplistas, las críticas anticoloniales han permitido que pensemos en la narrativa contraria, aquella que poco se ha contado. No se me ocurre ningún nombre que le pueda hacer honor a tan importante fecha, quizá una de las más importantes de la historia, para bien o para mal. O para bien y para mal.

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